L
a vida de Juan Gelman fue una lucha incesante contra el crimen de estado, la violencia, la injusticia. También resultó una batalla con el lenguaje, combate que le permitió hacer lo que nunca se había escrito ni se volverá a escribir.
Su existencia estremecida por todas las tempestades tuvo la recompensa de hallar algo que ya casi no existe: un final feliz. Murió sereno, sin dolor, en su lecho, en su casa, rodeado por los seres que más amó en la vida. Se fue para nuestra tristeza inconsolable pero antes de irse nos dejó dos grandes tomos indestructibles que contienen todos sus libros de poesía, la poesía de quien era hasta el martes pasado el mejor poeta vivo de la lengua y a partir de ese momento es uno de nuestros clásicos modernos.
Quise mucho a Gelman y lo admiré desde el primer poema suyo que leí. Conversé con él durante más de treinta años. Con todo, no puedo atribuirme el papel de amigo íntimo, aunque sí irrefutablemente el de lector íntimo que nunca ha interrumpido el diálogo con sus libros. A partir de ahora son aun más poderosos: ya nos hablan no de la muerte sino desde la muerte.
Me encantaba su manera tan discreta y tan modesta de leer en público, casi en voz baja. Para llegarnos tan hondo no necesitaba nada más que su sinceridad desgarrada, su oído infalible, su invención de nuevos ritmos y de nuevas palabras. Era por otra parte el hombre más humilde, más generoso y más cordial que recuerdo.
Juan Gelman no volverá pero tampoco se irá nunca.
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