MÉXICO, D.F. (apro).- Aun antes de los comicios del próximo domingo 7, las elecciones de 2015 anticiparon la derrota del gobierno de Enrique Peña Nieto.
Contemplativo, el presidente y su gobierno quedaron reducidos a meros espectadores de los desafíos de quienes marcaron el proceso electoral por la violencia y la ilegalidad.
Lo inmediato es referirse a la delincuencia organizada en Tamaulipas, Jalisco o Michoacán, y a los movimientos radicales y antisistema en Guerrero, Oaxaca, Chiapas y Puebla.
Si se suman la veintena de asesinatos y amenazas de precandidatos, candidatos y operadores políticos en Guerrero, Oaxaca, Michoacán, Tabasco, Yucatán, Veracruz, Puebla, Estado de México y el Distrito Federal, además de escenarios violentos en Sonora, por mencionar los casos más conocidos, casi la mitad de las entidades federativas estuvieron marcadas por la violencia electoral aun antes de la jornada comicial.
Particular es el caso de Tamaulipas, donde el martes 2 fue lanzada una granada a la sede del Consejo de la Judicatura Federal (CJF) en Matamoros, en lo que representa el primer ataque de su tipo al Poder Judicial de la Federación. Aunque el CJF es ajeno al proceso electoral, el ataque, que dejó cuatro heridos, es parte del ambiente de violencia e ilegalidad del proceso de las elecciones generales, las primeras de su tipo en México.
Más grave aún para la estabilidad del país es que la ilegalidad haya sido propiciada por el propio poder político y su sistema de partidos. A ojos de todos, la principal muestra de ello fue el desafío persistente del Partido Verde a la legalidad electoral.
Con el aval del gobernante PRI, con el que ahora va en alianza –como la hizo con el PAN en el momento de las victorias de ese partido–, el Verde se dedicó a violar la legislación electoral a tal grado que generó un rechazo social organizado con la pretensión de retirarle el registro.
El desplante del Partido Verde no puede darse por superado pasadas las elecciones. La discusión sobre su expulsión del sistema de partidos debe continuar para definir las circunstancias en que un partido debe perder el registro aunque forme parte de una coalición política.
Aunque fue el más evidente, la afrenta del Verde no fue la única. Más allá de los señalamientos de delincuencia organizada, lo que representa en sí un grave problema, candidatos u operadores políticos actuaron como auténticos delincuentes que se organizaron para cometer ilícitos u ocultarlos.
Las filtraciones de grabaciones telefónicas durante la campaña electoral constituyen una colección de la ilegalidad desde el poder.
El afán de mantener o ganar el poder ha llevado a los partidos y sus candidatos a violar cuanto sea posible con la certeza de que no serán castigados, gracias a la falta de rendición de cuentas.
Saben que más allá del escándalo en la prensa, acaso serán multados y siempre tendrán recursos de impugnación para reducir esa sanción monetaria, que además se paga con recursos públicos.
Ese mundo ideal para los partidos es el peor para los ciudadanos, maximizado por la ausencia de un jefe de Estado que haga valer su autoridad. El proceso electoral ha evidenciado esa carencia que trasciende al propio Peña Nieto y que exhibe ante el mundo el extravío en el que México está sumergido.
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