Una marcha de indignados hacia Wall Street
Ángel Luis Lara
Publicado: 21/09/2011 13:37 Ángel Luis Lara
Brooklyn. “El 17 de septiembre queremos ver 20 mil personas inundando el sur de Manhattan, montando tiendas de campaña, instalando cocinas, levantando pacíficas barricadas y ocupando Wall Street”. De esta guisa el colectivo canadiense de jammers culturales Adbusters lanzaba el pasado mes de julio un llamamiento a ocupar el polo simbólico fundamental del (des)orden capitalista. Ni más ni menos. Un mensaje que atravesó las redes sociales rápidamente y que se replicó por el hiperespacio a la velocidad de la indignación y del radical deseo de cambio que prolifera por el planeta.
Desde entonces, dos órdenes desiguales han ido vertebrando el flujo de comunicación y de emociones en torno al desafío: por un lado, Internet; por otro lado, el aterrizaje de la convocatoria en la ciudad de Nueva York con la configuración de una Asamblea General encargada de la logística de la movilización y la materialidad tangible de la misma. Ambos órdenes han convivido en paralelo desde realidades a años luz la una de la otra. Mientras el hiperespacio ha sido un amplificador interminable de la propuesta, con un impacto reseñable en las redes sociales más importantes y con una numerosa población flotante de internautas siguiendo su estela, el desarrollo de la Asamblea General ha generado una influencia verdaderamente escasa en la gran manzana. Si el reseñable movimiento en Internet ha construido un notable impacto virtual y ha tejido puentes con el 15M y los movimientos de cambio en el Mediterráneo, el aterrizaje material de la iniciativa en la ciudad de Nueva York se ha movido en lógicas y parámetros ciertamente alejados de las rupturas y de los elementos de innovación política que dichos movimientos han puesto sobre la mesa del siglo en curso.
El pasado sábado por fin fue 17 de septiembre. A lo largo del día, cerca de dos mil personas participaron del intento de ocupación de Wall Street y doscientas de ellas acamparon en el corazón del epicentro financiero del mundo. Con ellas parece que también han acampado los límites de la forma de la convocatoria y de su aterrizaje material en la gran manzana. Tanto cuantitativa como cualitativamente el balance de la jornada parece no responder al revuelo generado en Internet y a las expectativas que la convocatoria había despertado en medio mundo. Lo que sigue son algunas reflexiones y trazos de relato en torno a la experiencia, absolutamente parciales e incompletos, pero quizá útiles para comprender la suerte de la convocatoria y la evidente disimetría entre lo imaginado, lo esperado y lo ocurrido.
The Old Blade Runner
La convocatoria de Adbusters dio lugar a la celebración de un acto público en el corazón del distrito financiero neoyorquino el pasado 2 de agosto. Allí convergieron dos mundos y dos tiempos históricos. Por un lado, grupos tradicionales de izquierda, con una elevada media de edad, portadores de un nivel reseñable de desfase propositivo y de un léxico ciertamente antediluviano (proletarios-de-todos-los-países-uníos-!). Por otro lado, un grupo plural de gentes convocados por la acumulada solvencia creativa de Adbusters, al mismo tiempo que profundamente afectados por los multitudinarios movimientos democráticos desatados en el Mediterráneo, de la plaza de Tahrir de El Cairo a la Puerta del Sol de Madrid. Entre los dos mundos y los dos tiempos, unas escasas doscientas personas.
