El titular de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, Agustín Carstens, dijo el pasado domingo en Medellín, Colombia, durante la asamblea anual del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que México aprovechará su participación en la reunión del Grupo de los 20 –que inicia pasado mañana en Londres–, para demandar que se fortalezca el apoyo de las organizaciones financieras internacionales a los países emergentes”. Asimismo, el funcionario advirtió que nuestro país abogará, junto con Argentina y Brasil –los otros miembros latinoamericanos del G-20–, por una mayor voz para la región en la arena política internacional y por la adopción y aplicación coordinada de medidas fiscales anticíclicas.
Las declaraciones de Carstens tienen como telón de fondo una grave crisis económica que, es de suponer, obligará a los países más industrializados a ampliar sus márgenes de endeudamiento externo para financiar sus déficits internos, lo que reducirá los préstamos disponibles para las naciones menos desarrolladas. Sin embargo, al señalar que la solución a esta escasez de recursos pasa por demandar más ayuda a organismos como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM), el funcionario mexicano pareciera soslayar que las directrices dictadas por esos organismos internacionales han sido las causantes de catástrofes económicas, sociales y políticas en distintos países emergentes, particularmente en América Latina.
En efecto, ante las agitaciones financieras suscitadas en décadas recientes, esas organizaciones no han tenido más receta que la imposición de políticas de “tratamiento de choque” en los países que solicitan ayuda, y de medidas orientadas a proteger a los capitales trasnacionales y a los inversionistas privados en perjuicio de los sectores mayoritarios de la población: la reducción del sector público, el desmantelamiento de los sistemas estatales de bienestar, el congelamiento de los salarios y la liberación de precios, entre otras acciones.
La aplicación del decálogo neoliberal, a instancias del FMI y el BM, no ha contribuido a terminar con los rezagos sociales que enfrentan las naciones afectadas. Al contrario: los ha profundizado y ha provocado un deterioro sostenido de las condiciones de vida de sus habitantes.
Estas consideraciones propiciaron que, en los últimos años, buen número de gobiernos latinoamericanos, incluidos los de Argentina y Brasil, llegaran a la conclusión que el FMI no aporta nada bueno a las economías de sus países y se apresuraran a saldar sus deudas con el organismo a efecto de librarse de sus indeseables preceptos.
Hoy, por añadidura, tanto en la Casa Rosada como en el Palacio da Alvorada se han planteado severas críticas por el control antidemocrático y excluyente que ejercen Estados Unidos y Europa occidental, respectivamente, en el BM y el FMI, control que se traduce en un alineamiento de ambas instituciones con los intereses y las necesidades de las naciones industrializadas de occidente, en detrimento de los requerimientos de desarrollo de los países pobres y de las economías emergentes.
En suma, no está claro qué persigue el gobierno mexicano al buscar un acercamiento con organismos que dejaron una secuela de destrucción en el pasado y que, en el presente, no tienen gran cosa que decir ante una crisis que contribuyeron a generar y que no lograron prever. Es necesario, en cambio, que las autoridades de la región coadyuven a sanear y fortalecer los sistemas de financiamiento regional –como el propio BID–, a efecto de que sean éstos los que impulsen y asistan a los países latinoamericanos en función de sus necesidades y sin condicionamientos que impliquen hipotecar su soberanía y el presente y el futuro de sus poblaciones.
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