Roberto Zamarripa
Fuego cruzado, Las víctimas atrapadas en la guerra del narco, es el primer libro de la reportera Marcela Turati. Editado por Grijalbo, ya empezó a circular. Roberto Zamarripa, subdirector editorial del diario Reforma, escribió el prólogo que a continuación se reproduce.
Retratista del escándalo, cronista de lo insólito, José Guadalupe Posada (San Marcos, Aguascalientes, 1852-1913) registró como pocos el México violento y el México emergente; dibujó a la nación agonizante y la que no terminaba de nacer.
La Gaceta Callejera, la hoja volante impresa en los talleres de Antonio Vanegas —el editor amigo de Posada— era la documen tación cotidiana de los incidentes que estremecían e inquietaban. Aparecía, como rezaba su lema: “cuando los acontecimientos de sensación lo requieran”.
Y no eran tantos asuntos como para aturdirse pero sí suficien tes para espantarse.
Los voceadores de la época cantaban la noticia por las calles vendiendo la papeleta. En un país de analfabetos, el México pre revolucionario, los grabados de Posada hacían la noticia completa.
El pueblo pobre leía a través de los trazos del maestro grabador. Fueron sus retratos los testimonios de un país convulso y de sus singulares incidentes que escandalizaban y horrorizaban.
Un puñado de escritores y periodistas anotaban palabras para adornar los trazos de Posada. Innecesarios los textos ante la ejem plar narración labrada con la punta del metal.
“Parece que así como el tifo y otras enfermedades de ese gé nero tienen sus épocas de desarrollo, el furor por matarse se hace también epidémico. En un espacio de tiempo sumamente corto se han dado mulititud de casos sumamente escandalosos, que con sobrada razón tienen alarmada a la sociedad pues ha llegado
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a tal punto la falta de respeto y de consideración que se guarda la gente que en ninguna parte se hallan seguras ni las más pacíficas personas, siendo continuo el peligro que corren de ser víctimas de un lance desagradable, por mucho que no intervengan en las cuestiones”, decía en su arranque la noticia estelar de la Gaceta Callejera de septiembre de 1893.
Para entonces dos o tres incidentes eran fenómeno. A la ola de muertes por desastres o de crímenes callejeros le llamaban epidemia. “El pánico de la peste”, los “Terribles y espantosísimos estragos habidos por la escasez de semillas y el terrible tifo que ha causado gran sensación en la ciudad de México, Durango, Zacate cas, Guadalajara, Sinaloa, Matamoros, etc., en el presente año de 1893”; los “Terribles sucesos acaecidos en la ciudad de Toluca, 37 envenenados con carne infectada de triquina”; “La hecatombe de Chachicomula”; “Gran cometa y quemazón que muy pronto se va a ver. El mundo se va a volver toditito chicharrón”, clamaban los papeleritos agitando las hojas con los excelsos dibujos de Posada.
Lo insólito: “Fenómeno con cara en las asentaderas, madre que da tres seres diabólicos”. Lo trágico: el “Horroroso asesinato acaecido en la ciudad de Tuxpan el día 10 del presente mes y año por María Antonia Rodríguez que mató a su compadre por no condescender las relaciones de ilícita amistad”; el “Fusilamiento de Rrosendo Ramírez en los llanos de San Lázaro, ejectuado el día 13 de marzo de 1891”; el “Fusilamiento de Manuel García en el Jardín de la cárcel de Belén”, y tantos y tantos ajusticiamientos que mostraban que la pena capital, en la época, era lo habitual.
Nadie insinuó que Posada hiciera apología de la violencia o alguna autoridad osó perseguirlo por dibujar la realidad y narrar los cataclismos de entonces. La suya era precisión e ironía; trazo libre y puntilloso. Buril de historia que supo interpretar el delirio popular sobre la muerte.
De las hojas volantes a las calaveras, Posada hacía de la muerte asunto trágico y también divertido. La muerte era tan importante que merecía festejarse.
