Rolando Cordera Campos
El informe del Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social sobre el nivel y la evolución de la pobreza en México,ofrece, de nuevo, la oportunidad de hacer una reflexión cuidadosa sobre el verdadero estado de la nación. Sin los alcances teóricos o interpretativos que en su momento tuvo la investigación sobre las necesidades esenciales en México (Siglo XXI, 1978), realizada para Coplamar por un destacado equipo de investigadores encabezados por el finado Arturo Cantú, porque no es su cometido, la presentación del Coneval es contundente y si no exhaustiva sí consistente con su mandato de ley y con lo que la situación social y política del país reclaman (véanse las espléndidas notas de La Jornada de ayer sobre el tema).
No puede sino lamentarse que desde el PRI, algunos de cuyos miembros fueron protagonistas relevantes en la factura de la Ley General de Desarrollo Social que dio origen al Coneval, se haya lanzado un exabrupto descalificador del informe y del propio consejo, al hablar sin sustento alguno de un “maquillaje” de cifras que edulcoraría la grave situación que hoy guarda la República en cuanto a su existencia colectiva. Sin embargo, la improvisada alharaca radiofónica de un diputado priísta el viernes pasado cayó por su propio y leve peso cuando para demostrar el “maquillaje” hizo uso de las cifras sobre pobreza alimentaria ¡contenidas en el referido informe!
Este desplante, en todo caso, debería dar lugar y pronto a una discusión de fondo en el Congreso y la academia sobre la eficacia de los programas que supuesta o realmente permitieron “contener” el avance de la pobreza extrema, así como sobre la pertinencia y alcances de los enfoques y conceptos usados para diseñar, aplicar y evaluar la política social. Esta última, por lo demás, como el documento consigna, no pudo evitar que la pobreza de ingresos, en especial la llamada alimentaria, aumentara, arrastrando el impacto de la crisis alimentaria de 2008 hasta el más agudo de la gran recesión que nos pegó desde finales de ese año y el siguiente.
La imagen resultante de la información ofrecida por el consejo es la de un país con más pobres que hace tres años y una sociedad que, en sus grandes números, vive diferentes, casi siempre agudos, grados de desprotección en sus derechos sociales fundamentales. Asimismo, los números del Coneval señalan que una mayoría de los mexicanos no dispone de suficientes capacidades individuales o familiares para satisfacer, con su ingreso, unas necesidades que por mandato constitucional y legal deberían ser cubiertas por el Estado.
Aquella actualización de “Bartola” hecha en mala hora por el secretario de Hacienda pasa así a mejor vida, como lo harán pronto los despropósitos pueriles sobre el país de clases medias e ingresos semialtos que le dieron a sus autores la celebridad instantánea de Andy Warhol. Precisamente porque somos eso y más, porque tenemos una economía grande, es que resultan inadmisibles e injustificables el nivel de pobreza y la cuota de desigualdad que nos marcan.
No es cuestión de vasos medios llenos o vacíos, mucho menos de regodearse en la pobreza inconmovible y secular que nos ahoga. Lo que está sobre la mesa es un reconocimiento de la fragilidad y el deterioro de nuestras estructuras sociales, intelectuales y morales, a partir no sólo de intuiciones brillantes y visiones poéticas, que vaya que nos hacen falta, sino de un conocimiento robusto sustentado en finas mediciones y valiosas reflexiones y debates conceptuales.
Las nuevas medidas de la pobreza multidimensional hechas conforme a la ley podrán desconcertar a algunos, irritar a otros y permitirle al presidente Calderón buscar un consuelo que más bien parece sarcasmo parroquial, pero no hacen sino dar cuenta de la complejidad endemoniada adquirida por una sociedad urbana y joven, empecinadamente desigual, sin empleo digno para la mayoría y sin espacios decentes para la formación de sus jóvenes. Esta es la matriz del desaliento actual y tendrá que ser la del empeño colectivo por evitar la catástrofe sin engañarnos, pero sin resignarnos a vivir en esta pirámide inicua.
La falta de ingreso y ocupación deriva en la inseguridad extendida y no puede ser compensada por el crecimiento del padrón del Seguro Popular o de la escolaridad básica. Sin menospreciar esos avances, cuya calidad y oportunidad debería empezar a evaluarse de inmediato, lo cierto es que la desigualdad y el (des) empleo se imponen como las variables centrales de nuestra desventura actual.
La presencia grosera de la primera en todas las dimensiones de la vida y la ausencia y precariedad del segundo, resumen sin apelación el juicio sobre una gestión estatal extraviada y ahora perseguida por los espectros que desató. La desigualdad distorsiona relaciones y valores, en tanto que el mal empleo abate expectativas y ofusca hasta la irritación incontenible los sentidos de pertenencia y solidaridad. El futuro se nubla y pocos arriesgan e invierten. La magia del mercado se vuelve pesadilla.
Es cierto que no sólo de pan vive el hombre, pero lo es más que sin pan los otros bienes se convierten en espejismos, o en placebos. Conocer para reconocernos, en lo que somos como colectividad y no en la ilusión de unos cuantos.
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