viernes, 14 de noviembre de 2008

Izquierda sin partido, partido sin izquierda

El anuncio de un acuerdo entre el Partido del Trabajo (PT) y Convergencia para ir con candidaturas comunes a los comicios del año entrante, adoptado en el marco del Frente Amplio Progresista (FAP), es indicativo, si no de una ruptura, al menos del aislamiento de la dirigencia perredista avalada el miércoles por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) y coloca a la militancia del sol azteca ante una disyuntiva patente: acatar los formalismos legales impuestos a su instituto político por una instancia del poder público que el año antepasado convalidó la suciedad electoral desplegada contra la candidatura presidencial del propio PRD o buscar otros espacios organizativos de participación.

Por su parte, Nueva Izquierda, la corriente que encabeza Jesús Ortega Martínez, presidente perredista convalidado por el TEPJF, tiene ante sí una perspectiva por demás incierta: aun suponiendo que logre hacerse con el pleno control del aparato del partido, éste ha dejado de ser el punto de referencia y de confluencia de las izquierdas legalistas y parlamentarias y su elemento articulador con las luchas sociales y populares. El centro de gravedad de tales luchas, guste o no, está hoy en el movimiento de resistencia civil que encabeza Andrés Manuel López Obrador, y de su lado se encuentran dos organizaciones partidistas con registro. Sin los contenidos del movimiento ciudadano, sin la energía civil que se despliega mayoritariamente al margen de los institutos políticos y sin el caudal de votantes allí reunido, es difícil imaginar que la facción que actualmente controla al PRD pueda llevar al partido a un escenario no catastrófico.

Sin los sufragios de los militantes, dirigentes y simpatizantes del PT y de Convergencia, y sin los de los activistas sin partido del movimiento ciudadano, en los próximos comicios a Nueva Izquierda le van a faltar votos para hacer triunfar a sus candidatos. Se encontrarán, además, carentes de causas y de banderas, como no sea la de la preservación de los espacios de poder conquistados, en buena medida, gracias al impulso de la insurgencia cívica que se aglutinó en torno a la candidatura presidencial de López Obrador y que permanece unida en la resistencia a las políticas privatizadoras y antipopulares del gobierno en curso. Para ese sector de la ciudadanía resulta un agravio intolerable el que el mismo tribunal que, desde su perspectiva, consumó un desfalco electoral en 2006, sea ahora el que valide –para colmo, con argumentos similares a los que empleó hace dos años para dar por buenos unos comicios presidenciales irregulares– a las autoridades perredistas, en un fallo que fue, significativamente, festejado desde Acción Nacional y desde el Revolucionario Institucional.

Posiblemente lo más lamentable de esta perspectiva sea que, sin contenidos y sin vínculos con las luchas populares, el organismo político controlado por NI corre el riesgo de convertirse en una nueva versión de los viejos partidos paraestatales, como el del Frente Cardenista (PFCRN) y el Socialista de los Trabajadores (PST), que es precisamente de donde vienen algunos connotados dirigentes de Nueva Izquierda. Tal posibilidad resulta particularmente desoladora si se tiene en mente que la construcción del PRD ha costado muchas vidas y múltiples sacrificios de miles de mexicanos honestos, y cuya fundación tiene como antecedentes gestas sociales y políticas de relevancia histórica.

Tal panorama puede ser exasperante para diversos sectores de izquierda que hoy se encuentran sin partido, pero es por demás ominoso para la estabilidad política del país. Si el grupo gobernante apostó a dividir y a cooptar al PRD, tal apuesta puede resultarle extremadamente costosa, si se toma en cuenta que esa formación había venido siendo un cauce de participación institucional para nuevos y viejos descontentos políticos, sociales y económicos. En esta lógica, es posible que el poder público formal logre ahorrarse, o al menos atenuar, los desórdenes, las interpelaciones y las tomas de tribunas en las cámaras legislativas, pero con ello no se suprimirán las fracturas, los malestares y las disidencias; simplemente, se enconará la división que recorre el país y se ahondará una cólera popular que, independientemente de si se comparte o no, existe y es creciente.

Cabe esperar, por último, que todos los actores involucrados reflexionen en torno a estos asuntos.

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