lunes, 22 de julio de 2013

Democracia corrompida


Tamaulipas. Elecciones bajo vigilancia. Foto: Juan Cedillo
Tamaulipas. Elecciones bajo vigilancia.
Foto: Juan Cedillo
Algo está podrido en la púber democracia mexicana. El régimen nacido entre 1997 y 2000 no ha sido capaz de liberarse de su linaje autoritario, dando lugar a un híbrido en el que las buenas leyes son violadas por los participantes en los procesos electorales y por las autoridades encargadas de garantizar la limpieza de éstos. Dicho círculo tramposo, constituido por un depurado mecanismo de simulaciones y ocultamientos, nos impide acceder al estadio de la integridad electoral, parámetro normativo indispensable de la auténtica democracia. Lo que se tiene en México es lo contrario: turbiedad electoral. Un grotesco juego de máscaras, cubierto por el manto de la complicidad y la complacencia generalizadas, en el que los actores políticos no son los promotores de la democracia, sino sus corruptores.
Nuestra democracia adolescente evoca a la retadora Alicia o a la insinuante Teresa de Balthus (museos Pompidou y Metropolitan, respectivamente). Nadie cree que la quinceañera vestida de crinolina blanca descendiendo la escalera del salón de fiestas envuelta en humos de hielo seco sea la señorita respetuosa del catecismo democrático que se promueve en los discursos. Todos los invitados a esa fiesta ficticia y dispendiosa recuerdan con orgullo las perversiones que le enseñaron desde pequeña. Lamentablemente, lo que vivimos en México no es fruto de la imaginación literaria o pictórica, sino una deleznable realidad cotidiana, como la de las jovencitas obligadas a prostituirse desde niñas. (¿Te acuerdas, apá? –pregunta nostálgico el góber precioso.) El árbol que crece torcido es para treparse y jugar en él.
Como lo han confirmado las elecciones celebradas en 14 estados del país el pasado 7 de julio, la democracia mexicana está rodeada de obstáculos que le impiden consolidarse, a pesar de sustentarse en leyes e instituciones que, formalmente, se hallan a la altura de las mejores del mundo. El primero de esos obstáculos es el instrumento esencial de la democracia representativa: los partidos políticos. De acuerdo con el informe más reciente de Transparencia Internacional sobre la corrupción en 107 países, los partidos políticos son la institución más corrupta a nivel mundial, con una calificación promedio de 3.8 en una escala del 1 al 5. Uno de los peores resultados en este rubro los obtuvo México (junto con Grecia y Nepal), donde la percepción de corrupción de los partidos políticos alcanzó un puntaje de 4.6, sólo por debajo de Nigeria, con 4.7. (Global Corruption Barometer 2013, páginas 15-17.)
Ello significa que los partidos políticos de México son paradigma de la corrupción institucional en el mundo. El bien ganado honor lo tenemos a la vista. Lejos de cumplir con el mandato constitucional, los partidos operan como oligarquías patrimonialistas. Camarillas de abusados-abusivos, especialistas en la triquiñuela y el engaño, ávidas de la concupiscencia del poder.
El sistema de partidos de México, al que en algún momento Sartori llamó “hegemónico pragmático”, sigue siendo un ente sui géneris, inclasificable; un amasijo que ha sustituido la hegemonía por la pluralidad y ha sumado la promiscuidad al pragmatismo. La pregonada renovación del PRI responde más a la obligada adaptación a un pluralismo emergente que a la evolución de las ideas y convicciones que norman su actividad política. El virus autoritario sigue circulando por sus venas y, lo que es peor, ha contagiado a todos sus adversarios. La derecha, las izquierdas y las rémoras son hoy remedos del PRI de siempre.
En la medida de sus posibilidades y con el apoyo de los gobernadores, todos los partidos recurren a las consabidas artimañas: compra de votos, sea mediante acarreo, gorras, tortas, despensas, dinero en efectivo o en monederos electrónicos, o a cambio de beneficios con recursos de la Sedesol para combatir la pobreza; compra de publicidad disfrazada de información; compra de encuestas, de voces y de plumas; rebase maquillado de gastos de campaña; guerra sucia; caídas del sistema o del PREP. Todos los partidos se han vuelto expertos en esas y otras expresiones del chanchullo electoral vigente. Al mismo tiempo, todos lanzan furiosas acusaciones contra sus adversarios por haber incurrido en dichas prácticas. La comisión de los delitos electorales casi siempre queda impune. Por ello es recurrente. La Fepade es una institución fantasma.
Los partidos políticos son el primer eslabón de un ciclo perverso de simulación democrática. Seleccionan a los candidatos a puestos de elección popular no por su capacidad y probidad, sino por su cercanía con los jefes. Por tanto, la elección ciudadana no se da entre los mejores, sino entre los escogidos por las cúpulas partidistas. Al llegar al Congreso o a sus cargos públicos, dichos personajes actúan principalmente en función de sus intereses y los de la camarilla partidaria a la que pertenecen, no de los ciudadanos a los que supuestamente representan y sirven, menos aún en beneficio del interés nacional.
A su vez, los consejeros electorales son elegidos por el Congreso, lo cual ha convertido al IFE en “la casa de la partidocracia” o en rehén de los partidos, y en tiempos recientes ese instituto parece haber cambiado sus siglas por el acrónimo Prife. La credibilidad y autonomía del IFE se ha puesto en duda por dos decisiones parciales e inverosímiles: la exoneración del PRI en el caso Monex, y la aprobación del informe de la Unidad de Fiscalización sobre los gastos de campaña en la elección de 2012. Este embrollo jurídico y contable de 5 mil fojas fue hecho para tapar el sol con un dedo mediante el prorrateo de lo evidente.
A este deplorable panorama sobre la baja calidad de la democracia mexicana se agrega un elemento aterrador: la intervención del crimen organizado en los procesos comiciales, como lo ha documentado Jesús Cantú en estas páginas (Proceso 1914).
Los partidos y sus representantes en el Congreso están prestos a reformar y a transparentar todo, menos a sí mismos. Urge una ley de partidos y reformar la Ley Federal de Transparencia para supervisar a esos opacos y corruptos entes de interés público, como condición ineludible para el avance democrático.

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