Desde lo cuantitativo, el primer capítulo de la convocatoria de Adbusters no parecía traducirse en una potencia capaz de afrontar el tamaño del desafío propuesto por el colectivo canadiense. Desde lo cualitativo, los significantes más marcianos y los delirios más disparatados tampoco auguraban nada bueno. Ante paisaje tan desolador hubo quien huyó sin dejar rastro, como algunos activistas de la guerrilla de los Yes Men, seguramente los más sensatos. Otros, sin embargo, permanecimos allí sujetos a una extraña inercia, tal vez explicable a partir del potente universo empático que la ola de revueltas mediterráneas ha inseminado en el presente. En medio del distrito financiero neoyorquino, entre la mirada curiosa de los turistas y la mofa abierta de los agentes de policía que custodiaban tamaña reunión de aparentes lunáticos, iniciamos una asamblea ante la disolución irremediable y progresiva del mundo del pleistoceno. Apenas cien personas y nada nuevo bajo el cielo. Un grupo cuya composición no difería notablemente de los perfiles encontrados en el viaje de Seattle a Génova en una vida anterior: estudiantes, activistas, profesores de universidad y maestros de escuela, hackers, skaters, videocreadores, trabajadores de oficina, homeless, antropólogos irredentos (incluido el afamado y díscolo David Graeber), bloggers, jammers, investigadores y becarios, músicos, guionistas de la Writers Guild of América y un simpático veterano de la guerra del Vietnam. En fin, quizá un cúmulo de capacidades y de destrezas susceptible de devenir sinergia capaz de dinamizar el proceso organizativo y comunicativo hasta la pretendida ocupación de Wall Street un mes y medio más tarde. También un océano de incertidumbre, de límites, de ambivalencia. Todo y nada, pero un todo quizá posible. Fundamentalmente, por el viento que la convocatoria comenzaba a levantar en Internet. También por la constante obsesión por la transparencia y por el devenir democrático del proceso que dejaban ver muchas de las intervenciones en la improvisada asamblea callejera. Definitivamente, por la determinación, implícita en gestos y discursos, de practicar una ruptura con las maneras tradicionales de la política y con el orden instituido, a izquierda y a derecha. Esa fue mi impresión entonces, animado por el espacio inaugurado por esa reunión, dotado de un carácter liso y ampliamente participable, imbuido de la determinación y el deseo contagioso de sus habitantes.
Sin embargo, esa tarde de agosto, sentado en el suelo del distrito financiero de Nueva York y rodeado de una representación disparatada de la fauna y flora del cognitariado de la gran manzana, recordé una sencuencia de Blade Runner en la que Batty le dice a Deckar: “Te necesito, tío. Necesito al viejo blade runner, necesito tu magia”. El problema era que si había algo que intuía no íbamos a necesitar en el viaje que recién comenzaba eran los replicantes. Tampoco los policías, aunque esos seguro iban a estar y no dependían de nosotros. Entonces, ni pensar en ellos. Mejor concentrarnos en los replicantes.
De lo liso a lo estriado
El aparente espacio liso abierto en las calles del distrito financiero el 2 de agosto, apelando abiertamente a la pluralidad y a las diferencias, pronto se fue estriando en su aterrizaje y en su continuidad organizativa, fundamentalmente porque el perfil activista enseguida fue adquiriendo centralidad y protagonismo entre la población de las asambleas. Ya se sabe que al activista le ocurre igual que a la ciencia sedentaria, que sólo es capaz de moverse en un campo de iteración o de recursión infinita de un esquema adquirido. El activista tout court, como el científico sedentario que tan bien describiera Jesús Ibáñez, se muestra generalmente incapaz de escapar a la reproducción de su archivo de lo ya inventado: en su relación con los procesos y los espacios sociales suele mostrarse como un verdadero replicante. A partir de esa premisa, muy pronto las asambleas se convirtieron, entre otras cosas, en espacios de agregación y de choque entre activistas. Un ecosistema propicio para la proliferación y la reproducción de los tics, las lógicas, las discusiones y los discursos propios del activismo más recalcitrante.
A ello seguramente contribuyeron decisiva y activamente los propios Adbusters y la iconografía con la que vistieron su llamamiento a ocupar Wall Street: la imagen central de la convocatoria mostraba una bailarina haciendo equilibrios sobre el Charging Bull, el enorme toro de bronce que preside el distrito financiero neoyorquino. Hasta ahí todo bien. El problema era que detrás de la inocente danzarina se veía una columna de activistas enmascarados cubiertos por una nube de gas lacrimógeno, en una clásica postal que recreaba los imaginarios tradicionales del enfrentamiento con la policía y del activismo más desatado. La cita de Raimundo Viejo que acompañaba el texto de la convocatoria probablemente tampoco ayudaba: “El movimiento antiglobalización fue el primer paso en el camino”, imponiéndole un origen y generándole unilateralmente una memoria a la iniciativa. De igual manera, el hecho de que el encabezamiento de los mensajes de los Adbusters circunscribiera declaradamente el campo de sus receptores, dirigiendo su llamamiento única y explícitamente a los “rebeldes, radicales y soñadores utópicos”, tampoco resultaba de ayuda. Por no hablar de la foto de un joven encapuchado subido a una marquesina con la que ilustraron uno de los mensajes de su masiva newsletter, insistiendo en un universo inconográfico y simbólico restringido y excluyente. Pura iteración, puros replicantes. Glups. El viejo Batty was back.