De la catrina al Quijote, Madero y su botella, pero sobre todo las calaveras de los artesanos, los panaderos, los peluqueros, las tortilleras, las verduleras, las tamaleras, “a Florencia la frutera, con melones y guayabas, como siempre está tomada ya parece calavera”, o “Concepción la chimolera, que vende pancita he dionda, mas como siempre está de zorra, ya se volvió calavera”, a todas las placeras, a los pobres que fueron de una otra forma sus protagonistas y sus seguidores.
La muerte dolorosa trucada en jacarandosa, en “gran fandango y francachela”, en rito que dura más allá de los rezos para que el difunto sepa que la enterrada será la tristeza y el alma buena será recompensada a ritmo de mariachi.
Posada advirtió dónde punzaba la muerte con mayor dolor y fervor. La tragedia y la ironía quedaban entrelazadas en el enten dimiento de la creencia popular, de la sabiduría y el desafane, de los muertos que sí hacían ruido porque los pobres, los humildes, festejaban y lloraban, añoraban y reían, rezaban y bebían. La muer te era apetito de información, lectura, revisión de los entornos, de los destinos, a la vez que el mero gusto de festejar que la vida no vale nada.
“[…] es triste tener que consignar a diario semejantes sucesos que son desgraciadamente una prueba demasiado elocuente de la falta de moralidad que existe en nuestra sociedad”, anotó uno de los redactores de la Gaceta Callejera de septiembre de 1893.
Eran esas muertes, a pesar de todo, asuntos singulares, no re gulares. Sorprendía el deceso o un acontecimiento. Como cuando pasó el cometa. Era lo insólito y Posada lo hacía más que interesan te como cronista gráfico. Lo hacía divertido como relator popular y gracias a él, a su obra, los mexicanos agrandamos nuestro cariño por la muerte a la que siempre hemos visto con tanto respeto que hasta nos burlamos de ella y con ella.
Algo le pasó al país que la muerte dejó de ser singular para convertirse en cotidiana y para que los difuntos fueran despojados de su dignidad.
A los muertos de ahora ya no se les guarda respeto. Son números en el recuento de la guerra no pedida, son vergüenza porque nadie quiere ser estigmatizado ni vivo ni muerto como delincuente, como narco, como sicario, como villano. Ni tiempo de llorar, ni tiempo de despedir porque hay que esconder a la familia para que no la tomen como cómplice. Si el muerto era un muchacho, seguro era pandillero; si era policía o soldado, seguro era un infiltrado; si era ciudadano o ciudadana de calle qué hacía caminando por el lugar de los hechos. Estudiantes de excelencia exhibidos como sicarios; vendedores de tortillas convertidos en pistoleros; albañiles tratados como peligrosos malandrines. Cuerpos rotos, almas despedazadas, hileras interminables de familiares solicitando informes en las ventanillas de la desgracia. Ojos llorosos obligados a reconocer una mano, una cabeza, una cicatriz, un indicio, una seña.
Ya no hay dignidad ni para morir. Los discursos oficiales son rosarios y las condolencias sustituyen al castigo demandado contra los responsables. Y a los detenidos, muchos jueces les regresan la oportunidad de seguir matando.
Para qué el duelo si el difunto no lo merece. A qué parte del cuerpo le llora. A quién reconoce: ¿al muerto tres mil quinientos treinta y dos?
Esta es la crónica de este fin de época. Del México violento, del fenecimiento de una etapa cruenta, y del México emergente que no termina de nacer. Que no se atreve a surgir bajo el manto de la pól vora, las fragmentaciones de granadas y las horadaciones de la corrupción hecha batalla. Pero que ahí está, que gime, aulla, musita angustia y suelta con la lágrima un suspiro de esperanza.
“El desalmado Pozolero que cocinó en tambos de ácido a 300 cristianos”; “el estruendoso coche bomba que mató a un honorable doctor”; “Los hijos putativos de la Directora del Penal que por las mañanas purgaban sus penas y por las noches masacraban”; “La ho rrorosa muerte de 72 migrantes en San Fernando”, con su segundo capítulo: “La horrorosa voltereta del tráiler con 72 cadáveres en la ciudad de México manejado por un mozalbete que no durmió durante 24 horas”; “el despiadado ajusticiamiento de 15 lavacoches de Tepic”; “La horrible fosa de La concha con 55 descuartizados”.
