E
l ministro venezolano del Interior, Miguel Rodríguez Torres, dijo ayer que los cruentos enfrentamientos ocurridos el miércoles pasado en su país –que dejaron tres muertos y decenas de heridos– fueron desatados por grupos de infiltrados entrenados en México, en el marco de un plan denominado fiesta mexicana. A decir del funcionario, entre 2010 y 2012 se realizaron reuniones dentro y fuera de Venezuela para acordar el entrenamiento de grupos
para generar caos y violencia, y algunos de esos encuentros habrían tenido lugar en nuestro país.
Según Rodríguez Torres, las confrontaciones de la víspera, ocurridas después de varios días de manifestaciones estudiantiles para protestar por la inseguridad, la inflación y la falta de productos básicos, fueron consecuencia de “acciones de
carácter conspirativoplaneadas por organizaciones de
extrema derecha.
El señalamiento del responsable venezolano de la política inerior puede introducir un indeseble factor de tensión en las relaciones bilaterales entre México y una nación hermana. Resulta imperativo atajar y disipar a la brevedad esa perspectiva; para ello es necesario que ambos gobiernos mantengan una comunicación fluida y de buena voluntad y que ambos empeñen la determinación de esclarecer y, en su caso, desactivar la posible presencia en el territorio nacional de iniciativas desestabilizadoras.
Es necesario, en todo caso, impedir que el episodio se traduzca en un deterioro de los vínculos bilaterales oficiales, los cuales estuvieron a punto de ser cancelados durante el gobierno de Vicente Fox y permanecieron, en el de Felipe Calderón en un tono de inocultable animadversión, en buena medida por la injustificable decisión del segundo –documentada en los cables del Departamento de Estado filtrados porWikileaks y publicados, en su momento, por este diario– de atizar las diferencias entre el Palacio de Miraflores y la Casa Blanca.
Más allá del ámbito bilateral, es claro que la crisis política venezolana se desarrolla con el telón de fondo del acoso persistente, desde tiempos de Hugo Chávez, de una derecha venezolana e internacional que no está dispuesta a admitir que continúe y se profundice el proceso de revolución social y de lucha soberanista iniciados por el fallecido mandatario y continuados por su sucesor.
Lejos de expresar su descontento por cauces institucionales y democráticos, la oligarquía venezolana ha hecho uso sistemático de la violencia, la ilegalidad y la desestabilización como medios para defender sus intereses e históricos privilegios, y por ello resultan verosímiles las acusaciones que vinculan a las recientes manifestaciones con conjura para derrocar al gobierno de Maduro. La actuación del gobierno, por su parte, no ha estado exenta de excesos, especialmente verbales, y las autoridades han mostrado falta de habilidad y de tacto políticos para hacer frente a las expresiones de descontento antigubernamental.
Significativamente, las denuncias del gobierno venezolano son sustentadas por la difusión de un audio entre el ex jefe de la Casa Militar de Venezuela Iván Carratú Molina y el ex embajador de ese país en Colombia Fernando Gerbasi, en el que ambos personajes afirman, 24 horas antes de los hechos del pasado miércoles, que
mañana vendrá un escenario muy similar al del 11 de abril, en alusión a la intentona golpista ocurrida en abril de 2002 –con respaldo mal encubierto de Estados Unidos–, que alejó a Hugo Chávez del gobierno por unas horas.
Por lo demás, el persistente acoso de la derecha venezolana en contra del gobierno de Maduro confirma el patrón de desestabilización y golpismo oligárquicos que viene afectando a diversos gobiernos y países latinoamericanos desde 2002, con la referida deposición temporal y secuestro militar del presidente Hugo Chávez. Ese patrón se repitió en escala menor en Bolivia en 2008; logró, un año más tarde, subvertir el orden democrático en Honduras; se reprodujo, sin éxito, en la sublevación policiaca contra Rafael Correa en Ecuador, en 2010; consiguió, en 2012, el derrocamiento del gobierno de Fernando Lugo en Paraguay, con un golpe disfrazado de juicio político, y se ha expresado recientemente en Argentina con la embestida empresarial, agroexportadora y financiera que enfrenta el gobierno de Cristina Fernández.
La subversión de la institucionalidad democrática en los países que han emprendido proyectos políticos de corte progresista y soberanista puede resultar sumamente costosa, incluso para los intereses nacionales y foráneos que la impulsan, en la medida en que conlleva el riesgo de generar escenarios de ingobernabilidad y violencia incontrolables.
Es pertinente, en suma, que la comunidad internacional demande a los opositores venezolanos que cesen en su intento por subvertir un régimen democráticamente electo, así haya sido por estrecho margen, como el de Maduro, y que expresen sus inconformidades por los cauces estrictamente institucionales y legales. El gobierno venezolano, por su parte, debe entender que uno de los efectos más saludables de la Revolución Bolivariana ha sido la consolidación de una democracia en la que, más allá de los intentos desestabilizadores, existen, además de las oposiciones promovidas por afanes injerencistas, disensos políticos y sociales legítimos, y que el papel de las autoridades es reconocer esas diferencias y tender los puentes necesarios para resolverlas.
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