CIUDAD DE MÉXICO — Por primera vez en la historia de México, el gobierno transita de la derecha a la izquierda. Esto asusta a muchos. Pero no debería hacerlo.
Llamado “populista” por sus opositores, Andrés Manuel López Obrador es más bien la sorpresa más grata en un continente que se ha inclinado hacia el neofascismo y la extrema derecha. A través de él, México vuelve a ser el asombro de muchos pueblos. En un país con casi el 44 por ciento de su población en condiciones de pobreza y una de las brechas de desigualdad más grandes de América Latina, un presidente con vocación social era urgente y necesario.
Después del intento frustrado de Cuauhtémoc Cárdenas en 1988, Andrés Manuel materializa el deseo de los mexicanos por un cambio estructural profundo y un viraje a un gobierno más sensible a las causas sociales. Su triunfo arrollador —con el 53 por ciento de los votos— en las elecciones presidenciales sentará las bases de una forma inédita de conducir al país, una que tomará en cuenta a la mayoría de sus habitantes y no a unos cuantos privilegiados.
La historia de la izquierda mexicana, frustrada durante décadas, ahora llegó al poder. Y será López Obrador el encargado de consolidarla y hacerla una alternativa viable en nuestro país.
La trayectoria política de Andrés Manuel es un buen reflejo de sus principales inquietudes. En 1991, encabezó una marcha campesina desde Villahermosa, en su estado natal de Tabasco, al zócalo de Ciudad de México. Se conoció como el “éxodo por la democracia” y denunciaba un fraude en las elecciones en seis municipios, entre ellos Nacajuca, Cárdenas y su lugar de nacimiento, Macuspana.
Vehemente, apasionado, se indignó contra la privatización de PEMEX, la empresa petrolera estatal, y libró una lucha contra los excesos del priismo que lo catapultó como líder del Partido de la Revolución Democrática (PRD). Desde entonces, Andrés Manuel tenía una bandera, el combate a la corrupción, y calificaba a los gobiernos del Partido Revolucionario Institucional (PRI) de “minoría rapaz”. Citaba a Tolstói al alegar que un Estado que no procura la justicia no es sino una banda de malhechores.
A lo largo de doce años de ataques constantes que lo descalifican, Andrés Manuel contendió tres veces a la presidencia. No cejó en ese esfuerzo brutal: enfrentarse a la clase política mexicana y a la indiferencia de muchos ciudadanos. En un país donde campea el hambre, la desnutrición, la desigualdad, la injusticia, López Obrador enfrentó uno de los mayores azotes de nuestro continente, la corrupción.
Como jefe de gobierno de Ciudad de México —de 2000 a 2005—, López Obrador fundó un programa de pensiones para adultos mayores de setenta años. Gracias a él, la tercera edad, a la que pertenezco, recibimos una tarjeta de adulto mayor, pero, sobre todo, somos muchos los que hemos recuperado la confianza en que un país más incluyente es posible.
AMLO se ocupó no solo de dar útiles escolares a niños y adolescentes, proteger a madres solteras, implementar medidas para discapacitados, desempleados y dar atención médica y medicamentos gratuitos a familias sin seguro social, sino que construyó nuevas preparatorias en las zonas más pobres de nuestra ciudad y fundó la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. En la capital construyó distribuidores viales, puentes, avenidas, un hospital público, regeneró parques y sitios de recreo. Redujo su sueldo y el de sus funcionarios; demostró que la austeridad no era una limitante.
El caricaturista Rafael “el Fisgón” Barajas, el escritor Carlos Monsiváis, la contadora Bertha Luján Uranga, el pintor Carlos Pellicer López, el politólogo Luis Javier Garrido, el caricaturista Eduardo del Río “Rius”, el escritor José María Pérez Gay, la ingeniera Claudia Sheinbaum, la actriz Jesusa Rodríguez y otros ciudadanos nos sentimos atraídos por el discurso del político tabasqueño.
Y en grupo, en 2005, lo acompañamos cuando salió de su oficina del Palacio del Ayuntamiento en el centro de Ciudad de México con una maletita. El entonces presidente Vicente Fox pretendía desaforarlo y Andrés Manuel estaba listo para que lo encarcelaran si lo declaraban culpable de haber tomado una calle. Era un absurdo ardid de Fox para detener el enorme respaldo social que tenía. Descendimos con él a la calle y ahí, en pleno zócalo, una multitud lo ovacionó.
El nombre de Andrés Manuel López Obrador empezó a resonar como un estandarte frente a la corrupción y la impunidad, y detrás de ese escudo nos parapetamos. Mientras otros se sientan frente a su escritorio y dan órdenes desde lo alto, López Obrador recorrió el país.
Después del triunfo electoral del 1 de julio, su casa de gobierno en la calle de Chihuahua en Ciudad de México se convirtió en un lugar de peregrinaje de todas las urgencias de los mexicanos más abandonados. Y es que el México que le tocará dirigir es complejo: un país desbordado de violencia —en solo una década se han registrado 170.000 muertos y alrededor de 40.000 desaparecidos—, corrupción extendida de funcionarios y profundamente desigual.
Para que la historia de la izquierda en nuestra nación sea exitosa, Andrés Manuel, como presidente, no debe traicionar sus promesas, que se resumen en hacer de México un país más justo y mejor.
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