Elena Poniatowska
Nuestra señora de las iguanas (1979), fotografía de Graciela Iturbide
H
ace más de 40 años, mi gran amiga Margarita García Flores y yo fuimos a Juchitán, a la bellísima Casa de la Cultura, invitadas por el poeta y lingüista Víctor de la Cruz. Dos días antes se había casado con una joven Isabel, delgadita y risueña, quien vivía en Unión Hidalgo. Con Víctor de la Cruz, historiador zapoteca y ganador del respeto de filólogos y maestros universitarios, además de dar conferencias (Margarita disertó sobre José Revueltas), conocimos al fotógrafo Guillermo Petrikowsky, quien nos llevó a ver las tumbas de los padres de Demetrio Vallejo, en Espinal. Un ferrocarrilero alto y valiente, Juan Bante, entre otros trabajadores del riel, nos contó la huelga de 1959 en la ciudad de México, cuando Vallejo logró paralizar todas las locomotoras de nuestro país y las juchitecas se acostaron con sus enaguas sobre los rieles para que a ningún maquinista se le ocurriera arrancar su máquina.
Recuerdo con emoción la ventanilla del telegrafista en la estación de Mogoñé, tras de la cual Demetrio Vallejo, telegrafista, enviaba sus mensajes en código Morse, y a veces salía a recibir el tren. En esa época, Francisco Toledo se encontraba en Francia. Margarita y yo saludamos a la familia Musalem (dueños de una tienda y de un hotel) y a otros juchitecos, todos parientes de Andrés y Alfa Henestrosa. El mercado de Juchitán resultó un tesoro con sus mujeres coronadas de iguanas que las vendían todavía vivitas y coleando para hacer un guiso que sólo se come en Oaxaca con totopos del tamaño de la luna. Fuimos muy felices y prometí regresar con mis hijos, entonces pequeños, pero el único que ha viajado a Oaxaca es Mane, el mayor, amigo de Francisco Toledo y de sus primeros hijos, sobre todo de Natalia, la poeta. Años más tarde, en 1os años 80, habría yo de ser testigo de la fundación de la Coalición Obrero Campesino Estudiantil (Cocei) y atestiguar cómo fueron golpeados Francisco Toledo y Víctor de la Cruz, a quienes los cuicospersiguieron por un campo de maíz hasta alcanzarlos. Los empresarios de las dos radios comerciales priístas encimaron su señal sobre la de la radio de la Cocei, pero, a pesar del acoso, de seis a ocho de la mañana, los campesinos denunciaban atracos e injusticias.
Juchitán fue para mí un descubrimiento y más tarde, cuando tuve el privilegio de escribir el texto para el libro de la extraordinaria fotógrafa Graciela Iturbide, Juchitán de las mujeres (publicado por Toledo), recordé el impacto que causaron las gestas de los juchitecos.
En Juchitán los hombres no encuentran dónde meterse si no es en las mujeres, los niños se cuelgan de sus pechos y las iguanas miran el mundo desde lo alto de su cabeza. En Juchitán (400 kilómetros al sur de Oaxaca, en el Istmo de Tehuantepec) los árboles tienen corazón, los hombres el pito dulce o salado, según se apetezca, y las mujeres están muy orgullosas de serlo, porque llevan su redención entre las piernas y le entregan a cada cual su muerte,
la muerte chiquita, se le llama al acto amoroso.
Decía Andrés Henestrosa:
En las juchitecas no hay ninguna inhibición ni cosa que no puedan decir, nada que no puedan hacer. No sé cómo son. La juchiteca no tiene ninguna vergüenza; en zapoteca no hay malas palabras. Cuando fui candidato a senador exhorté en la plaza a las mujeres en zapoteco, que es una lengua tonal, y las vocales son las mismas que en castellano: aeiou, mismas que se alargan a la voluntad aaeeiiooouuu, haciéndolas aún más dulces. Basta una pequeña inflexión, una pausa o el cambio de una letra, una mínima reticencia para que una palabra transforme el universo.
–Ayúdenme –les rogó Andrés– que yo les ayudaré.
Entonces, una de ellas lo interpeló:
Shinú, Andrés, ¿dijiste, ayúdame o acuéstate conmigo? Porque si es lo segundo pido mano.
