jueves, 15 de marzo de 2012

Josefina: bipartidismo y polarización


Adolfo Sánchez Rebolledo
La euforia panista tras la elección de Josefina se disipó al contacto con el aire. Todo comenzó cuando el presidente Calderón mostró a los consejeros de Banamex las imágenes de una encuesta pagada por el gobierno –supongo, pues no se habría atrevido a presentarla siendo del PAN–, donde la candidata aparecía muy cerca del valido de los medios, al que ya muchos dan por seguro ganador de la próxima contienda presidencial. El Presidente quería fijar en la mente de su privilegiado auditorio la idea de que en México la competencia al final se reduce siempre a dos aspirantes y no a tres como nos indica la terca realidad del pluralismo. Y es que, a final de cuentas, la propuesta panista ha sido siempre el bipartidismo.

No sé si en los años de formación, tan afines en ciertos gestos ideológicos al falangismo católico, el ejemplo estadunidense ocupaba el lugar de privilegio que luego asumió en la mentalidad del protopanismo nacional, pero la proximidad a la empresa made in Mexico bajo el paraguas del proteccionismo (invisible para el fisco con todo y sus líderes charros), más allá de veleidades democristianas, finalmente los llevó a girar en la órbita del anticomunismo de la guerra fría. El PAN se veía en México como la vanguardia de “la defensa de la civilización occidental cristiana”, el verdadero opositor a sus enemigos jurados: el marxismo, la intervención del Estado en la economía, la influencia “socialista” en la educación pública y, por supuesto, el laicismo que en México adquiere, por conocidas razones históricas, significados fundacionales (¿alguien se extraña de que la candidata Vázquez Mota elogiara a Pinochet?). La propuesta democrática del PAN no se reducía, pues, a la exigencia de libertades políticas y a la apertura de la competencia electoral, sino que hallaba en ese programa, asumido y asimilado por los grupos patronales, su verdadera razón de ser.

Y quería el bipartidismo para México. Para conseguirlo no eludió estrechar los lazos con el Partido Republicano (EU) y los centros de poder que ya comenzaban a dar señales de insatisfacción por los rendimientos decrecientes de los gobiernos del PRI, apurados por la emergencia de la crisis y el desgaste de la estabilidad, bien supremo para el éxito de los buenos negocios con el vecino del sur. Sería muy largo recordar aquí esa historia, pero hay muy buenos trabajos de investigación que arrojan luz sobre el periodo, como los de Carlos Arriola. Sin embargo, la irrupción del cardenismo en 1988 cambió el escenario e introdujo una variable que el ancien regimen no acaba de asimilar después de casi un cuarto de siglo: la emergencia de las izquierdas (1988) impulsando la transición democrática cuando en el mundo se derrumbaba el socialismo real y las alternativas se esfumaban en el gatopardismo, lo cual sin duda marcaría el curso de la política nacional en la décadas siguientes.

Frente a la amenaza representada por la izquierda, tanto en las filas oficiales como en el PAN se dio el gran viraje que los puso en sintonía. Los panistas formados en el antigobiernismo denunciaron que su programa más radical (privatizaciones, desmantelamiento del Estado) les había sido expropiado por el gobierno. En el PRI, en cambio, se registró –tan burocráticamente como fuera viable– el sacrificio del ideario popular de la extinta Revolución en aras de un proyecto de modernización pro empresarial, aderezado con fuertes políticas compensatorias (Solidaridad), cuyo desenlace sería el paulatino “acotamiento” del presidencialismo. El tándem PRI-PAN se proyectó como columna vertebral de la reforma deseable, excluyendo hasta donde fuera posible (incluso desde la Presidencia) a las opciones “minoritarias”. Jamás creyeron que la izquierda ganaría unas elecciones presidenciales, entre otras cosas porque el bipartidismo resultaba ser incompatible con la victoria de una fuerza capaz de enarbolar otro programa, alejado de la ortodoxia derivada del consenso de Washington.
Eso es lo que persiste bajo el intento de “polarizar” las elecciones entre el PRI y el PAN. Felipe Calderón quiso darle un empujoncito a su correligionaria sin mencionar a Andrés Manuel López Obrador, a quien se le castiga con el ninguneo, visto como versión incruenta de la guerra sucia de otros tiempos electorales. Pero la acción presidencial suscitó otra suerte de críticas y elogios entre los analistas y, claro, entre los partidos afectados: que si el Presidente tiene derecho a la libertad de expresión; que si viola la ley, que si… Lo cierto es que el Presidente sí intervino en la contienda electoral, lo cual, como ha probado en estas páginas Arnaldo Córdova, debe juzgarse con el texto constitucional en la mano y no, digamos, a partir de la experiencia estadunidense, donde el Ejecutivo hace campaña y recolecta dinero para su partido, que es el modelo que tienen en mente algunos influyentes comentaristas.

Las cosas, empero, no son tan sencillas. El ascenso de Josefina se ensombreció por los problemas en la elección de los candidatos, donde se reflejan las heridas dejadas por la elección interna y el cambio real operado en la mentalidad del panismo forjado en la alternancia. Nada queda de los viejos doctrinarios del panismo ideológico. La derecha se hizo pragmática y, por ello, la imagen de pureza virginal que pretende evocar la sonrisa ciudadana de Vázquez Mota parece un gesto burlón ante los acarreos, las promesas de pago en efectivo y despensas, registrados en video pero no sancionados que marcaron la competencia en Chihuahua, por lo menos. Pero la realidad del PAN (que no es propia de ese partido, justo es decirlo) se muestra sin afeites cuando se premia el oportunismo y se aniquila a los aspirantes con mayor peso y legitimidad, como Javier Corral. O se la juega en Nuevo León con el presidente municipal (puesto en la picota de la opinión pública), por no hablar de Guanajuato, cuyas candidaturas las ocupa el Yunque, o en Sinaloa, donde lanzaron al hijo del Maquío a la ruta fuera del partido.

Se extrañan los expertos de que Josefina ya no sonríe como antes y apuntan el remedio: una gran campaña publicitaria al final de la veda. La pregunta es obligada. ¿Es que nadie va a pedirle a los candidatos que aclaren sus compromisos ante el país? ¿Para qué son, entonces, las campañas? A lo mejor, para consolidar el bipartidismo no se precisa mayor precisión programática. Pobre país: con la imagen digital embellecida es suficiente. El desinterés por los debates, la superficialidad como virtud, indican, paradójicamente, que todo está listo para una elección “a la americana”, aunque aquí el contexto de violencia, miseria y desencanto nuble las mejores fantasías.

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