¿Hasta dónde está dispuesto a ir Enrique Peña Nieto en su afán de mantener al PRI en el poder? Nada bueno augura el pánico que se ha apoderado de Los Pinos tras constatar que su candidato para las elecciones presidenciales en julio de este año se encuentra estancado en tercer lugar. Un pánico por demás justificado: la mayor parte de los gobernadores priistas que perdieron las elecciones regionales a manos de la oposición recientemente, han enfrentado acusaciones por malversación de fondos y lavado de dinero. Algunos ya están en prisión. En otras palabras, no es el orgullo como militante priista ni el deshonor que significaría entregar la banda presidencial a la oposición lo que lleva a Peña Nieto a la desesperación. Es el pavor de terminar en una cárcel.
Tan simple y llano como eso. Motivos jurídicos no faltarían tras de encabezar una administración plagada de escándalos de corrupción; motivos políticos tampoco, si consideramos que su presidencia detenta el récord histórico de reprobación, un chivo expiatorio perfecto para el lucimiento del mandatario entrante.
Frente a los que aconsejan negociar desde ahora mismo la derrota con uno o con los dos punteros de la contienda (Andrés Manuel López Obrador de Morena y Ricardo Anaya del PAN), Peña Nieto ha optado por una guerra que a mí me parece mas bien de inmolación. Una estrategia de todo o nada dictada por el temor. El difundido caso del uso de la Procuraduría General de la República para montar un expediente de corrupción en contra de Ricardo Anaya, tan burdo como desaseado, se convirtió en un disparo al pie que terminó por demostrar el uso faccioso que hace el gobierno de las instituciones. Colocó al candidato opositor en calidad de perseguido político y a Peña Nieto como una versión liberal de Nicolás Maduro, quien se ha caracterizado por deshacerse de la oposición a golpes de justicia manipulada.
El uso faccioso y descarado de la PGR o de Hacienda para atacar a la oposición legítima provoca un daño irreparable en el tejido institucional
El cuarto de guerra de José Antonio Meade, el candidato oficial (que en realidad se encuentra en Los Pinos) me hace recordar los últimos días en el búnker de Hitler. Los generales cortesanos tratando de ganarse el favor del soberano ofreciendo medidas tan desesperadas como milagrosas. Peña Nieto escucha que la maquinaria del Estado es formidable, que el oficio político de los operadores movilizadores del voto se impondrá el día de los comicios, que el control de las instancias electorales y poselectorales (INE, Trife y, en última instancia, Suprema Corte) asegura redondeos de cifras y dictámenes favorables, que las ingentes cantidades destinadas a propaganda aun no han comenzado. En suma, que en cuatro meses se revertirán las tendencias y los bárbaros se estrellarán contra las murallas.
El problema es que al igual que en el caso del búnker hitleriano, el cuarto de guerra de Los Pinos se revela cada vez más aislado de la realidad. Parecen ser los únicos que no se han enterado de que la guerra está perdida. Una negación peligrosa que lleva a tomar medidas extremas. El uso faccioso y descarado de la PGR o de Hacienda para atacar a la oposición legítima provoca un daño irreparable en el tejido institucional. En su pánico, Peña Nieto parece estar dispuesto a devastar el de por sí endeble Estado mexicano. ¿Incluirá el intento de robarse las elecciones?. Toda proporción guardada, me recuerda la decisión de uniformar a los niños berlineses para enfrentar el inevitable asalto a la ciudad. Un sacrificio tan imperdonable como estéril.
Temo por las decisiones de pánico que surjan en Los Pinos en los próximos meses. Un PRI decidido a arrebatar el triunfo a cualquier costo puede provocar daños incendiarios en el país. Y, paradójicamente, al porvenir del propio mandatario. A las razones legales (corrupción) o políticas (búsqueda de legitimidad) que puedan existir para procesar a un ex presidente, Peña Nieto está añadiendo una causal aún mas poderosa: la venganza.
@jorgezepedap
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