–Venga usted con nosotras, Andrés, venga a la cueva.
Hicieron una gran tamalada, trajeron cuatro marimbas y Henestrosa bailó sones y sandungas con mujeres grandotas, mujeres montaña, mujeres tambora, mujeres sonaja, mujeres a las que no les duele nada, macizas, entronas, el sudor chorreándoles por el cuerpo, deslizamientos peligrosos sus brazos, su boca en estricta correspondencia con su sexo, sus ojos doble admonición, mujeres buenas, porque son excesivas. Con estas jícaras hembras, en la batalla de flores bailó Henestrosa La Llorona toda la noche a sus 84 años hasta que se lo llevaron a la cueva.
La sandunga es el himno de Tehuantepec, al igual que La Llorona es el de Juchitán. Ambos son sones que pueden bailarse a ritmo de vals, ay, de mí, llorona, llorona de ayer y hoy, para atrás y para adelante, para la derecha y para la izquierda, meciéndose de un pie al otro, la enagua barriendo al compás sobre el piso de tierra apisonada. Las canciones son ancestrales, delicadas, melancólicas, lentas, tocadas en instrumentos primitivos, conchas, bongós, tambores con sus baquetas, las marimbas traídas de África, flautas de madera y de bambú llamadas pito, un tambor al que se le dice
cajay el bigú indígena, la concha de una tortuga que cuelga del cuello del músico. Como dice Henestrosa, las canciones se cantan con lágrimas españolas en los ojos nativos. Pancho Nácar y Nazario Chacón Pineda entonan salmodiándolas las vicisitudes de las tortugas del arenal, ¡ay, pobrecito animal!, que salen del mar a poner huevos en la arena y se encuentran con su destino fatal. Para los europeos, las iguanas resultan horribles dragoncitos de cola larga con un espinazo de crestas espantosas erguidas en el aire, para los juchitecos el coyote es el animal más listo de la Tierra y sólo el conejo ha logrado ganarle la partida, los peces espada no son temibles, hay que cantarles la melodía de los pescadores cuando arrojan al agua su red atarraya. La canción del cocodrilo, la del jaguar, la de los cangrejos, la de la bandada de papagayos, los vuelven animales domésticos listos para sucumbir ante el encanto de las mujeres.
Dialogar en zapoteco es una alegría y una autoafirmación. Mientras muchos hablan
la idiomacon timidez ante los extranjeros, el zapoteco en Juchitán es un ir y venir de vocales armoniosas y dulces que armonizan la existencia, el regateo en el mercado, el amor en la hamaca. Los juchitecos no se sienten fuera de la modernidad como otros que hablan la idioma sólo entre ellos. Ser zapoteco es un privilegio y uno se siente fuera del juego. ¡Qué desgracia no saber zapoteco! Juchitán conserva todas sus tradiciones, su vestimenta, sus orígenes, y aunque muchos sean bilingües, se comunican en zapoteco y los niños dicen sus primeras palabras en zapoteco:
guchachi reza(iguana rajada). (Años más tarde, Francisco Toledo habría de publicar su propia revista Guchachi Reza que ahora atesoramos quienes pudimos coleccionarla.)
En el primero de sus cinco desmandamientos juchitecos, Esteban Ríos asentó:
En todos los momentos de tu existencia amarás a las mujeres, bebiendo el néctar de sus prominentes pechos mientras tu mástil navega en sus grutas de fuego. En el segundo:
Adorarás la cerveza y el cigarro para elevar tu corazón al gozo de la vida etílica sin preguntar si hoy es lunes o sábado. Cuarto:
convivirás con las prostitutas y homosexuales y toda la monstruosidad terrenal y divina hallando en sus carnes la copulación prometida. El tercero y el quinto harían sonrojarse al más aguerrido de los desmandados.
Juchitán no se parece a ningún otro pueblo. Tiene el destino de su sabiduría indígena. Todo es distinto, a las mujeres les gusta estar abrazadas y allí van avasallantes a las marchas, pantorrilludas, el hombre un gatito entre sus piernas, un cachorro al que hay que reconvenir:
estate quieto. Caminan tentándose las unas a las otras, retozando, invierten los papeles: agarran al hombre que desde la valla las mira, tiran de él, meten mano mientras le mientan la madre al gobierno y a veces también al hombre. Son ellas las que salen a las marchas y le pegan a los policías.
