Estamos impávidos ante el desastre democrático que fue la jornada electoral del 4 de junio. La farsa que vivimos debe ser el aliciente que nos convoque a hacer un alto en el camino y revisar lo que estamos haciendo. La democracia a la que aspiramos –algunos- dista mucho de lo que se ha vuelto a convertir el sistema electoral. Los insípidos avances de nuestra “primavera electoral” se han desvanecido al grado de la inexistencia.
Tenemos ciudadanos en casillas, representantes de partidos y conteo de votos. Tenemos vedas electorales. Pero la pasada jornada volvió a sacar el amplio catálogo de conductas antidemocráticas para influir lo que debería ser uno ejercicio fundamental de la ciudadanía: El voto libre y secreto.
Los partidos políticos se han convertido en empresas electoreras que buscan un producto (el voto) a través de la coerción, compra, manipulación y engaño. No hay fuerza política que no actúe de esta manera. La evidencia de todo tipo de triquiñuelas para asegurar el voto es de consumo popular, pero parecería que así hemos sido y somos. Porque el dedo acusador es intercambiado entre todos los candidatos y partidos. Parecería que uno puede ser corrupto y romper la ley porque el de al lado hace lo mismo y esa es la justificación meta legal que todos necesitan. Entonces parecería que la competencia es ver quién comete más delitos para obtener el botín. La farsa es lúgubre.
Tenemos que repensarnos porque tenemos como país una carencia seria: los verdaderos demócratas están ausentes en la esfera política-electoral. Para una democracia tiene que haber demócratas, parece una obviedad, pero viendo nuestra más reciente jornada electoral esto claramente es un ideal lejos de la realidad.
La democracia requiere que los votantes ejerzan la libertad de pensamiento. Un ejercicio deliberativo sobre el interés político es fundamental antes de tachar la boleta electoral. Es imposible conocer cuántos de los votantes que reeligieron al PRI en el Estado de México hicieron el mínimo ejercicio de análisis y conveniencia política. ¿O será que el voto duro y la maquinara delictiva priista fue lo suficientemente poderosa para ganar la elección?
Lo cierto es que si seguimos llamándole “fiesta democrática” seguiremos pensando que vivimos en una democracia real. El que haya elementos democráticos como el sufragio no resulta automáticamente en una democracia. La necesidad de revisar y volver a pensar nuestra realidad democrática resulta una necesidad de primer orden. De lo contrario, las próximas elecciones presidenciales en el 2018 acercarán al país a un paso más de la ingobernabilidad.
Pensemos un momento ¿dónde estamos? ¿Cómo es que hemos llegado aquí? ¿Cómo le hemos hecho para que el sufriagio no tenga prácticamente un nexo causal con los proyectos políticos ganadores? ¿Desde cuándo los partidos políticos se desdibujaron tanto que hacen más comercialización del voto que política? ¿En qué momento nos conformamos con el menos malo o menos corrupto? ¿O alabamos al menos ratero? ¿En qué momento reconocemos como virtud al que roba poquito o mucho pero “salpica” ? ¿En qué momento hemos decidido ser parte de esta farsa electorera?
La política –así en abstracto- nos ha arrancado nuestra libertad de pensamiento. Y sin libertad de pensamiento la libertad de expresión (en este caso política) tiene un valor muy menor porque nos ceñimos a repetir lo que se nos ha puesto como información. La ausencia de pensamiento y acción crítica nos ha conducido a una conformarnos como una sociedad contemplativa de nuestros severos problemas. A tragar nuestra realidad y asumir su estado de putrefacción perene.
Debemos de retomar el anhelo del pensamiento crítico. De pensar por nuestra cuenta y de actuar en consecuencia. Si el sistema político no funciona – como no funcionó durante décadas y se logramos cambios relevantes que aventaban momentos de optimismo por el cambio- tenemos que volver a pensar y actuar, pero no asumirnos como una parte fundamental del circo electoral. Porque al final ganan partidos, sus negocios, sus sistemas de corrupción que desfalcan al estado, pero la ciudadanía pierde.
El camino –tal vez- es reducarnos en una nueva manera de hacer política. Pensar por nuestra cuenta. Razonar por nuestra cuenta. Porque nos han educado para ser sumisos, para consumir la información que ellos (partidos y medios) consideran que es la necesaria. Porque el ser sumisos y borregos solo les conviene a los que hacen la farsa de hacer política.
Votar sin libertad de pensamiento, replicando los discursos que la mayoría de los grandes medios reproduce nos hace menos libres y menos políticos. Si queremos acabar con la farsa tenemos que pensar la política desde otro ángulo y no conformarnos o deslumbrarnos con un juego de espejitos que nos venden como “la democracia mexicana”.
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