Las elecciones presidenciales que se celebran hoy en Estados Unidos ponen punto final a una ardua y prolongada campaña electoral que en meses recientes arroja resultados insospechados, como la salida de la contienda de figuras emblemáticas de ambos partidos, y que pudiera concluir, en caso de que se confirmen en las urnas las tendencias que muestran los últimos sondeos, en el histórico arribo de un afroestadunidense a la Casa Blanca.
Más allá de tales consideraciones, la trascendencia de estos comicios no se limita al ámbito de la política interna estadunidense: se extiende también al escenario internacional por cuanto en la jornada de hoy habrá de definirse la proyección de la superpotencia hacia el resto del mundo durante los próximos cuatro años y, en consecuencia, el destino de millones de personas que viven fuera de ese país.
En ese sentido, y si bien es cierto que tanto Barack Obama como John McCain aspiran a gobernar una nación imperialista y con afanes hegemónicos en el mundo, lo peor que puede ocurrirle al planeta en la circunstancia actual es que triunfe el aspirante republicano. Por más que lo ha intentado, el senador por Arizona no ha podido sacudirse las inercias nefastas del cada vez más impopular George W. Bush y, para colmo, su campaña se ha ido decantando hacia los sectores más reaccionarios de la nación vecina. Existen, por tanto, elementos suficientes para pensar que el arribo de McCain al poder, en enero próximo, implicaría la continuidad de la catástrofe planetaria en que se han traducido los dos ciclos de gobierno de Bush: la proliferación de las violaciones a los derechos humanos, la debacle de la paz y la seguridad internacionales, el auge del unilateralismo, el injerencismo, la xenofobia; el racismo y la arbitrariedad características del político texano, el desastre político, diplomático, militar y moral de Estados Unidos, y la crisis de la economía mundial a consecuencia de las directrices económicas características de los republicanos, basadas en el neoliberalismo de Hayek y en el monetarismo de Friedman.
Por lo demás, resulta paradójico que una decisión de tal importancia y trascendencia mundial deba ser tomada en el contexto de un sistema electoral deficiente y obsoleto, que no se fundamenta necesariamente en el mandato popular y que posibilita la subversión de ese elemental principio democrático. Cabe recordar que el propio George W. Bush arribó a la presidencia en el año 2000 a contrapelo del voto de las mayorías –el aspirante demócrata Al Gore lo aventajó con más de 500 mil sufragios–, tras un largo conflicto poselectoral, que tuvo que ser dirimido en la Suprema Corte estadunidense, y bajo fuertes sospechas de fraude en Florida, gobernada entonces por su hermano Jeb. Cuatro años más tarde, un escenario similar en Ohio ratificó la permanencia del texano en el cargo. Así pues, la administración Bush se inició, en sus dos periodos, con dudas de legitimidad; al final del primero, la mayor potencia de la Tierra arrastraba ya los saldos de desastre de guerras ilegales, inmorales y depredadoras, y al término del segundo, se encuentra, para colmo, en el huracán de una crisis económica de grandes proporciones que ha arrastrado al mundo a una circunstancia angustiosa.
En suma, los comicios presidenciales de hoy constituyen, además de una prueba para la institucionalidad y la democracia en Estados Unidos, una oportunidad para que los votantes de ese país cobren conciencia de la importancia de su decisión, sufraguen en consecuencia y permitan que hoy por la noche el mundo pueda respirar con alivio y felicitarse por el fin inminente de ocho años de pesadilla.
martes, 4 de noviembre de 2008
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