En días recientes han tenido lugar, en distintos puntos del territorio nacional –Durango, Chihuahua, Michoacán, Zacatecas, Guerrero–, nuevos episodios de una violencia criminal que se ha vuelto, pese a su atrocidad, rutinaria: hallazgos de cabezas humanas, tiroteos masivos entre bandas de delincuentes, funcionarios ejecutados y levantados, así como indicios crecientes de que a los grupos de sicarios del narcotráfico se han agregado escuadrones de la muerte. La violencia criminal llegó ayer a un nuevo precedente nefasto: el asesinato, en Cancún, de Enrique Tello Quiñones, César Román Zúñiga y Juan Ramírez Sánchez. Este triple homicidio destaca por el hecho de que el primero de los muertos ostentaba el grado de general de brigada y había sido jefe de la 21 Zona Militar, con sede en Michoacán.
Si se omite el caso del general Francisco Solís –quien fungía como secretario de Seguridad Pública de Tabasco y que a finales del año pasado se suicidó a consecuencia de una depresión, de acuerdo con la versión oficial de los hechos–, sería ésta la primera vez, hasta donde se sabe, en la que un general del Ejército Mexicano muere en el contexto de eso que el gobierno calderonista ha denominado “guerra contra el narcotráfico” y que a estas alturas ya no se sabe bien a bien qué es: si un empeño del régimen por erradicar la delincuencia o bien una suerte de conflicto interno entre mafias, cuyos límites distan mucho de estar claros y se extienden, en todo caso, dentro de las corporaciones de prevención del delito, seguridad pública y procuración de justicia.
Las fuerzas armadas del país han venido pagando una altísima cuota de sangre por la decisión oficial de incorporarlas como punta de lanza en tareas policiales ajenas a su mandato constitucional, pero hasta ahora no habían sufrido una baja del rango que tenía Tello Quiñones.
El hecho es indicativo de la indefensión generalizada, y es inevitable que los ciudadanos se pregunten qué pueden esperar, en materia de protección y seguridad, si los delincuentes pueden ejecutar –con saña inaudita, por lo demás– a un general del Ejército Mexicano. Suscita también preguntas obligadas sobre las deficiencias de seguridad y de confidencialidad en que se movían Tello Quiñones y Román Zúñiga –este último, con grado de mayor–: sobre el índice de infiltración que permitió a los verdugos ubicar a las víctimas, capturarlas, secuestrarlas y asesinarlas, y sobre el estado de descoordinación que existe entre los cuerpos policiales y militares, y entre las corporaciones federales y las estatales.
Por otra parte, cabe preguntarse por el impacto que el hecho causa en la cúpula castrense del país y por la forma en que las fuerzas armadas procesarán que oficiales suyos, retirados, como era el caso de Tello Quiñones, o en activo, sean blancos tan fáciles de los grupos criminales.
Hace unos días se dio a conocer que, de acuerdo con estimaciones gubernamentales, 62 por ciento de los efectivos policiales del país mantenían alguna relación corrupta con las bandas a las que deben perseguir. El corolario obligado de esta situación es que los enfrentamientos entre cárteles se trasladarán, más temprano que tarde –si no es que se han trasladado ya– a las dependencias públicas de seguridad. Ello implica, a su vez, la pérdida de los instrumentos que el Estado ha venido em-pleando en su campaña contra la delincuencia, tan ostentosa cuanto contraproducente.
De diciembre de 2006 a febrero de 2008 la violencia delictiva, lejos de remitir, se ha agravado, se ha profundizado y alcanzado nuevas cotas de crueldad y de impunidad, como ilustran los tres asesinatos perpetrados en Quintana Roo. El gobierno federal debe reconocer que ha fallado su política de seguridad y de combate al crimen organizado, y no esperar otros miles de muertos y nuevos niveles de descomposición e indefensión institucional para corregir el rumbo. Sin duda, la delincuencia debe combatirse, pero de otra manera.
miércoles, 4 de febrero de 2009
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