Luis Linares Zapata
Los entretelones que se abren durante el proceso selectivo de candidatos presidenciales descubren el lado atractivo, casi irresistible, del oficialismo. Los apoyos hacia aquellos grupos y personas que ocupan las cumbres decisorias en busca de su continuidad se multiplican a medida que avanzan los tiempos definitorios. No es aventurado afirmar que su número agrupa a casi la totalidad de los actores del espectro difusivo del país. Los medios de comunicación se transforman en verdaderos enjambres de aspirantes a ser vistos, leídos y escuchados por aquellos movilizadores de recursos y favores en gran escala. Bien saben estos buscadores de fortuna y prestigio que tales recursos están disponibles para los más atrevidos. También saben, por experiencias y méritos en campaña, que la mayoría de las simpatías de los patrones y aspirantes a candidatos son relativamente fáciles de concitar. Algunas otras prebendas, por su calidad o cuantía, exigen de los apoyadores una subordinación rayana en la abyección. Pero la mayoría de esas dádivas, sociedades, arreglos, creación de estrellatos o favores se tornan alcanzables y, sobre todo, deseadas.
La intensidad de las acciones de apoyo, observable a simple vista o lectura, irá en aumento conforme se acerca el día de la votación (2012). En ese crucial momento la cargada quedará a la intemperie y se podrá identificar con todo detalle, tanto por nombre propio como por la orientación partidista o ideológica adoptada. Mientras esto llega, los encuadramientos se suceden a paso veloz. Medios completos adoptan posturas bien aceitadas desde lo alto. Pero, sin duda, la mayoría se coloca tras el lustre y las facilidades de la corriente continuista en cualquiera de sus dos versiones actuales: la panista, ahora harto menguada pero que, a pesar de ello, hace sentir el peso de la autoridad y sus muchos mecanismos instalados, y, la otra, priísta, que lleva buena parte del camino ya bien avanzada. La estrategia de los grupos superiores de presión ha sido bastante efectiva en sumar adhesiones para esta última versión, que aspira a prolongar el modelo vigente, donde encuentran sus masivos privilegios.
Desde casi los albores del presente sexenio empezó a funcionar el propósito de recambio del PAN por lo que se ha llamado el nuevo PRI. El PAN exhibió la cortedad de sus capacidades y, en particular, el señor Calderón mostró a los cuatro vientos la fragilidad que le acarreó su ilegítimo origen. No sólo abandonó los postulados y los reclamos del pasado panista, sino perdió el rumbo de la misma transición democrática, ya bien nublado por su antecesor (Fox). En realidad, la administración del señor Calderón ha sido una copia, muy deteriorada, del autoritarismo corrupto del priísmo en su versión decadente. Se ha conformado con seguir las pautas de un modelo que, no sólo en México, sino en todo el mundo, muestra las terribles huellas de la concentración desmedida de la riqueza producida, raquíticos crecimientos económicos, cerrazón de oportunidades, perdida de la seguridad y escasas o nulas esperanzas para las mayorías. Al apego a ese modelo en profunda crisis, el señor Calderón le sumó la ineficiencia derivada del cuatismo. Sigue confiando, empero, y en un afán dislocado, en el peso del Ejecutivo federal para inclinar la balanza en favor de sus propias pulsiones y miedos e imponer al sucesor por él escogido. Es por ello que, con toda la hipocresía que estos desplantes requieren, condena, desde su nula altura moral, la compra de tiempos y voluntades mediáticas en favor de los candidatos que no sean de su agrado (todos los demás).
Las consignas usadas hasta el cansancio por los apoyadores de la continuidad son hasta pueriles, por no decir tontas. Al abanderado priísta (Peña Nieto) le predican su inmensa ventaja en el fervor popular (encuestado). A su rival (Beltrones), aun cuando demuestra mayor capacidad de gobierno, lo descartan por su desventaja en popularidad. Lo acusan de maniobras indebidas para negociar una rendición que busca algún escalón burocrático futuro. Nunca cuestionan la manera –por ser parte involucrada hasta la saciedad en la larga e intensa promoción de su imagen– de cómo el ahora ex gobernador mexiquense se hizo de tales simpatías a pesar de sus nulos méritos adicionales. A la panista (Josefina) la consienten, pero le suponen las vulnerabilidades propias y heredadas de sus jefes (Fox y Calderón) En su versión más suave y comprensiva le añaden independencia de Los Pinos. Al indiscutible predilecto de esa casona (Cordero) le aducen falta de atractivo y que lo afectará la recesión económica en puerta.
Las baterías más pesadas e intensas se dirigen, sin embargo, hacia los prospectos de la izquierda. Ahí encuentran algo de confort al insistir en la inocencia del perredista cómodo, modernizante y moderado (Marcelo). Los ataques sin cuartel se enderezan sobre el rijoso y repetitivo que tanto les preocupa (AMLO) porque será, según tal versión interesada, incapaz de cumplir su compromiso de apegarse a una encuesta de preferencias. Otros críticos, más enjundiosos aun en su militancia tras el oficialismo y empujados también por propios rencores inocultables, lo declaran derrotado de antemano: tiene muchos puntos negativos, afirman para sostener su alegato. Lo cierto es que en esta disputa por el poder se opondrán dos proyectos: uno de cambio real, y otro, el del oficialismo, que va en pos de la continuidad. Y este enfrentamiento tendrá sólo dos actores. Sólo uno de ellos da sólidas garantías de transformar las actuales condiciones del país. Y, en el otro lado del espectro, el de la continuidad. Cualquiera de los nominados pondrá sus mejores esfuerzos por garantizarla, aun a costa del bienestar del pueblo.
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