FABRIZIO MEJÍA MADRID
Idiota era el término que usaban los griegos para quien no se ocupaba de los asuntos públicos. Significaba “la acción de sólo hacer lo propio”. Después de la desaparición de las polis, idiota fue asociado al aislamiento y, mucho más tarde, a un desarreglo cerebral. Tratando de entender qué le había ocurrido a los alemanes que toleraron el nazismo, Hannah Arendt tomó el nombre griego –idiotes– para describir a un tipo de ser humano que “no vive en el mundo real” porque “no habla sobre él con los otros, y a los griegos les parecía la vida privada ‘idiota’ porque le faltaba esta diversidad del hablar sobre algo y, consiguientemente, la experiencia de cómo van verdaderamente las cosas en el mundo. Ese tipo moderno de ser humano, que a falta de un mejor nombre se sigue designando con la antigua expresión ‘pequeño burgués’, tuvo, en el suelo alemán, una oportunidad especial de florecer y prosperar. Ningún otro país de la cultura occidental ha permanecido tan ajeno a las virtudes de la vida pública. En ningún país jugó un papel tan grande la vida privada y la existencia privada”.
La lejanía de la política se mantiene. En México fue cómplice en los años de la guerra sucia. Se decía que los desaparecidos, los torturados, los desplazados “se habían metido en política”, de la misma forma en que, en el sexenio de Calderón, se dijo que “eran crimen organizado”. Las víctimas estaban juzgadas, separadas de antemano. Los demás, los supervivientes, sólo se ocuparon de “lo suyo” –el trabajo, la familia– y cuando aparecía un lío se repitió el consabido “me están haciendo política”. De ahí, también, la costumbre del “idiota” de confundir las demandas de los ciudadanos y, sobre todo, de los trabajadores, con quejas. O de suponer que todo se resuelve si “cada quien hace lo que le corresponde”. Subyace la idea de una sociedad como un “cuerpo” –decía Porfirio Díaz, encarnando a la República, cuando le dolía la frente: “me duele Chihuahua”– jerárquico, orgánico, indivisible, al que se sana.
Hay, también, otras ideas que subyacen a la lejanía de la política. Al deslindar de lo eclesiástico a esa lucha por las decisiones que afectan a una comunidad, Maquiavelo definió la política como un juego que no tenía que ver con la verdad ni con la historia, sino con la estrategia, la táctica. Basó su idea en la contemplación de las máquinas del Renacimiento que se movían tratando de llegar al movimiento perpetuo. Lo “maquiavélico” como uso inescrupuloso de los medios no es una lectura completa de su idea de la política. Son los fines los que preocupan: la estabilidad, la permanencia en el poder. De ahí, la idea de la política como un juego sólo para los jugadores, cuyas trampas son válidas siempre y cuando logren sus fines. Pero fue del Renacimiento del que tomamos la idea de la representación con perspectiva. Hablo de pintura y de política. En los retablos del medioevo, lo “orgánico” es que “cada quien ocupe su espacio”, pero en los frescos humanizados del Renacimiento la perspectiva deja figuras afuera o las aleja de acuerdo a la perspectiva desde los ojos de quien pinta. Es hasta la Revolución Francesa que surge un fin: el pueblo. Son los “representados” –todos los ciudadanos– los que deben tener voz y esta idea conmociona y excita a tal grado que hasta las novelas –con Flaubert a la cabeza– buscan ampliar lo narrable no sólo a las amas de casa o los trabajadores como personajes, sino a las cosas, a los sentidos. El “color” de su ama de casa aburrida porque su vida no es una novela de pasiones románticas, Madame Bovary –escribe Flaubert–, es “el tono de la humedad”. La reinvención del ciudadano como pueblo –y no sólo como propietario– tuvo, sin embargo, un freno: la economía como la nueva teología.
Cuenta Giorgio Agamben que de la Enciclopedia los franceses leyeron con más interés la entrada sobre los “granos” –redactada por el fisiócrata Francois Quesnay– que la del “sufragio”, escrita por Diderot. A las nuevas mayorías les preocupaba el tema de las hambrunas recurrentes cuando había sequías o plagas. Lo que proponía Quesnay no era prevenir esos desastres naturales sino lidiar con sus repercusiones. Como no se podía saber qué deparaba la propia naturaleza, el arte de gobernar no era anticipar –levantando silos para almacenar granos–, sino canalizar sus desastres en una dirección útil. Esto significó que el “dejar hacer, dejar pasar” de los liberales alejara de todos la lucha por las decisiones y dejara en manos del mercado –un Dios imprevisible– la situación de una comunidad. ¿Quién debía morir de hambre? Sólo el mercado lo sabe. Y, de paso, los economistas, nuevos oráculos de una voluntad inexpugnable para los recientes ciudadanos, los nuevos “idiotas”, los ignorantes de las fluctuaciones económicas. Justo cuando el juego de la política se podía abrir a todos, comenzó el largo reinado de los “expertos”. Y, con ellos, el discurso de lo inevitable: el mercado y sus caprichos. No por nada, para ese movimiento perpetuo se escogió el nombre de “mano invisible”, nostalgia del adiós de los dioses.
El juego de los pocos entendidos no escapa, sin embargo, a los ciudadanos quienes, una vez cada tres, cuatro, seis años, van a la urna a cruzar la boleta electoral. Lo que hoy seguimos llamando “lo social” se sondea, se encuesta, se le hacen mensajes publicitarios dirigidos a sus apetitos, deseos, proyectos de felicidad personal. No se les convoca a dejar de ser “idiotas”, sino a que aprendan a elegir lo que a su vida privada conviene. Se les convoca, una vez más, a evitar que la política les afecte en sus hogares. Y, para ello, se les señala quién es un “peligro” o quién les va a quitar algo. A tal nivel ha llegado la política de lo despolitizado que ya sólo se nos invita a esquivar a quien nos pueda dañar. “No me siento representado” por los partidos políticos o los sindicatos no es un problema de la política, sino del arte de gobernar los efectos del divino mercado, la nueva Diosa Fortuna, cuyos estragos casi siempre coinciden con los intereses privados de quienes gobiernan. El problema es lo que de teológico tienen la economía y sus sacerdotes agrimensores. La lucha por las decisiones hace tiempo dejó de ser terreno de la política: los que elegimos rara vez tenemos control sobre los cursores de las computadoras de los bancos. Ahora todos estamos excluidos. Todos somos residuales. Todos somos “idiotas”.
El primer aviso que recibe K, en El proceso de Kafka, de que ha sido detenido es que no le han servido, como todas las mañanas, el desayuno. Al reclamar, se da cuenta de que dos desconocidos lo vigilan en la habitación contigua a su recámara. Es hasta entonces que le dicen que no puede irse a buscar su desayuno, y que está detenido. K tiene una duda: quizás su detención es una broma que le han jugado el día de su cumpleaños –cumple 30– sus colegas del banco. Decide tomarla en serio porque, recuerda, alguna vez que fue “imprudente, sin cuidarse de las consecuencias, fue castigado”. Ese antecedente evita que se oponga a una detención sin motivo que terminará –como todos sabemos– en su ejecución. Entre el “idiota” de Hannah Arendt y el K de Kafka hay una semejanza: ninguno habla con los demás. Todo les sucede atrás de la puerta que cierra el poder. Quizás esté pidiendo demasiado pero en la próxima ocasión, acaso debiéramos preocuparnos más por dar la voz de alerta y escapar que por el desayuno.
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