Los presidentes de Guatemala y México, Otto Pérez Molina y Enrique Peña Nieto |
Con diferencias de historia, institucionalidad y dimensiones, es un hecho conocido y viejo el que en ambos lados del Suchiate el poder público es ejercido por cleptocracias. El desempeño de cargos gubernamentales constituye un mecanismo de enriquecimiento personal y faccioso cuyo funcionamiento requiere de un aparato de encubrimiento y legitimación que va desde los medios oficialistas hasta la codificación de disposiciones legales manifiestamente indecentes –como las que en México regulan los ingresos de los altos funcionarios del Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial–, pasando por el control constitucional o fáctico que los gobernantes en turno ejercen sobre sistemas de fiscalización y transparencia, comités de adquisiciones y contrataciones y pactos tácitos de impunidad entre gobernantes entrantes y salientes.
Llama la atención que en el país vecino del sureste ese aparato haya colapsado y que en México el régimen haya logrado evitar, hasta ahora, su propio derrumbe, a pesar del conocimiento público de pruebas contundentes de corrupción monumental en las administraciones de Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y Peña (las tarjetas Monex y Soriana, los contratos con Higa y OHL, las inexplicables residencias de lujo, más lo que se acumule esta semana).
Lo cierto es que en el momento presente el presidente guatemalteco –el general genocida Otto Pérez Molina (OPM), colocado en el puesto gracias a una democracia oligárquica y acanallada– chapotea en el lodo de las acusaciones judiciales por dirigir una banda de evasores de impuestos y se aferra desesperada e inútilmente al flotador de la silla presidencial, en tanto que en México Peña –incrustado en Los Pinos mediante votos comprados– cree que para enfrentar la evidencia de su propio enriquecimiento inexplicable basta con ordenar una simulación de esclarecimiento y ofrecer a la sociedad una
sincera disculpa.
En el país vecino las revelaciones y las imputaciones judiciales sobre los negocios sucios de OPM y de buena aparte de su equipo de gobierno han provenido, oficialmente, de una instancia que no tiene equivalente en México: la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), instaurada en 2007 como una entidad encargada de apoyar al Ministerio Público, la Policía Nacional Civil y a otras instituciones del Estado en la investigación de delitos cometidos al interior de las instituciones públicas. Desde entonces la Cicig ha sido determinante para desmantelar varias bandas delictivas que operaban en los organismos del Estado y para procesar y encarcelar al ex presidente Alfonso Portillo por malversación de fondos. Su más reciente actuación ha sido la investigación del caso
La Línea, un cártel de evasión fiscal encabezado por OPM y su ex vicepresidenta, Roxana Baldetti, e integrado por un centenar de funcionarios y empleados públicos.
Muchos sostienen que si la Cicig ha podido llevar sus pesquisas hasta estos niveles del poder ello se debe, al menos en parte, a que el gobierno de Estados Unidos le ha facilitado información, obtenida a su vez por las maquinarias de espionaje de Washington y/o por delincuentes guatemaltecos extraditados a territorio estadunidense e interrogados por la DEA y la CIA. Cierto o falso, el hecho es que esa instancia internacional ha podido exhibir en público documentos y grabaciones de audio que demuestran en forma inapelable la participación presidencial en los delitos ahora imputados a OPM y su banda.
Las evidencias de la impresentable ordeña del erario por parte de los gobernantes detonaron en el ánimo de la sociedad guatemalteca un movimiento de repudio a la clase política en general y a la presidencia de OPM, en particular. Hoy, el mandatario se encuentra acorralado en su despacho, repudiado por la mayoría de los sectores sociales y políticos del país, que le exigen la renuncia y sin más bases de apoyo que unas cuantas estructuras sindicales corporativas y amafiadas. Quién sabe si a última hora salgan en su defensa los únicos factores de poder que no se han pronunciado abiertamente en esta crisis: el Ejército y la embajada estadunidense.
Otro elemento que debe considerarse al revisar la situación de Guatemala es que las investigaciones de la Cicig precipitaron la fractura que ya venía fraguándose al interior de la oligarquía, y que separa en bandos rivales a las viejas familias agroexportadoras, comerciales y financieras, por un lado, y por otro a los políticos que, tras la firma de los acuerdos de paz (1996) y la restauración de la democracia formal en el país, vieron el ejercicio corrupto de cargos públicos como un carril de alta velocidad para amasar grandes fortunas. A la postre, esa fractura no sólo tiene en el banquillo de los acusados a buena parte de los segundos, sino que ha implicado la desarticulación del aparato de encubrimiento y legitimación, empezando por los medios, los cuales han ventilado en forma implacable las miserias de la clase política.
En México las cosas son distintas. Para empezar, los capitales trasnacionales ven en el control de su economía (2 billones de dólares) y de sus recursos naturales un objetivo estratégico de mayor relevancia que Guatemala (con un PIB 20 veces menor) y sus brazos políticos, los gobiernos de Estados Unidos y la Unión Europea, experimentan mayor inquietud ante las perspectivas de una desestabilización política mexicana. Por añadidura, aunque hay numerosos indicios para suponer que el Departamento de Estado aborrece a EPN, la Casa Blanca optó por protegerlo debido a su calidad de ejecutor de la reforma energética ideada (está documentado) por Hillary Clinton y otros altos funcionarios de Washington.
En lo interno, el régimen que hoy encabeza Enrique Peña Nieto (EPN) no es necesariamente menos corrupto que el guatemalteco, pero cuenta con un blindaje, una cohesión y un sistema de complicidades, encubrimientos e impunidad mucho más poderoso y complicado que el guatemalteco. La alianza entre las oligarquías económica, política y mediática es aquí, por lo demás, mucho más densa y sólida que en el país centroamericano y, a pesar del desastroso manejo económico del peñato, los empresarios mexicanos tienen menos margen para impugnar a los gobernantes, así sea porque éstos tienen en sus manos los medios suficientes (por medio del espionaje y de la información fiscal, por ejemplo) para mantener la disciplina entre los potentados.
Si al otro lado del Suchiate la presencia de la Cicig ha impulsado al Ministerio Público local a actuar en forma autónoma, en México los organismos encargados de la fiscalización (Función Pública), persecución de delitos (PGR) e impartición de justicia (Poder Judicial en su conjunto) forman parte de la masa compacta del poder oligárquico y actúan como mecanismos de control de daños, encubrimiento, blindaje a la impunidad y distracción, como puede apreciarse en su desempeño ante las
investigacionesde Ayotzinapa (PGR) y de las inexplicables residencias de EPN y compañía (Función Pública).
No queda espacio para extenderse en la comparación de las respuestas sociales ante los regímenes delictivos que padecen ambos países. Baste con decir que en México la mayor parte de las movilizaciones se ha centrado, por ahora, en la contención de la violenta barbarie que el peñato ha lanzado contra la población, y que, como parte de ellas, ahora, a 11 meses de la desaparición de 43 muchachos normalistas de Ayotzinapa, y con nuevos agravios acumulados desde entonces, la gente sigue repitiendo la que ha sido su consigna central en todo este tiempo: vivos se los llevaron, vivos los queremos.
Twitter: @navegaciones
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