Tanto es así que, pese a la constante referencia al 15M madrileño y al deseo declarado de explorar la novedad, elementos que se explicitaban en no pocas intervenciones en las asambleas, el proceso material de organización en torno a la idea de ocupar Wall Street pronto se estrió en exceso, hasta devenir un espacio atrapado en gestos y discusiones que subrayaban su compromiso con lo ya vivido, en detrimento de un interés por los relevantes elementos de innovación creativa y de nueva política que el movimiento 15M ha puesto sobre la mesa. Ese compromiso con lo conocido del activismo clásico tout court se expresa sintéticamente en dos coordenadas que quizá resulten útiles para construir la imagen de la distancia entre lo activado hasta ahora en Nueva York y las lógicas más potentes que emanan de los mil y un relatos de lo experimentado durante los primeros pasos del movimiento en España.
La primera de esas coordenadas es una obsesión enfermiza por la identidad: las preguntas que orientaban y conducían de manera latente los primeras discusiones en las asambleas en Nueva York eran fundamentalmente qué somos y quiénes somos. De manera recurrente, esos interrogantes connotaban y orientaban los debates, en una tensión en la que algunos activistas apelaban constantemente a la necesidad de que el espacio conversacional y organizativo abierto en torno al proyecto de ocupar Wall Street se definiera (“¡¿Somos o no somos anticapitalistas?!”). Si uno tuviera que colocar esta coordenada en un mapa, seguro sería en el epicentro de las antípodas del 15M, un movimiento que ha inaugurado la posibilidad de una práctica política multitudinaria eminentemente post-identitaria, una especie de no ser en común que, lejos de uniformar y reducir las diferencias, convoca a las singularidades en cuanto tales y permite arrancar el ser de las garras de los significantes y las representaciones, hasta el punto de hacer del anonimato su clave de sentido más importante.
La segunda coordenada de la distancia entre lo activado hasta ahora en Nueva York y la racionalidad emanada del 15M se deriva de la primera. Cuando la creación de un espacio está condicionada por una pretensión constante a su delimitación, ese espacio se acaba definiendo inevitablemente a partir de la configuración de sus márgenes y de sus fronteras: nosotros y lo que está afuera o, en el argot del activismo clásico, el grotesco nosotros y la gente normal (“the regular people” o “the people out there”, tan escuchado en algunas intervenciones). Esa geografía de la composición y de la acción colectivas, anclada en el binomio adentro-afuera, vuelve a colocar a Nueva York en las antípodas de la Puerta del Sol: es posible que el 15M sólo resulte verdaderamente aprehensible desde la potencia incluyente que ha determinado su capacidad, a veces intermitente, para componer un nos-otros tan masivo y tan complejo que el único significante que se ha encontrado para nombrarlo es un estado de ánimo, común e ilimitado, en el que cada cual puede colocar y compartir sus razones particulares: indignados. Incluso durante el repliegue a la izquierda y a las trincheras de lo trillado por parte de las reducidas huestes estivales del movimiento 15M durante la faraónica visita de Benedicto XVI a Madrid, surgió una iniciativa de encuentro y reconocimiento mutuo con los peregrinos católicos que visitaban la ciudad: el hashtag #JMJ15M abrió en Twitter una conversación muy participada y dio lugar a una asamblea común en una plaza.
Las reseñadas coordenadas en el mapa de Nueva York no sólo explican la distancia que separa a la gran manzana de Madrid, sino que sirven para subrayar la potencia y la importancia de la racionalidad y de la lógica que muchas de las prácticas del 15M han puesto sobre la mesa de la política y de la sociedad. Al mismo tiempo, ambas coordenadas explican seguramente parte del escaso eco que la convocatoria para ocupar Wall Street ha encontrado entre los neoyorquinos, así como que muchos de los que nos sumamos a sus asambleas iniciales fuéramos perdiendo fuelle y presencia con el paso de las semanas.