Y “el fusilamiento de los jóvenes de Salvácar”; “el acribillamiento de los estudiantes confundidos con sicarios”; “La infame muerte del niño Bryan”.
¿Cómo hacer los retratos de esta época? ¿Cómo recuperar la dignidad de nuestros muertos? Sí, nuestros. Compatriotas, mexi canos, sin filiación ni cártel. A los que les han incinerado su acta de nacimiento para convertirlos en dígitos: 30 mil 234, 30 mil 235, 30 mil…
“Mientras se presuma su culpabilidad (hasta que no se de muestre lo contrario) sus familias no tienen permitido el duelo, sus pérdidas no son dignas de ser lloradas, está prohibido guardarles luto públicamente, se debe privatizar el dolor. Son vidas destrui bles, indignas”, dice Marcela Turati en esta espléndida colección de voces y testimonios de las víctimas, las personas sometidas por el horror y la intimidación, abrumadas por la ignorancia y el abuso, estremecidas por la impunidad y el dolor.
Marcela ha decidido despojarle a México el rótulo de “Fosa común” para ir más allá del epitafio y colocar las voces por encima del silencio que han querido imponer los barones de esta guerra.
¿Qué periodismo hacer para no quedar atrapado ni en la desazón ni en la desesperanza? ¿Cómo superar el recuento y entender que cada uno de esos miles tiene nombre, apellido, historia y razón de ser?
¿Cómo explicar cada una de las muertes y no abordarlas como un racimo desprendible? ¿Cómo abrir zonas de entendimiento al caos? ¿Cómo hacerlo sin partir de una plataforma oficial e inape lable: los muertos son productos de rencillas entre criminales? ¿Cómo desenmarañar ese dogma de una guerra inentendible?
Un punto de partida es acudir a las zonas más afectadas. A las regiones y los cinturones. A los estratos y las comunidades.
Marcela lo hace como periodista en un afán de misionera. Con la combinación de paciencia y terquedad, de prisa y desesperación, de curiosidad y certeza. De tender la mano a quienes desfallecen afónicos tras años de clamar ayuda, de gritar su angustia, de des ahogar sus cuitas. Marcela convierte esos testimonios en algo más que una noticia.
¿Existe un periodismo social? Lo existe como actitud, no nece sariamente como bandera. El periodismo es de lo social porque atiende a los fenómenos colectivos que determinan conductas, decisiones y caminos. Porque indaga sobre causas y hurga en las raíces. Un periodismo que sabe ensuciarse en el campo para salir limpio en el papel. Que obtiene información tan cerca de los poderes, institucionales e informales, y que la publica tan lejos de ellos. El periodismo de lo social hace recuentos y explica desencuentros. Describe y discierne. Jerarquiza desde su mira y su ubicación. Obliga a la ubicuidad y la omnipresencia; la de los ojos de muchos y no de unos cuantos. La de los ojos de abajo que miran hacia arriba pero sobre todo miran hacia los lados, hacia los suyos.
La violencia de hoy erosiona esas regiones donde acostumbra hurgar el periodismo de lo social. El narcotráfico bifurca sendas de la ganancia rápida pero no necesariamente del enriquecimiento fácil. Quien diga que es fácil enrolarse al filo de la guadaña es que no conoce el drama de ver destrozada la vida de un joven seducido por las bandas de criminales.
Por ello el periodismo que atiende a lo social ha topado de frente con el fenómeno delincuencial. Porque esa es la región fracturada. No quiere decir que ahí sea su origen. El narcotráfico y sus hordas no son sinónimo de pobreza. No es una enferme dad de los desahuciados sociales ni la consecuencia lógica de los desamparados. La narcoviolencia es el desencadenamiento brutal del neoliberalismo donde los capitales sucios envenenan la economía y toman mando en la vida de los estados y las comuni dades; donde los aparatos de muerte son usados para perpetuar los mandos y dominios, el control de las rutas de trasiego, el sometimiento de comandancias policiales, el soborno de veladores y procuradores.
