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e acuerdo con una declaración de Diana Bernal, titular de la Procuraduría de la Defensa del Contribuyente (Prodecon), el fisco deja de recibir unos 2 billones de pesos cada año debido al uso de facturas falsas de empresas, lo que equivale a 70 por ciento de la recaudación total. La funcionaria informó que cuando la legislatura inicie su próximo periodo de sesiones, la semana entrante, su oficina presentará una iniciativa de reforma legal para reforzar el combate a la práctica de emitir facturas fraudulentas, lo que complementaría la determinación del próximo gobierno de tipificar como delito grave la falsificación de esos documentos. La modificación consistiría en obligar a los pagadores de servicios a retener dos terceras partes del impuesto al valor agregado (IVA) causado en la transacción y enterarlo mensualmente al fisco.
Es pertinente, de inicio, dimensionar el monto de lo defraudado con el uso de facturas falsas y lo que 2 billones de pesos representan para el país y para la administración pública. El presupuesto federal del año en curso, por ejemplo, es de 5 billones 279 mil 667 millones de pesos; el presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, ha mencionado varias veces que la corrupción le cuesta al erario 500 mil millones de pesos, estimación que la Confederación Patronal de la República Mexicana eleva a un billón 920 mil millones de pesos, valga decir, el equivalente a 10 por ciento del producto interno bruto del país.
En suma, la sola supresión de esa modalidad de fraude fiscal –que en cualquier cálculo resulta aun más voluminosa que los estimados globales de las pérdidas por corrupción– podría traducirse en un incremento de más de un tercio en el presupuesto público y, por consiguiente, colocaría a los gobiernos federal, estatales y municipales en una posición de fuerza para impulsar del desarrollo económico, generar empleos, combatir la pobreza y garantizar servicios básicos a la población.
Resulta tan inexplicable como desolador que, a pesar de la enorme escala de esas mermas al erario, las autoridades no hayan desarrollado mecanismos ni tecnología para detectar las facturaciones realizadas con propósitos de evasión fiscal, sobre todo si se tiene en cuenta que el Servicio de Administración Tributaria mantiene una férrea fiscalización sobre los registros contables de los pequeños causantes. Es claro que si se recurriera a instrumentos informáticos para cruzar los datos entre compradores y vendedores resultaría casi inevitable encontrar las fuentes de la defraudación.
Por otra parte, aunque la titular de la Prodecon no lo dijo explícitamente, es razonable suponer que el uso de facturas falsas ocurre de manera preponderante en el ámbito de las grandes empresas, las cuales disponen de despachos contables y de recursos financieros y humanos para diseñar y aplicar esas modalidades de defraudación fiscal.
Todo parece indicar, en suma, que además de una reforma legal o reglamentaria se requiere de verdadera voluntad política para obligar a los grandes causantes a cumplir con sus obligaciones impositivas y para detectar a los que, al incumplirlas, cometen desfalcos al país que deben ser severamente sancionados.
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