Límites antropológicos: entre culturas, disposiciones psicológicas y estados de ánimo made in USA
Desde el comienzo de mi vivencia del proceso abierto en torno a la idea de ocupar Wall Street y dar el pistoletazo de salida a una esfera de acción política en la onda del 15M y de los movimientos en el Mediterráneo, ha habido dos elementos que me han llamado la atención sobremanera. El primero ha sido la notable presencia de españoles habitantes de la gran manzana en las asambleas, algunos instalados en la escucha y otros empeñados activamente en contribuir con toda la modestia del mundo a la apertura del proceso a parámetros no identitarios ni trillados, lamentablemente, con una escasa suerte en su propósito. El segundo elemento que me ha llamado la atención ha sido la existencia de un campo magnético permanente, del tipo de la cúpula que impedía la fuga de Logan en la película de Michael Anderson, que condicionaba las conversaciones y los modos de estar en las asambleas: un estado mental colectivo ciertamente inquietante que en numerosas ocasiones se movía entre el miedo y la paranoia. Desde el clásico rechazo del activista tout court a ser filmado y fotografiado, aunque esté participando de una reunión absolutamente pública en una concurrida plaza céntrica de Manhattan y formando parte de una corriente general de acción colectiva que prima la proliferación y la circulación de imágenes de sí a través de Internet, a la policía como vector perenne de sentido en el tejido de estrategias y planes en la actitud de algunos de los participantes en las asambleas (¡En esa plaza no, que los cerdos nos pueden rodear y detener a todos! o ¡Cuidado con lo que decimos porque seguro que estamos infiltrados por la policía!). Ese estado mental entre el miedo y la paranoia, tan generalizado en una parte significativa de la población estadounidense, tuvo durante las asambleas previas al 17 de septiembre manifestaciones ciertamente virulentas que se plasmaron en algún que otro comportamiento que no sólo lindaba con lo patológico, sino que condicionaba y lastraba constantemente el funcionamiento y la evolución de las conversaciones y de las discusiones en las asambleas, logrando determinarlas en no pocas ocasiones y sujetando el proceso a un estado de ánimo en el que, inevitablemente, primaban las pasiones tristes, lo que componía un campo magnético alejado de la alegría y de la ilusión, poco capacitado para la seducción y generador de una natural fuerza centrífuga que expulsaba a la gente más que atraerla.
Junto a este campo interno de gravedad, ha existido además un campo energético externo que puede aclararnos la evidente diferencia entre el impacto social del 15M en España y el escaso eco que la convocatoria Occupy WallStreet ha tenido entre los neoyorquinos. Para entender de qué estoy hablando me pondré insoportablemente aburrido e irremediablemente pesado, proponiendo brevemente un marco abstracto en el que situar nuestro punto de vista.
Ese marco propone una manera posible de pensar el presente que habitamos, entendiéndolo como el espacio-tiempo de la culminación neoliberal de un violentísimo proceso integral de reconfiguración de los poderes tal como los definió Michel Foucault: poder soberano (hoy ya no gobiernan los gobiernos, sino las instancias económicas transnacionales y las agencias de calificación tipo Moody’s: Democracy is dead), poder disciplinario (el viejo orden industrial y su regulación a través de la relación salarial tradicional se disuelven irremediablemente: Welcome Knowledge Capitalism) y poder biopolítico (la precariedad se constituye en forma de vida y condición universal por obra y gracia del secuestro financiero de la moneda: Bye Bye Welfare). Mundialización, sociedad postindustrial y capitalización de los derechos y las prestaciones sociales es una triada con la que resulta posible el abordaje del sentido de la coyuntura histórica presente. La tercera de las coordenadas de esa triada, la constitución biopolítica de un régimen generalizado de precariedad en el que los derechos sociales se capitalizan, al mismo tiempo que se impone su conversión definitiva en deuda colectiva (deuda pública) y en deuda e inversión individuales (créditos y seguros privados), es la que está provocado en países como España un estado general de shock en el que la gente asiste, entre la indignación y la incredulidad, al cambio radical de paradigma que significa el desmantelamiento del Welfare. Desde este punto de vista, es muy probable que el carácter multitudinario del 15M y su conexión con amplios sectores de la población haya encontrado su caldo de cultivo precisamente en los efectos anímicos y en los profundos malestareas generados por el carácter extremadamente virulento de dicho cambio de paradigma.