A algunos pobres, el narcotráfico los saca momentáneamente de su miseria pero perpetúa eternamente las condiciones de inequidad social. A la vez mantiene a los poderosos que abrieron la puerta a los criminales o bien quienes desde el poder del estado o de alguna empresa se convirtieron en capos.
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El libro de Marcela mueve, estruja. Está hecho para explicar hasta dónde ha enraizado la cultura de la violenta muerte.
El periodismo de lo social parte de la inconformidad y del disgusto por los abusos y las inequidades por eso elige el punto del surgimiento de la noticia. Es decir, acude con la gente.
Ryszard Kapuscinski —de inevitable convocatoria para enten der las letras de Marcela— decía que la provocación de los cambios desde el periodismo era posible, pero hechos por los lectores más que por los propios periodistas.
“La reacción a la palabra escrita es más bien mediata. En el primer momento puede ser incluso invisible, indetectable. Necesita tiempo para llegar a la conciencia del receptor, necesita tiempo para empezar a formar o cambiar esa conciencia. Sólo después de un largo camino podrá influir en nuestras decisiones, actitudes y acciones”, explicaba el cronista polaco.
Marcela anticipa. Hace visibles a las víctimas y reverbera su murmullo. Su palabra gana tiempo. Advierte. Deja claro que es un fin de época en un estertor que se alarga y amenaza con ser apenas el comienzo. Reúne testimonios para convocar. Provoca e incita. Avisa que es necesario parar, cambiar, darle la última palada a la fosa común para cerrarla y reconstruir un país distinto.
Hace un periodismo que no deja al lector quieto. Lo obliga, al término de la lectura, a decidir. ¿Quieren que sigamos en las mismas?
Hacer hablar a los protagonistas en medio de la desesperanza es bastante. Hacerlo donde ronda el silencio impuesto a ráfagas de plomo tiene un gran mérito. Describirlo y saberlo contar, narrar este fin de época es una gran aportación periodística y un enorme compromiso humano, en un país que por momentos, cada vez más estruendosos y frecuentes, eso es lo que menos importa, lo humano.
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La cobertura periodística del narcotráfico exige un entendimiento múltiple, un código de seguridad y una ética reafirmada.
La pulverización de los cárteles es consustancial al desga rramiento social, a la atomización política y al empobrecimento galopante.
El narcotráfico multiplica sus aristas. Desde colar su hebra en los ojales financieros hasta instalarse en el gobierno de las comunidades. Baña y beneficia con grandes capitales a empresas y empresarios, como lo hace en pueblos que reciben un bálsamo con el diezmo ensangrentado.
El narcotráfico tiene raíces e historia en México. Pero sus ramificaciones actuales resultan de potenciar los problemas ori ginales. Llanamente se beneficia —y lubrica— con la pobreza y la corrupción. Por ello ha dejado de ser singular o anecdóti co. Del capo excéntrico pasamos al barrio o al municipio ocupado. Del narcocorrido a la telenovela y de ahí al amasijo de criminales, artistas, promotores, músicos, deportistas, empresarios, como socios de un mismo club.
La narración de la erosión provocada por el narco, la guerra, la batalla sin sentido, tiene que entrelazar la extrema violencia con la extrema pobreza. La debilidad educativa con la debilidad de las fuerzas de seguridad. Las calles convertidas en semilleros y refugios de sicarios con las escuelas convertidas en estacionamien tos de incompetencia.
La deserción escolar crónica, por carencias económicas y por ínfimas calidades académicas, que acarrea muchachos a las zonas del abandono. Ni carreras técnicas ni empleos artesanales, ni eco nomía informal como red de protección. El afluente del fracaso educativo converge con el torrente de muchachos que desbalaga el desorden urbano, los servicios estropeados, la inequidad y la mu tilación de oportunidades, para hacerlas converger en las turbias aguas homicidas.
Muchachos que cruzan su pubertad con resentimiento y dispa ros de rencor. Que arrancan con torturas los pedazos de infidencia y destazan a los suyos como si fueran ajenos.
“No vemos caer a alguien, nomás vemos caer dinero”, le dice un sicario a Marcela.
