Rolando Cordera Campos
Catastrofemas de la semana: la economía de Estados Unidos se contrajo más de lo esperado y cayó en el primer trimestre del año en 6.1 por ciento a tasa anual, ligeramente menor al 6.3 por ciento registrado en el último trimestre de 2008, pero insuficiente para anunciar que la noche quedó atrás. Por su parte, la actividad económica de México registró un “desplome” anual en febrero de 10.8 por ciento, con caídas en la industria de 13.2 por ciento y de 9.6 por ciento en los servicios. Esta, nos recuerda Juan Antonio Zúñiga (La Jornada, 29/4/09, p. 45), es la reducción más aguda registrada por el Índice Global de la Actividad Económica, que en junio de 1995 tuvo una contracción de 9.78 por ciento.
A partir de estos y otros registros, el Banco de México revisó sus proyecciones para 2009 y pronostica que la producción podría contraerse hasta en 4.8 por ciento. México vive en medio de la “más severa recesión desde la posguerra”, advirtió el gobernador del banco central, y traerá consigo una pérdida de 450 mil empleos. De esta manera, Banxico rebasa por lo pesimista las proyecciones del Fondo Monetario Internacional, que días antes anunciaba una disminución anual de 3.7 por ciento, la más aguda de la región latinoamericana para el año (Roberto González Amador, La Jornada, 30/4/09, p. 46).
Estas y otras estimaciones nos remiten a territorio astronómico cuando las ponemos en números absolutos: miles de millones de dólares, cientos de miles de millones de pesos, centenas de miles de trabajos perdidos. Pero es esta última realidad la que podría hacernos poner los pies en la tierra y acercar nuestro entendimiento y sensibilidad a la gravedad de la situación por la que pasa nuestra sociedad, antes de la epidemia y después de ella, cuando las pérdidas atribuidas a ésta puedan estimarse con calma.
La relación que el Banco de México nos presenta entre la caída de la actividad y la pérdida de empleos puede ser conservadora, cuando no moderada; pero sin caer en catastrofismo alguno, del que ahora se encargan el banco y el fondo, hay que hablar no sólo de empleos perdidos, sino de empleos no creados, dado que cada año llegan a la edad de trabajar y necesitan hacerlo entre 800 mil y un millón de mexicanos. Así, el déficit de ocupaciones formales, que llegó a más de 5 millones en el sexenio anterior, no puede sino aumentar.
Este es el contexto social y económico donde se inscribe la alarma epidemiológica. Con ella, asomaron su nariz otras grietas de nuestro espíritu público: la desconfianza vuelta industria mediática; la aritmética revelada como falla mayor de críticos y opinadores; la frenética búsqueda de un chivo expiatorio como placebo para la incertidumbre de los profesionales de la noticia, agravada por la tranquilidad con que la mayoría de la población parece haber tomado las medidas de emergencia y la información, sin duda incompleta, ofrecida por la autoridad.
En medio, los ecos de la época que Obama decretó periclitada: un costo beneficio grotesco que lleva a enjuiciar a Ebrard por las pérdidas en que incurrirán los restaurantes, ¡cuando apenas se han registrado ocho muertes atribuidas al virus recién llegado! ¡Ah, la astucia de la razón contable!
El cuadro dibujado por el banco y el fondo puede servirnos para poner en perspectiva lo que viene: no “la vuelta a la normalidad” sino la entrada a una nueva anormalidad que sólo podremos soportar si rehacemos la agenda nacional: el empleo en el centro; la salud como derecho universal garantizado por un servicio nacional digno de tal nombre; la investigación biomédica y sanitaria como eje de nuestra seguridad humana; la recuperación pronta de capacidades perdidas, víctimas de la furia neoliberal, en materia de vacunas y otras variantes básicas y asequibles para una vida sana, etcétera.
Sin duda, la auditoría sobre el estado real de nuestro sistema de salud debe emprenderse ya, al paso de la urgente revisión de la economía y de la política económica punto menos que suicida en que parece empeñado el gobierno. Pero la situación es muy grave, y la tentación de confundir sensatez ciudadana con resignación ante un autoritarismo de nuevo corte pero viejo tufo oligárquico crece con los días. A la epidemia de ignorancia de que nos habló el doctor Sarukhán este viernes en El Universal puede suceder sin más una epidemia de arrogancia sin más fin que racionalizar lo absurdo.
La normalización que nos urge no puede basarse en las medias verdades, mucho menos en la autocelebración grandilocuente; pero tampoco en juicios sumarios inspirados en lo peor de la conspiración-ficción para la que tan buen terreno ofrecen la emergencia y el temor ante las señales profundas de nuestra realidad natural.
Bienvenidos a la N(ueva) A(normalidad).
domingo, 3 de mayo de 2009
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