En Estados Unidos, sin embargo, las cosas son muy diferentes. Y, lo que es más importante, el llamamiento a ocupar Wall Street lanzado por los Adbusters ha encontrado un estado de ánimo y una predisposición entre los estadounidenses completamente divergente respecto a la de los españoles. Para los neoyorquinos, como para el resto de sus compatriotas, los efectos de la intensificación de la ofensiva neoliberal no constituyen shock ni cambio radical de condición alguna: hace más de treinta años que el Welfare es historia en el país de las barras y las estrellas, más de tres décadas de intervención y de reconfiguración biopolítica a través de un proceso de capitalización absoluta de los derechos y de las prestaciones sociales ya culminado hace tiempo. Desde este punto de vista, el estado de ánimo generalizado en Estados Unidos tiene más que ver con la abulia y con la apatía que con la indignación: la aguda desafección de Bartleby, el enigmático copista de Wall Street creado por Melville, constituye la piel de gran parte de la población estadounidense. Al parecer, la otra parte ha optado decididamente por inmolarse junto al Tea Party. Dios. Que el Reverendo Billy y la Iglesia del Earthalujah nos pille confesados. Sin embargo, ¿significa eso que no hay nada qué hacer y que ya todo está perdido? Seguramente no. Tal vez quiera decir que un llamamiento a los “rebeldes, radicales y soñadores utópicos” de Estados Unidos para ocupar ni más ni menos que Wall Street, quizá no haya sido la mejor manera de conectar con el estado de ánimo generalizado ni de comenzar a andar el camino. De la abulia a la indignación no sólo hay un océano, también hay un mundo.
Izquierda y lógica patrimonialista: ¿y tú de quién eres?
Las cifras de participación en la movilización en Wall Street el sábado contrastan con la cantidad de gente que el pasado 12 de mayo se movilizó en el distrito financiero neoyorquino contra la política municipal de recortes sociales del alcalde Bloomberg y contra el secuestro de la política por Wall Street: entonces se manifestaron más de veintemil neoyorquinos y neoyorquinas provenientes de prácticamente todos los rincones de la ciudad, mientras que Occupy WallStreet apenas ha conseguido juntar a unos cuantos cientos de personas. Pero, todavía más importante, la cualidad de la gente que ha movilizado la convocatoria de Adbusters también es diametralmente diferente a la diversidad y al carácter multitudinario de la manifestación del pasado mes de mayo. Si entonces una marea multiétnica, compuesta por personas de todas las edades, entre familias de renta baja, migrantes, estudiantes de secundaria y de universidad, profesores, sindicalistas, abogados, trabajadores sociales y activistas de organizaciones comunitarias tomó las calles del distrito funanciero, el perfil de los que nos movilizamos en Wall Street el sábado pasado se resume básicamente en la proposición jóvenes-universitarios-blancos. Si a eso le añadimos que una parte significativa de esos jóvenes ha llegado desde otros puntos de Estados Unidos, entederemos que el impacto de la iniciativa lanzada por los Adbusters ha sido prácticamente nulo en la ciudad de Nueva York.
Pero, ¿dónde están las más de veintemil personas que se movilizaron el pasado mes de mayo? ¿Por qué han decidido no participar en Occupy WallStreet? Es probable que muchos de ellos y de ellas ni siquiera se hayan enterado de la iniciativa. Lo que es seguro es que las organizaciones, los tejidos sociales y los espacios comunitarios que construyeron la movilización del pasado mes de mayo no han querido saber nada de la convocatoria. La desconfianza ha sido la actitud predominante entre las instituciones de la izquierda y del espectro progresista de la ciudad, también entre sus gentes. Es cierto que el colectivo que ha gestionado durante un mes y medio el aterrizaje de la convocatoria de Adbusters en la ciudad no ha tenido la capacidad de articular una estrategia sólida de socialización de la iniciativa entre las redes, las asociaciones y los diferentes movimientos de la ciudad. Tampoco ha sido capaz de expandir la comunicación hacia los barrios. También es cierto, sin embargo, que los contados intentos que se han emprendido han chocado contra un muro de desinterés y de desconfianza.