“Los buitres” de las funerarias entienden los sonidos de la muerte a su manera. “Cuando hay un servicio donde hay mucha bulla, mucha música, es que el muerto murió en un evento y to dos corremos peligro”, cuentan con el oído afinado y las manos sudorosas.
“Ya no es lo mismo que antes, ya no se respetan los servicios, es peligroso, por eso a veces entran los soldados a darse sus vuel tas y espantan a la gente pero a nosotros nos dan tranquilidad”, platica un muertero que, quién iba a decirlo, ya hasta le teme a su materia de trabajo.
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Reconstruir periodísticamente la guerra, sus batallas, el origen y desarrollo de sus protagonistas, cada vez tiene mayores compleji dades tanto en el ámbito de la seguridad personal y colectiva como en el de la transmisión ya no se diga de la verdad, sino de lo más aproximado a lo realmente acontecido.
Siempre será más fácil encontrar una voz oficial que nos diga de inmediato sus explicaciones, aunque sean falsas, sobre los saldos de una batalla. Eso no necesariamente será información. Muchas veces es mera propaganda.
Por ello, recopilar la voz de las víctimas, de los testigos civiles o de las mismas fuerzas de seguridad, de los enterradores y los desenterradores, se impone como exigencia de información pública y que no sea la guerra la que nos imponga la noticia. Una noticia que no tiene lados sino números. Cuántos murieron. Quién los mató pero nunca por qué acabaron con ellos.
Marcela Turati ha decidido evadir la ruta fácil y encontrar las claves en las raíces. Lo ha hecho desde sus inicios en el periódico Reforma hasta sus colaboraciones en la revista Proceso. Periodismo puro y duro.
Hacer ese periodismo no sólo ayuda a desentrañar los sucesos sino que acostumbra a colocar la multiplicidad de voces y desen tenderse del coro uniforme donde una voz manda, la oficial.
Esta guerra nos acostumbra a no preguntar. Preguntar no sólo es peligroso sino ha sido presentado como indebido. No preguntan las víctimas para no crecer su tragedia. No pregunta el periodista para no enlutar la redacción de su periódico.
Indagar es obligatorio, Marcela nos recuerda la importancia de esa curiosidad y de esa duda. De preguntar en voz alta y responder con una y muchas voces. De pelear por ese derecho, que la gente sepa qué está pasando.
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Los anonimatos van emparentados con los miedos. Atrás del twit ter, miles cuelan su denuncia.
“Fueron semanas de terror. Hasta que los ciudadanos, poco a poco, rompieron el cerco del silencio y se apropiaron de los medios de comunicación que tenían a la mano, twitter, youtube, blogs, e-mails y facebook, para informarse sobre en qué lugares había balaceras; llenar los vacíos informativos, documentar la guerra y sus muertos. Necesitaban dejar constancia del horror vivido, como hicieron antes las víctimas de otras guerras, como los nazis en Alemania o los serbios en Yugoslavia.
“En twitter, los ciudadanos comenzaron a crear grietas en el cerco asesino de la guerra: ”#NuevoLaredo —Hombres armados a bordo de camioneta en colonia centro
”#balacera en #reynosa —acabo de pasar por ahi, y es un desma, no se si aparte vieron el avion hercules que llego hoy en la manana”, recapitula Turati.
Los ciudadanos intentan a su modo recuperar la voz. Ocu pan los sitios que los criminales han ocupado primero. Youtube o facebook, twitter o el blog. Quien llegue primero ayuda a su compañero.
Las palabras de Marcela colaboran e incentivan en esa re cuperación. Los foros libres deben ser ciudadanos. Ellos nutren de información a la sociedad. A los periodistas les corresponde recogerla, interpretarla, darle sentido y significado. Asumir esas voces como propias en lo que se ha convertido en un periodismo ciudadano de resistencia. Banderas blancas esparcidas en la red.
Marcela hace el trabajo esforzado de un coleccionista y cum ple con la responsabilidad de un ciudadano. Es la suya, la crónica del estertor de una negra época que para entenderla hay que leer y releer estas páginas. De un periodismo que se niega a que la esperanza también sea arrojada por los poderes de la violencia —criminales e institucionales— a la fosa común.
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