Ha sido siempre un complicado problema para los historiadores establecer un momento o siquiera una serie de acontecimientos que marquen el inicio de alguna nueva sociedad, distinguible por sus peculiaridades de aquella que le antecede. Hace unos días, en una agradable sobremesa en Monterrey con un grupo de amigos y colegas se planteó el asunto: ¿Desde cuándo podemos hablar de México? ¿A partir de las antiguas civilizaciones prehispánicas? ¿Desde la colonia? Tales interrogaciones acarrean infinidad de otras específicas: ¿Cuauhtémoc era mexicano? ¿Lo era Sor Juana Inés de la Cruz? ¿Y Francisco Javier Clavijero el primero que escribió una historia de México, en 1780?
Ahora conmemoramos en Hispanoamérica el bicentenario del inicio de las luchas que desembocaron en la separación política de la metrópoli española, aniversario compartido por la mayoría de los países latinoamericanos. México, Argentina, Chile, Ecuador, etc., existen a partir de que se consumó la ruptura con el antiguo imperio español. Antes de ello, tampoco estaban los gentilicios, al menos aplicados al conglomerado humano que los adoptó después de las independencias. En el siglo XVIII, por ejemplo, en las minas de Santa Eulalia, próximas a la villa de Chihuahua, había trabajadores procedentes de diversos lugares del territorio de la Nueva España e identificados por lenguas diferentes. Entre pimas, yaquis, tarahumaras, se les llamaba a otros, hablantes del náhuatl y quienes llegaban de las proximidades a la capital del virreinato, “mexicanos” o “mexicaneros”. A las recuas, esos grandes convoyes de mulas que cruzaban todo el espacio virreinal, se les nombraba también de acuerdo a los lugares de la ruta que recorrían. Había una que hacía el tránsito desde Santa Fe en el Nuevo México, hasta la ciudad de México y era conocida como “la mexicana”. El único referente para ubicar a los mexicanos era pues la capital, heredera de la antigua Tenochtitlán, a su vez sede del imperio meshica o mexica.
Si no existía el primer dato de identificación que es el nombre, tampoco la idea de pertenecer a una patria. Los lazos de unión venían del paisanaje local, de la religión, de la pertenencia a un oficio, a una raza y de la fidelidad o el sometimiento al rey. Ni los iberos se concebían habitantes de una patria que a todos abrazara.
Si a uno de estos súbditos del monarca español se le preguntaba que era, lo más seguro es que contestara en su idioma: vasco o castellano, o catalán… y los nacidos en América, con menos señas de afinidad, apenas responderían que saltillense, zacatecano, paseño, limeño, rioplatense, cuzqueño, janero o durangueño. Los peninsulares de aquí, orgullosos y altaneros, para enfatizar la diferencia con el resto a lo mejor contestaban “yo soy muy español”, algo que les encantaba proclamar. Los señalados como indios o castas, se referirían siempre a su comunidad o pequeño pueblo: de Temeichi, de Zacapoaxtla… O tal vez, desde otras varias perspectivas los interrogados pondrían por delante su pertenencia a un estado o casta, o su oficio y la respuesta sería: “clérigo”, “minero”, “comerciante”, “arriero”, “gañán”, “hacendado”, “mulato”, “cambujo”, “mediero”, “capitán”, etc. A nadie se le ocurriría decir soy mexicano o peruano…
La “patria” era el lugar de los orígenes, de donde venían los padres. “...el muchacho respondió que el nombre de su tierra se le había olvidado… Preguntáronle si sabía leer; respondió que sí, y escribir también. Desa manera –dijo uno de los caballeros–, no es por falta de memoria habérsete olvidado el nombre de tu patria…”, escribió Miguel de Cervantes en El Licenciado Vidriera, una de sus deliciosas novelas. Dos siglos después de publicada, la misma idea todavía estaba presente, como se advierte en el discurso pronunciado en 1823, por Fray Servando de Teresa y Mier en el congreso general. La pieza oratoria fue decisiva para inclinar la votación de los diputados quienes debían optar entre México y Querétaro, como capital de la República. Para garantizar la imparcialidad de su voto explicó: “…y conste que yo no soy de aquí pues ustedes saben que mi patria es Nuevo León”.
