En la Nueva Vizcaya (Provincia formada por los actuales estados de Durango y Chihuahua) como en toda la Nueva España, se habían acumulado entrando el Siglo XIX, numerosos agravios y el control por un puñado de peninsulares de todos los resortes de la economía y la política, se antojaba ya obsoleto y poco funcional, como lo advertiría el obispo Manuel Abad y Queipo desde 1799 en el memorial que dirigió a Carlos III y aun el propio Félix María Calleja antes de asumir el virreinato en 1813. Cada actividad económica que podía ser lucrativa, pronto era monopolizada por estos peninsulares, como puede constatarse con el comercio del pan en la propia villa de Chihuahua, donde una mujer mestiza, Juana de Cobos, que resultó tener grandes dotes de empresaria, pronto fue expulsada para evitar la competencia.
Criollos y mestizos, sin importar su capacidad, destrezas o inteligencia, tenían colocada una especie de camisa de fuerza que les impedía crecer.
En el ejército, por ejemplo, el grado superior al que podían aspirar era el de capitán y no era infrecuente que calificados militares nacidos en América fueran colocados bajo las órdenes de algún inepto o corrupto oficial peninsular.
Durante su expedición y viaje forzado hasta Chihuahua el oficial del ejército norteamericano Zebulón M. Pike, cuenta que estando en Chihuahua como prisionero-huésped uno de los oficiales criollos le dijo: “Nosotros, ambos, somos americanos ¿o no? Sí, lo somos y nosotros esperamos ver el día en que los que nos tiranizan se encuentren en igualdad de condiciones que todos. Yo espero eso, mi amigo, e igual piensan la mayoría de los verdaderos españoles”
Había entonces causales suficientes para que aquí también pudieran haber hecho erupción movimientos armados como en el centro del país. Sin embargo, las noticias de la lucha insurgente iniciada en Guanajuato y propagadas con rapidez, apenas si alteraron la superficie de las aguas, aunque despertaron el asombro sobre todo entre los criollos.
En 1808, los acuerdos del Ayuntamiento criollo de la ciudad de México para asumir la soberanía ante la prisión del rey Carlos IV por las tropas francesas, tampoco tuvieron mayor eco. Las autoridades coloniales tuvieron buen cuidado de garantizar a sus superiores la fidelidad absoluta a la corona, como lo demuestra un documento enviado al Virrey por el ayuntamiento de Durango, en octubre de 1808 en el que sus miembros hacen profesión de fe monárquica y aseguran que “Las ideas de desunión sólo han venido de esa capital (la ciudad de México), hasta con escándalo, según los informes de sanguinarios pasquines que aparecieron en ella…”.
Durante los últimos meses de 1808, tanto en Durango como en Chihuahua, los vecinos pudientes y las autoridades se esforzaron por hacer patente de mil maneras su vehemente adhesión al amado Rey Fernando VII, a quien colmaban de elogios, algunos de los cuales no le van muy bien a un estadista, como decirle “Inocente jovencito”, mientras que Napoleón se gana los peores calificativos: monstruo más abominable, hipócrita más cauteloso, sanguinario, irreligioso y el “corzo más montaraz”. Nada fue ahorrado para expresar temores y lealtades al monarca, quizá el más desleal entre todos para con su Patria. Procesiones, misas, reuniones, juramentos, cualquier signo de repudio a todo lo que pudiera significar algún cambio o subversión del viejo orden, como si con invocaciones pudieran alejarse a los fantasmas de la revolución, que ya danzaban en torno del cuerpo decadente de la monarquía borbónica.
Al año siguiente, el brigadier Salcedo, emitía un bando o decreto-proclama inaugurando una serie del mismo estilo que se haría tan familiar a los oídos de los vecinos. Uno de los pasajes señalaba: “Escuchad pues y no escuchéis otra cosa; habéis solemnemente proclamado y jurado a presencia de los cielos a nuestro Fernando… delatad inmediatamente a vuestros jueces o a mí en derechura prended para que sea juzgado a cualquier pérfido introducido extranjero, o disfrazado enemigo de la Patria, que en cualquier forma sugestiva propagase expresiones o palabras sospechosas, mostrare acciones contrarias a la lealtad… veréis luego su castigo”.
Más que en todas estas prevenciones de las autoridades, la razón de la pasividad que en general mostraron los habitantes del septentrión de la Nueva Vizcaya ante los acontecimientos de los que derivarían los grandes cambios políticos, debe buscarse sobre todo en que la aspiración prevaleciente hacia 1810, era la conservación de la paz alcanzada con tantas dificultades.
Conviene puntualizar que justamente en el año mencionado en Paso del Norte se había concertado una tregua en la destructiva guerra con los apaches que había asolado a la Nueva Vizcaya por décadas.
El temor al regreso de la violencia, hacía que no bastaran la patente necesidad de eliminar las trabas que tenían la mayoría de criollos y mestizos, ni la dosis de agravios acumulados, para provocar adhesiones a la revolución que venía del Sur. Por lo pronto, nadie quería asumir la responsabilidad de convocar a una nueva guerra, esta vez civil y no para defender el orden establecido, sino para trastocarlo. Era demasiado el peso de los muertos y de la destrucción experimentada en las décadas previas.
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