Hace unas semanas me tocó presenciar una conversación en la que una persona de la Asamblea General de OccupyWallStreet le exponía a una activista de la red Make The Road el sentido de la iniciativa en el distrito financiero. La respuesta de la receptora del mensaje fue sencilla: “¿Quiénes sois, de dónde salís, cómo os llamáis?”. La compañera de la asamblea, con una actitud muy agradable y con gran capacidad discursiva, le habló una y otra vez del anonimato, de la necesidad de establecer puentes de método y forma con los movimientos en el Mediterráneo, del deseo de abrir un espacio ciudadano en el que no hubiera siglas, ni signos, ni referentes de lo instituido, así como un etcétera hilado y coherente que no hizo más que despertar todavía mayor desconfianza en la oyente. Esa dinámica se replicó en otros encuentros con sectores y colectivos del espectro progresista y comunitario de la ciudad. Hay en la izquierda neoyorquina y en los movimientos ciudadanos locales una cultura política marcadamente patrimonialista, adherida a una especie de foto fija de organizaciones que determina que todo aquello que no salga en esa foto o no posea referencia formal o patrimonio alguno, sea objeto de una desconfianza y de un desinterés extremo. También hay una fragmentación particularmente intensa y un posicionamiento que en muchas ocasiones prima lo ideológico y se enroca en procedimientos y discursos cliché, más allá de su utilidad o su sentido. Como muestra un botón: el pasado sábado, coincidiendo con el desarrollo de la iniciativa OccupyWallStreet en el distrito finaciero neoyorquino, la coalición ANSWER, referente en Estados Unidos de la lucha contra la guerra desde hace años, celebraba una conferencia en Harlem sobre la necesidad de construir y defender el socialismo (“Socialism: Building the Movement We Need For the Society We Deserve!” -nótese el marcial signo de exclamación-). No comment.
Habrá quien diga, con toda la razón del mundo, que mi descripción de la izquierda de Nueva York no difiere notablemente del retrato posible del conjunto de las izquierdas planetarias, incluidas por supuesto las de la Península ibérica. Esa es una de las razones más evidentes del sentido urgente del 15M, así como de la creativa ruptura cultural y política que éste ha puesto sobre la mesa. Sin embargo, que la convocatoria para ocupar Wall Street no haya tenido la capacidad de conectar ni con el estado de ánimo generalizado entre la población flotante que habita la gran manzana, ni con las redes sociales terrestres que componen el universo comunitario y de disenso de la ciudad, coloca la convocatoria de Adbusters en una marcada situación de aislamiento, con una suerte verdaderamente incierta. Parte de ese aislamiento, además, se deriva del desinterés evidente de los convocantes y organizadores de la iniciativa por permear elementos vitales de la vida de la ciudad, como por ejemplo la esfera lingüística: en la profunda y tupida Babel de Nueva York la comunicación de la convocatoria únicamente se ha desarrollado en inglés. En este sentido, más que hablarnos de una apertura, Occupy WallStreet tal vez nos esté hablando de un cierre. Un verdadero sinónimo de Half Nelson. Bloqueo total. S.O.S. Sólo nos salva un milagro.
El día D a la hora H o Martín Romaña en Wall Street
La experiencia de movilización del sábado pasado condensó notablemente algunos de los elementos problemáticos señalados en páginas anteriores. Nada nuevo bajo el cielo: presencia mayoritaria de activistas sujetos a un universo estético y de enunciación típicamente altermundialista e izquierdista, algunos de ellos llegados desde diferentes partes de Estados Unidos, incluidas varias localizaciones ciertamente remotas. Una especie de resurrección, incluida la de la mítica Roseanne Barr, que arengó a las masas megáfono en mano para emoción de los que allí estábamos congregados.
