Jorge Gómez Naredo (@jgnaredo)
26 de noviembre de 2016. Sabía que tenía que morir. Nadie vive siempre. Nadie vive todos los días del mundo. Pero duele que haya fallecido. Duele porque Fidel demostró con sus palabras, y especialmente con sus hechos, que al poderoso los débiles le pueden poner batalla, le pueden poner dignidad. Por eso duele que se haya muerto. Por eso hoy ando como huérfano: un titán, referente de millones, que dio ejemplo a millones, que inspiró a millones, se puso sin respiración.
Fidel es símbolo. Símbolo de una América Latina que dice no al imperio. Que dice no a los Estados Unidos y a todas las naciones del mundo (y sus gobiernos), ésas que piensan que por tener dinero, armas y medios de comunicación hegemónicos, pueden hacer lo que les venga en gana. Pueden matar, marginar, precarizar. Pueden hacer que millones vivan siempre en la pobreza y no tengan más futuro que la pobreza. Fidel es símbolo. Y es sinónimo de resistencia y justicia.
Fidel era de una isla bien pequeñita que se había transformado en colonia-burdel de los Estados Unidos. Antes de él, Cuba era pobrecita, era sin palabras, mansa, dominable, expropiable. Era sin logros más allá de casinos y hoteles lujosos para extranjeros poderosos. Así como son hoy y han sido siempre cientos de países. Y llegó Fidel, y Fidel dio dignidad: miró que había necesidad de educación, de trabajo, de pelear contra los poderosos. Y Cuba, en poco tiempo, en un tiempo corto, se transformó de país pobrecito en espacio de dignidad, de isla colonizada en ejemplo de competitividad en educación, en deporte, en arte, en resistencia.
A mí cuando pequeño me decían: “Fidel es un dictador”. