miércoles, 15 de septiembre de 2010

La insurgencia cobra fuerza - Víctor Orozco










Como quiera que fuere, había varias ideas acerca de la insurrección que se habían generalizado. Una, era que los monarcas habían vendido el país a Napoleón y la otra la animadversión en contra de los españoles peninsulares. Se acrecentaban ambas porque las autoridades virreinales tomaron varias medidas militares que dejaban al territorio de la Nueva España en extremo vulnerable frente a una probable invasión de tropas francesas en América, que ahora se antoja casi imposible pero que en 1808-1810 cobraron una gran credibilidad.

En otra causa penal que instruyeron las nerviosas autoridades españolas, en contra de Roque Ruiz Rey y Orozco, (a) “Don Roque” individuo errabundo y medio extravagante que la hacía de médico y juez en los pueblos de Sonora y en los del Valle del Basúchil en la Nueva Vizcaya, aquel fue acusado que en una conversación tenida el día 10 de noviembre de 1811, camino a Santo Tomás, sostuvo “… que toda la gente que estaba saliendo de Chihuahua para afuera no era para guerrear contra los insurgentes sino para cuidar las haciendas de todos los gachupines… que no era justo que los criollos estuvieran muriendo unos con otros, que como quiera entre los gachupines está el gobierno de esta provincia, estaban procurando se acabaran todos los criollos y quedar con ellos toda la provincia como quiera de que la tienen vendida a Napoleón… que la insurrección no venía peleando contra la fe, sino contra los gachupines..” Quizá no es pura casualidad la coincidencia que en el mismo Valle del Basúchil, en donde presuntamente difundió sus alegatos contra el sistema el ya nombrado Roque Ruiz se fraguó en 1812 un intento de insurrección encabezado por Rafael Mingura, que fue reprimido por el capitán José Roque Orozco, primo hermano del primero.

El 3 de septiembre de 1811, la Junta de Seguridad había formado otra causa penal, en contra de José Antonio Gausín, a quien se le había comisionado para llevar las cabezas de los jefes insurgentes fusilados conservadas en salmuera, hasta la ciudad de Zacatecas. Cumplido su macabro cometido, de allá regresó contando, al igual que otros viajantes, el estado de rebelión en que se encontraban muchos de los pueblos y poniéndole algo de su cosecha para exagerar el peligro que corrió. Pero no sólo eso, sino que trajo un papel con unos versos considerados ofensivos y que fueron copiados en diferentes lugares por donde pasó.

Los tales versos decían:

“¿En donde está aquel Campeón?

Alvarez, digo señores,

¿En donde están los furores,

De don Domingo Perón?

¿Dónde tanto corazón

que nos trató con desdén?

¿Quién causa tanto vaivén?

¿Los patriotas que se hicieron?

Creo que todos se murieron

Requiescat in pace amen




Los versos fijados en algún muro desde el 13 de agosto en la ciudad de Zacatecas, de manera indirecta, criticaban al presbítero y jefe realista José Francisco Álvarez, (“El cura Chicharronero”) a quien las autoridades de Chihuahua tenían en ese momento en altísima estima, por su afán combativo, aunque después se espantarían de los horrores que cometió. En 1810, este comandante era cura en Santa Cruz de Tarahumares y al mando de una tropa de indígenas que organizó, se incorporó a las tropas realistas combatiendo a los insurgentes en diversos lugares de Zacatecas y el Bajío. A él se refirió Joaquín Fernández de Lizardi “El Pensador Mexicano” en un folleto publicado en 1822, para explicar cómo se ganó el apodo con el que se le conoció por esos años: “Hubo también en la Nueva Galicia un sacerdote comandante llamado J. F. A. tan sanguinario, que si tenía que fusilar a 20 ó 30 insurgentes, no los mataba vivos, sino a pausas en cinco o seis días para prolongar el martirio a estos infelices, haciéndolos presenciar el suplicio de sus compañeros y amigos. La tiranía de este excomulgado sacerdote era tal, que encerraba en sus chozas a los miserables que cogía en un pueblo, hombres y mujeres, niños y viejos, y así indefensos hacía prender fuego a las casitas, y decía, ‘hasta que hieda a chicharrón’, por cuyas humanas virtudes fue conocido con el epíteto del padre chicharronero. ¡La pluma se aparta del papel, resentida de trasladar tales crueldades”

Varias causas penales más se instruyeron contra vecinos de diversas poblaciones, casi todos ellos arrieros que habían transitado por tierras donde luchaban los insurgentes. Alarmadas, las autoridades escuchaban que por primera vez, en lugares tan lejanos como la hacienda de El Carmen, se propalasen especies como las de un tal Miguel Pacheco, quien después de haber pasado por Sombrerete dijera “Que me corten la lengua si en unas semanas queda algún gachupín en estas tierras”, o que otro arriero, apodado Juan Grande, en la misma villa de Chihuahua se preguntara “¿Cuál rey?, si está vendido” u otro más quien afirmara que a los pobres no les iba mal con los insurgentes, que los que deberían preocuparse eran los ricos.

Por su parte, la autoridad eclesiástica de la Nueva Vizcaya también echó su cuarto a espadas en defensa del reino y contra la insurrección que amenazaba extenderse. Se supo de una presunta conspiración en la que se involucró extrañamente al cura de la parroquia de la villa de Chihuahua, Don Mateo Sánchez Álvarez, quien siempre mostró antes y después de 1810 su fidelidad al régimen. Sin embargo, se le acusó de fraguar la fuga de Hidalgo y aunque nunca se le demostró culpabilidad alguna, sí incurrió en sospechas ante sus superiores que pusieron el grito en el cielo ante la posibilidad de que algunos clérigos estuvieren mezclados en lides conspiratorias o francamente insurreccionales. Con la mayor de las alarmas, el obispo de Durango comunicó a Nemesio Salcedo que había instruido al canónigo Dr. Francisco Fernández Valentín quien a la sazón se encontraba en la villa de Chihuahua “...para que procediera contra cualquier eclesiástico regular o secular que resultase indiciado de infidencia, no sólo en esa Villa, sino en toda la extensión que hay desde el Río Conchos hasta la provincia de Nuevo México”.

Así, mientras las autoridades y los vecinos prominentes, organizaban la defensa del reino frente a la insurgencia, haciendo acopio de recursos económicos y formando diversas agrupaciones armadas, estos incidentes y otros similares, enseñan que en el subsuelo se agitaba el descontento en contra de la minoría que detentaba el poder económico y político.













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