La Wikipedia, dotada de esa certera capacidad definitoria que suele caracterizar a la inteligencia colectiva, cuenta ya con una entrada sobre Occupy Wall Street: “(…) typically of anti-capitalist and radical leftist persuasions, including the NYC General Assembly and U.S. Day of Rage. (…) Socialist, anti-capitalists (…) Organizers hoped to bring between 20,000-90,000 protesters to Wall Street, but only several hundred people have joined the demonstration so far”. Me gustaría poder decir lo contrario, pero la Wikipedia no miente. Lo que sí es cierto es que no dice que además de la composición que describe, había otras cosas: por ejemplo, un montón de jóvenes universitarios sin adscripción ni experiencia política previa que dieron vida a un interesante cúmulo de pequeñas asambleas simultáneas en la plaza de Zuccotti. Ese momento asambleario levantó aire fresco y pobló la movilización de gentes nuevas. Nos regaló un motivo para la esperanza, pero tal vez su efecto tuvo un carácter demasiado efímero. Lamentablemente, me temo que la asamblea general celebrada a las siete de la tarde volvió a recomponer los universos descritos por la Wikipedia. Mi experiencia en dicho foro se resume en tres intentos fallidos de participación. Veamos:
Intento 1. Charlo a unos metros de la asamblea con algunos amigos españoles con los que he compartido la travesía hasta el 17 de septiembre. Se acerca el amigo italiano que nos visita estos días y que no entiende ni papa de inglés. Viene alterado y asustado. “Todo es muy raro, parece que están rezando”, nos dice. Nos dirigimos a la asamblea. Efectivamente, todos los presentes al unísono parecen estar rezando una plegaria a voz en grito. Pero no, no es eso. Respiramos. Resulta que como no hay megafonía amplifican las intervenciones en la asamblea con el siguiente método: uno habla y el resto repite a grito pelado sus palabras, para que así el eco se distribuya por la plaza y todos puedan oírlas. Tras unos minutos de intento de comprensión de lo que se habla y completamente abrumado por semejante griterío, desisto por completo. Definitivamente, la metodología de amplificación usada no ayuda a la conversación y al debate. Demasiado ruido.
Intento 2. Vuelvo a la carga unos veinte minutos después. Un joven con un pañuelo negro al cuello está interviniendo, mientras la asamblea entera amplifica sus palabras. El chico está indignado, completamemte fuera de sí. Resulta que la policía ha retenido a un amigo suyo en la calle Broadway. El motivo: iba encapuchado. Tras sugerirnos que nos movilicemos inmediatamente y que liberemos a su amigo, el joven inicia una defensa enconada de la pertinencia de vestir capuchas y de taparse el rostro, reivindicando el derecho a ir encapuchados por la calle. Una parte significativa de la asamblea rompe en aplausos y vítores. Me retiro de nuevo completamente abrumado.
Intento 3. Nuevo amago de inmersión en la asamblea. Esta vez un señor mayor está en el uso de la palabra. Su edad y el hecho de que hable usando un megáfono, lo que nos libera del coro ensordecedor, son buenas noticias. Me animo. Me paro a escuchar al tipo. Un momento… Sí, he oído bien: “Estados Unidos es una máquina represora y criminal. Hay cientos de luchadores y presos políticos pudriendose en sus cárceles y nadie hace nada. El primer punto en nuestra agenda debería ser la libertad de todos los presos políticos, pero no aquí, en el mundo entero”. De nuevo, una parte significativa de los congregados rompe en aplausos. Me estremezco. Máximo respeto para gran parte de la población penitenciaria del mundo. Sin embargo, convendremos en que ni la temática ni la forma de su formulación por parte del anciano del megáfono resultan de gran ayuda. Yo pensaba que habíamos ido a Wall Street a hablar y a hacer otras cosas. Estoy cansado. Son las tantas. Tengo un largo camino hasta Brooklyn.
Antes de marcharme a casa, sin embargo, compruebo que los activistas de la guerrilla Yes Men que huyeron el 2 de agosto han vuelto y están entre nosotros. La noticia me alegra y me vuelve a regalar cierto ánimo. Además, comparto mi temor a que la policía pueda intervenir y desalojar a la gente que va a acampar en la plaza. La explicación que me dan los compañeros encargados de la logística y de la negociación con las autoridades me quita el temor, pero me instala en un reseñable estado de conmoción y de zozobra. Me dicen que el desalojo es imposible, ya que la policía no está autorizada a intervenir en esa plaza. “¿Por qué?”, pregunto yo. “Sencillo”, me dicen ellos, “la plaza es propiedad privada y pertenece a una corporación. No es raro, hay varias calles y plazas de la ciudad que hace años que fueron privatizadas. Sin la autorización del propietario, la policía no puede intervenir”. Viaje al futuro. Nunca dejará de sorprenderme la violencia con la que la comodificación de la ciudad viste la gran manzana. Es el porvenir que nos espera por todas partes si no lo remediamos. Por otra parte, la potencia de lo suscitado por la convocatoria de Adbusters aparece como ínfima al lado de la complejidad del escenario que habitamos. Estados Unidos es un futuro anterior, una enorme anticipación de lo que se nos viene encima si no nos fugamos del escenario presente. Lástima que lo que hasta ahora hemos sido capaces de desplegar en Occupy WallStreet no sea más que un pasado anterior. De nuevo recuerdo a Jesús Ibáñez: para enfrentar y cambiar un sistema es necesario manejar una complejidad y una lógica superiores a la del sistema que se enfrenta y que se pretende cambiar. Me temo que en la plaza Zuccotti estamos jodidos. Al menos de momento.
