Jorge Carrillo Olea
13 de agosto de 2011 · Comentarios desactivados
Edicion Mexico, Política Confirmatorios de la criminal decisión de Estado que condujo al aplastamiento de la pacífica marcha estudiantil del 10 de junio de 1971 en la Ciudad de México –pero sobre todo del conocimiento que el presidente Luis Echeverría tenía acerca de la existencia de los Halcones– son los datos que se revelan en el libro México en riesgo. Una visión personal sobre el Estado a la defensiva. Su autor, Jorge Carrillo Olea, fue jefe de la Sección Segunda del Estado Mayor Presidencial entre 1970 y 1976, desde la que atestiguó las decisiones políticas, militares y paramilitares que llevaron a consumar la matanza. Con la autorización de la editorial Grijalbo se reproducen aquí partes sustanciales del libro, que empezará a circular en los próximos días.
El dramático acontecimiento del 10 de junio de 1971 se manejó por canales irregulares de información y de toma de decisiones. A decir verdad, para mí lo que pasó aquel día fue enteramente oscuro. Por supuesto, en los sucesos participaron
–aunque de muy distintas maneras– el presidente Luis Echeverría; el regente de la Ciudad de México, Alfonso Martínez Domínguez, y el entonces coronel Manuel Díaz Escobar. Este último era el jefe del grupo Halcones, cuyos integrantes habían sido organizados y adiestrados (algunos incluso en Japón) con la autorización del presidente Díaz Ordaz, a propuesta del general Gutiérrez Oropeza, con el aparente objetivo de convertirlos en elementos de seguridad del Metro, que en ese tiempo empezaba a operar.
La circunstancia inmediata que precedió al halconazo fue un reclamo de estudiantes de la Universidad Autónoma de Nuevo León, quienes exigían paridad de representación hacia profesores y alumnos en el proyecto de ley orgánica de esa institución. En tal contexto, estudiantes de la Ciudad de México salieron a las calles en su apoyo. Los actos se multiplicaron durante semanas hasta que los estudiantes del Instituto Politécnico Nacional convocaron a una marcha mayor desde el Casco de Santo Tomás hacia el Zócalo. Aunque era inofensiva, la movilización debió haberse disuadido desde antes. Aquellos eran tiempos de cero tolerancia, aunque esta expresión aún no se utilizaba. Los hechos ocurridos en las calles son de todos conocidos.
Alguna vez, en un viaje en autobús de Palacio Nacional a Los Pinos, escuché que el subsecretario Gutiérrez Barrios aseguró con firmeza: “No podemos dejar que nos tomen las calles”. Lenguaje nuevo para mí, extraño pero inquietante.
Aquel 10 de junio en el Estado Mayor todo estaba en calma. En la residencia oficial, el presidente Echeverría sostendría una reunión de trabajo con el titular de Recursos Hidráulicos, Leandro Rovirosa Wade, y con distintos funcionarios de esa secretaría. No tenía conocimiento de más actividades o de la presencia de alguna otra persona ajena en Los Pinos.
Poco después de la comida establecí contacto con el teniente coronel Enrique Salgado Cordero (compañero en el Colegio Militar y en la Escuela Superior de Guerra) en la policía capitalina y le pedí que me notificara sobre la movilización estudiantil que se había anunciado. Yo tenía varios informantes: la SDN y los míos propios. Es regla de la búsqueda de información acudir a más de un medio. Mis reportes servían para corroborar los que comunicaba el general Gutiérrez Santos, director de Policía y Tránsito del Distrito Federal.
La afluencia de jóvenes se inició aproximadamente a las tres de la tarde; la marcha comenzó unas horas después y transcurrió como estaba programada. Se organizaron en las inmediaciones de la calle de Carpio y se dirigieron hacia San Cosme. Al iniciar su entrada en esa avenida los encontró un alto funcionario de la policía de la ciudad, quien con gran formalidad y respeto los conminó a abandonar su propósito, pero la recomendación fue rechazada.
En ese momento me anunciaron un dato que yo ignoraba: en la Alameda de Santa María, a escasas 10 calles del cine Cosmos, principal referencia de la marcha, se encontraban cinco autobuses con personas adentro. Los vehículos carecían de identificación. Lo anterior, que pasó inadvertido en el proyecto de operación de la policía, se lo informó con enojo el general Gutiérrez Santos al general Castañeda.
Cuando los estudiantes se negaron a atender la sugerencia de que desistieran de la marcha, los autobuses se desplazaron hacia el Circuito Interior y al llegar al cruce con San Cosme descendieron de ellos grupos de jóvenes de estatura mayor a la media y de características atléticas. Portaban una suerte de larga estaca.