Diez años antes, un movimiento político en Juchitán desafió a las autoridades y logró ganarle al PRI-gobierno y volverse una fuerza política de izquierda: la Cocei, que encabezaba Leopoldo de Gyves. El gobierno entonces atacó a Francisco Toledo, a Polín de Gyves, a de la Cruz, al fotógrafo Roberto Doniz, a Felipe Morales, de Ocotlán de Morelos. De Estados Unidos vino a estudiar el fenómeno de la Cocei el doctor Jeffrey Rubín, de la Universidad de Harvard y vivió en Juchitán con su mujer, la médica Shoshana Sokoloff, quien en un santiamén se hizo amiga de las juchitecas porque quería aprender de las parteras oaxaqueñas expertas en alumbramientos difíciles. ¡Qué privilegio traer a la vida a un nuevo juchiteco! Shoshana quedó asombrada por el hecho de que sus solas manos y un masaje sobre el vientre de la madre volteaban al niño que venía de nalgas para que naciera de cabeza. Jeffrey Rubin se volvió, como los demás juchitecos, experto en pesca y en traer de madrugada pescado fresco para la comida del mediodía. Shoshana invitó a las parteras a presentarse en hospitales de Estados Unidos. Jeffrey hizo un estudio sobre la lucha social de las mujeres que hasta embarazadas han sido sacadas de su casa por la fuerza, a veces con una pistola en la cabeza, esposadas, vendados los ojos y llevadas a la cárcel por sus ideales.
Detenidas sin orden de aprehensión, sus días de cárcel las hacen más bravas. A Vicky la metieron a una celda de un metro por uno 50 con 60
cabrones, según sus propias palabras, acusada del delito de daño en propiedad ajena al pintar
Coceien las bardas.
Está cabrón, dice Vicky como quien da los buenos días. Na’Chiña perdió a su hijo Víctor Diodo, y a los 86 años nunca se dejó ir. En las manifestaciones, las mujeres levantan sus puños en alto, y ella, chiquita, temblorosa, con sus brazos secos y su cabello blanco, yergue la fotografía enmarcada de su hijo.
Cuando el líder Demetrio Vallejo, oriundo de Espinal, Oaxaca, inició la gran huelga de trenes que paralizó al país en 1958, no tenía la certeza de que todos los maquinistas obedecerían la orden. En la estación, en la que los vallejistas dudaban del maquinista, las juchitecas se acostaron sobre los rieles. Ver a 25 mujeres tendidas una a lado de la otra fue para los rieleros una imagen que atesorarían de por vida.
¡Imposible defraudar a semejantes hembras!, recordó en Mogoñé Demetrio Vallejo, cuando le hicieron un gran recibimiento a los 12 años de su encarcelamiento. Lo primero que hizo al salir de la prisión de Santa Marta Acatitla fue viajar a Oaxaca. Mucho le hubiera indignado, años más tarde, la muerte de Lorenza Santiago, que embarazada cayó de un balazo en una manifestación en contra del fraude del PRI, mientras otro disparo destruía el cráneo del niño que llevaba dentro.
Juchitán es un espacio mítico donde el hombre encuentra su origen y la mujer su esencia más profunda.
Esto es lo que debo ser.
Ningún hombre, mujer o niño, por muy humilde que sea, será capaz de reconocer la superioridad de un individuo perteneciente a otra clase social, escribe Miguel Covarrubias.
No existe el comportamiento evasivo ni la humildad servil que caracteriza a ciertos pueblos, cuya fortaleza de carácter ha sido minada por la represión directa de una clase social. En el mercado, la mujer responde con desparpajo a los piropos o a los comentarios subidos de color. En el baile también. Son los hombres los que mueren de amor. Ninguna se deja, o como dice Jesusa Palancares,
allá no hay lugar para las dejadas que han de estarse quemando en el infierno, puro tizones en el fundillo.
A Francisco Toledo
No hay comentarios:
Publicar un comentario