Epílogo: Twitter Hype Horror Picture
Mientras escribo no dejo de recibir tweets sobre la acampada en el corazón del distrito financiero de Nueva York. Uno de ellos me llama la atención por encima de los demás: “Indignados of Spain reach Paris as Wall Street is occupied! This is a global revolt against neo-liberal oligarchs. http://fb. me/LlNHRsWz”. Hay un evidente desfase entre el mensaje y el estado de cosas real. ¿Wall Street está ocupada? ¿En sus calles se recrea una revuelta global contra la oligarquía neoliberal? Me temo que las cosas son un pelín más complejas.
Ese desfase entre la producción virtual de realidad y la materialidad de los procesos y las situaciones reales va camino de convertirse en un dato permanente y repetido dentro del escenario abierto por el 15M y por los movimientos en el Mediterráneo. Tengo la sensación de que hay una especie de constante sobredeterminación de las pasiones que puede convertirse en un verdadero problema. Una euforia desmedida, por ejemplo, que tal vez esté generalizando una peligrosa atracción por el evento permanente en detrimento del proceso, a la par que instaura en mucha gente un estado de ánimo que puede estar abriendo una peligrosa brecha entre los deseos y las realidades. También veo picos de angustia o de miedo, sobredimensionados y socializados masivamente a través de Internet, que contribuyen a desenfocar el punto de mira y a concentrar la atención en sucesos o lógicas que probablemente no sean las que posean mayor potencia: mientras Twitter se convierte en una autopista hiperpoblada de mensajes pasionales por el enésimo desalojo de los acampados en París, pasa prácticamente desapercibido para la red que profesores, padres, madres y estudiantes se han encerrado en un instituto de secundaria de Carabanchel.
Mientras sigo escribiendo, un nuevo mensaje llega a la lista de correo de la Asamblea General de Occupy WallStreet:“Comrades, The situation on at Liberty square is obviously somewhat precarious, however it's a something of a relief to report that things have never looked better in cyberspace!”. Genial. Recuerdo un chiste que me contaron en Moscú hace veinte años, en plena caida del régimen soviético: la cúpula del Politburó del Partido Comunista va en un tren y éste se detiene de manera inesperada. Aparece uno de los maquinistas y les dice a los jerifaltes soviéticos que el tren se ha averiado y que no hay manera de arreglarlo. Los dirigentes comunistas se miran un instante y luego, de manera mecánica, corren la cortina de la ventanilla y comienzan a agitarse simulando que el tren está en marcha, mientras uno de ellos imita el sonido de la locomotora. “Problema arreglado”, dice el camarada presidente. Pierre Lévy cuenta que lo virtual no es lo opuesto a la realidad, sino que es una realidad que necesita actualizarse para devenir real. Esa distancia entre lo virtual y lo real puede convertirse en un agujero y es siempre un problema peliagudo. En cierta medida, remite a un ejercicio colectivo de irresponsabilidad que tal vez deberíamos tratar de gobernar con cierta urgencia o, cuando menos, explicitarlo y conversarlo. Sobre todo cuando, a diferencia del chiste soviético, gracias a Internet ya no necesitamos ni el tren.
Hace unos mil años Public Enemy cantaba: “Don’t believe the Hype”. En cierta medida, estamos ante el peligro de recrear en el bucle telemático la lógica del Hype: “un producto mediático, que ha tenido una sobrecobertura o una excesiva publicidad, obteniendo de esta manera una popularidad altísima independientemente de su calidad” (Wikipedia). El Hype, como la euforia del continente sin contenido, casi siempre deviene en decepción. Seguramente conviene que nos rebelemos a su lógica y constituyamos una lógica completamente diferente para la comunicación.
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