La revisión a la cuenta pública de 2014, dada a conocer hace unos días por la Auditoría Superior de la federación (ASF), constituye una radiografía precisa de la corrupción monumental que caracteriza al gobierno de Enrique Peña Nieto. Aunque para cubrir el hueco causado en la renta petrolera por la privatización y por la caída de los precios del crudo el régimen se ha ensañado en el incremento de impuestos a las grandes mayorías, durante 2014 el Sistema de Administración Tributaria dejó de cobrar o devolvió más de 1.2 billones de pesos (el 7 por ciento del producto interno bruto) a un puñado de grandes empresas. “No es momento de reducir los impuestos”, dice Luis Videgaray, refiriéndose, claro, a asalariados, profesionistas, pequeños comerciantes y otros ciudadanos de a pie, mientras favorece con devoluciones en efectivo, exenciones y créditos fiscales a los capitales a los que rinde cuentas el peñato. Por estos días se anunció un recorte de más de cien mil millones de pesos al presupuesto de Pemex –lo que se traducirá en una reducción en la producción de cien mil barriles diarios. De manera coincidente, la ASF recibió la denuncia de un fraude por caso el triple de esa suma (271 mil 751 millones, para ser precisos) al Fideicomiso de Cobertura al Pasivo Laboral y de Vivienda (Ficolavi) de los trabajadores petroleros.
Las empresas mineras que destrozan el territorio nacional no pagan nada al Estado si tienen menos de cien hectáreas concesionadas, y únicamente 500 pesos anuales por hectárea, si tienen más de cien. Se cobra por superficie, no por lo extraído, o sea que la tarifa es la misma, independientemente de que extraigan oro o carbón. Pero un tercio de esas compañías no paga ni siquiera eso gracias a que ni el SAT ni la Secretaría de Economía se ocupan de realizar los cobros correspondientes.
Además de la expoliación de los bolsillos ciudadanos, para cubrir los enormes huecos que la corrupción deja en las finanzas públicas se recurre a un endeudamiento obsceno e injustificable que en los tres primeros años del peñato le ha costado al país cerca de 25 mil millones de dólares anuales para cubrir los intereses –sólo los intereses– de los empréstitos foráneos.
En mayo del año pasado Andrés Manuel López Obrador calculaba que el latrocinio asciende a unos 500 mil millones de pesos al año. Se quedó corto. Unos meses más tarde, Julio Millán Bojalil, presidente del Grupo Corporación Azteca, dijo que la corrupción le cuesta al país cerca de 740 mil millones. Los empresarios saben de lo que hablan porque no sólo se trata de los beneficiarios de contratos sucios, como los grupos Higa y OHL, o Autotraffic, la empresa de las fotomultas de Miguel Ángel Mancera, sino también de los que tienen que pagar los moches, las comisiones, las mordidas y las extorsiones de un sistema que LydiaCacho describe con precisión en su expresión local de Quintana Roo y que se extiende por todo el territorio nacional. En Veracruz, por ejemplo, además de fosas clandestinas, desapariciones y asesinatos, hay dos agujeros por 700 millones de pesos (fondo de pensiones de los trabajadores del Estado) y dos mil millones (presupuesto que el gobierno local debe entregarse a la Universidad Veracruzana), aunque Javier Duarte, responsable de aplicar y cuidar el dinero público en la entidad, jure que él no se ha robado “ni un centavo”.
Una parte del balance sale a la luz en sumas que van de unos cuantos millones a más de un billón. El otro lado apenas muestra su punta del iceberg en las residencias de lujo, en el avión presidencial, en los cientos de millones de pesos que los máximos funcionarios del Poder Judicial se embolsan con toda impunidad, en los quinientos millones de pesos que derrocha el INE en una injustificable renta de automóviles o en elcaviar, el salmón y la champaña con que se regalan los funcionarios “encargados de combatir la corrupción” en sus viajes al extranjero y que su jefe, el cara dura de Virgilio Andrade, considera que “cumplen con la normatividad”.
Claro que el robo del dinero público no se inventó hace tres años: baste con recordar las raterías del ultraderechista Jorge Serrano Limón, perpetradas al amparo de aquella inescrupulosa “pareja presidencial”, o el cochinero de la Torre de Luz de Felipe Calderón. Pero si para los gobernantes anteriores el latrocinio era un complemento inocultable del ejercicio del poder, el peñato lo ha convertido en su esencia. Y las pruebas brotan por todas partes.
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