Me apresuré a comunicarle lo que sucedía al general Castañeda, pero cuando llegué a su despacho me dijeron que había bajado a la residencia. Supuse que estaba con el presidente para informarle lo mismo y fui a buscarlo. Al llegar a unos metros de la entrada peatonal encontré al general ya de regreso con la expresión alterada. No pregunté nada. Espontáneamente me dijo: “Véngase, Jorge, hay problemas, adelántese y cíteme a Salvador, a Fuentes y a Alvarado”, se refería al comandante del Cuerpo de Guardias Presidenciales y a los jefes de las secciones tercera y cuarta, los responsables de operaciones y logística.
Dado que el cuartel general del Cuerpo de Guardias Presidenciales está a escasos metros de Los Pinos, el general Salvador Revueltas Olvera llegó de inmediato. Los jefes de las secciones se presentaron casi al mismo tiempo. Castañeda hizo una referencia a los hechos violentos que estaban ocurriendo y ordenó tajantemente al general Revueltas –un hombre muy impulsivo– que previniera al primer batallón y al de asalto, pero que no fuera a hacer nada sin una autorización expresa, asimismo pidió a los jefes de las secciones que mantuvieran en alerta a su personal.
Al regresar a mi oficina me notificaron los detalles de los hechos violentos y sus sangrientas consecuencias. Envié más informantes a la zona, el recorrido era cuestión de minutos. Más avezados que otros, dieron cuenta de ambulancias y una buena cantidad de lesionados que llevaron a la Cruz Verde. Dada la cercanía con San Cosme, a la mayoría de los heridos los trasladaron al hospital Rubén Leñero, a otros los condujeron a la Cruz Roja, en avenida Ejército Nacional. El número de heridos y de lesionados, todos civiles, fue estimado en varias decenas; por la dispersión de los hospitales a los que fueron remitidos y por los que evacuaron sus compañeros no se obtuvo una suma total.
En la parte inferior de Los Pinos continuaba la reunión del presidente con los funcionarios de la Secretaría de Recursos Hidráulicos. El general Castañeda bajaba de vez en vez para informar al mandatario. La reunión finalizó aproximadamente a las siete de la noche, y a la misma hora terminó el sangriento encuentro frente al cine Cosmos. Posteriormente, contrario a lo que era de esperarse, el presidente no tuvo ninguna actividad que requiriera la presencia de otras personas; debe haber hecho múltiples llamadas telefónicas pero no tuve conocimiento de ellas.
Varios días después me llamaron al despacho del general Castañeda. Ahí se encontraba el coronel Manuel Díaz Escobar en un estado de ánimo muy exaltado. El general me preguntó: “¿Tiene usted idea de dónde Escobar pudiera esconder a entre 800 y mil hombres?”. Me quedé pasmado, pensé que estaba bromeando. Pero poco a poco me di cuenta de que Castañeda estaba tirando de la lengua a Díaz Escobar. El coronel empezó a elucubrar con ideas absurdas, al grado de proponer los talleres del Metro como escondite de los Halcones, o que se impidiera el acceso a la Cuchilla del Tesoro, un predio al norte del aeropuerto que ocupaban sus Halcones en instalaciones ligeras. Del mismo modo propuso apartar algunos hangares del aeropuerto, tomar la Sala de Armas de la Magdalena Mixhuca o el Palacio de los Deportes.
Díaz Escobar se retiró después de pedir con nerviosismo el auxilio del Estado Mayor. Enseguida el general me ordenó presentarle un informe oficial detallado de lo que había sido testigo en esa reunión. Según me enteré más tarde, la solución final consistió en liquidarlos económicamente a gran velocidad: se les ofreció una buena cantidad de dinero y se fijó como requisito que abandonaran la ciudad de inmediato. El proceso se llevó a cabo durante los siguientes días y estuvo a cargo del DDF, instancia de la que dependían los Halcones.
Este acontecimiento tuvo el carácter trágico de toda manifestación pública que es objeto de un violento acto represivo. La noticia se difundió con rapidez en los medios internacionales y lógicamente la represión se vinculó con la matanza de Tlatelolco. Fue inevitable el efecto adverso que tuvo sobre los ingentes esfuerzos del presidente por recomponer la herencia que había recibido del gobierno anterior. Para el sexenio de Luis Echeverría, el 10 de junio de 1971 resultó el sello correlativo del 2 de octubre de 1968. De forma paradójica, tal marca de fuego la provocó un órgano creado por el mismo gobierno.
A fin de cuentas, la administración de Echeverría no se entendería sin algunos de sus logros más importantes, como la Zona Económica Exclusiva de mar —equivalente a casi 3 millones de kilómetros cuadrados—, el Infonavit y tantos otros. Sin embargo, el halconazo, que ocurrió a tan sólo seis meses de haberse iniciado su mandato, es por lo que se le recordará históricamente. Como gusta decirse ahora, se trató de un acoso por fuego amigo.
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