En ese mismo año y en los dos precedentes se dotó a la nueva nación no sólo de su nueva capital, sino en primer lugar de un nombre. Lo mismo sucedió en cada uno de los escenarios hispanoamericanos. Fueron los partos históricos, de los cuales surgieron las nuevas patrias, de manera tal que el vecino de la flamante villa de Paso del Norte podía alcanzar –¡Por fin!– una identidad mayor y reclamarse satisfecho como mexicano e igual sucedía con el de Tapachula o el de Veracruz. Los gentilicios les cayeron por decreto, pero fueron aceptados con entusiasmo. Hasta entonces, no tenían otro común denominador que la sujeción al orden religioso y político del imperio, además del idioma, que sin embargo convivía y competía en todas partes con las lenguas previas a su llegada, a veces con ventaja y a veces con desventaja.
La Patria, escrita ahora con mayúsculas, se comenzaba a edificar e implicaba para estos hombres la trabajosa e indispensable mutación de súbditos a ciudadanos, miembros de una nación y no seguidores o vasallos de un príncipe o de un cacique. Si no conseguían triunfar en el intento, abandonando el capullo, tampoco habría nación y estarían de vuelta a la colonia de alguna metrópoli europea o bien en el mediano plazo, pasarían a convertirse en una parte de la expansiva república norteamericana. De nuevo, inferiores o parias en la tierra de sus padres.
Quienes primero avanzaron en este largo camino fueron los criollos y pocos mestizos, pero en el curso de las siguientes décadas millones fueron asumiendo su nueva condición. Los indios y las castas quedaron rezagados, pero también se fueron incorporando con lentitud, obstruidos por la explotación y la discriminación. Pocos, como garbanzos de a libra, pudieron superar esos obstáculos. Entre ellos, Benito Juárez e Ignacio Manuel Altamirano, indios los dos y también entre los más destacados mexicanos de todos los tiempos. Otro de similar estatura, Ignacio Ramírez, teniendo en mente a su madre indígena, subrayaba en un verso: “En ser indio, mi vanidad se funda...”. La biografía política e intelectual de cualquiera de ellos no sería siquiera imaginable en la época de la colonia.
La nación de los mexicanos, así, emergió y se ha ido construyendo durante este complejo proceso de fusiones, avances y regresos, en el cual han obrado acontecimientos guerreros, políticos, educativos, culturales, después de 1810. Elección de cabildos municipales, de gobiernos locales, formación de colegios civiles, publicación de historias nacionales y regionales, adopción de fechas y símbolos patrios, son entre muchos otros empeños, instrumentos para forjar la Patria. Tal ha sido la senda seguida en todo el globo.
¿Y los antecedentes? Pues son eso, antecedentes. Si nos imaginamos a las naciones modernas como grandes corrientes humanas entendemos que cada una se forma gracias a la afluencia de otras aguas, de distintos orígenes y colores. Estos componentes se pierden y se conservan al mismo tiempo en el nuevo torrente. Es de esta manera que los pueblos prehispánicos y la sociedad colonial concurrieron a la formación del México de hoy. Clavijero, criollo novohispano y jesuita expulsado, escribió una parte de la historia de los primeros y cumplió dos cometidos: combatió a los prejuicios y fantasías divulgados en Europa sobre los antiguos mexicanos, al tiempo que planteó la idea de las nuevas patrias americanas. Unos años después, el arequipeño Juan Pablo Vizcardo y Guzmán, también de los expulsos, desarrollaría el argumento con toda precisión en su “Carta a los Españoles Americanos”.
De esta suerte, Cuauhtémoc o mejor quizá, la gesta que dirigió es parte de una larga historia en el curso de la cual se formó la nación moderna. No puede prescindirse de su figura ni del pueblo azteca en la explicación del presente. Tampoco de Sor Juana Inés de la Cruz, tomados como ejemplos entre el sinnúmero de personajes y hechos que precedieron a la constitución de México. Y a estos conocidos personajes, habríamos de agregar otros, como los caudillos indígenas rebeldes al dominio europeo. Teporaca o Tepórame el dirigente rarámuri que encabezó la insurrección en la Tarahumara a mediados del siglo XVII no fue por supuesto mexicano. Igual, tampoco Tupac Amaru fue peruano, pero la historia de México y la de Perú, estarían cojas si se olvidan de las luchas que encabezaron, antes de que se formaran las entidades nacionales.
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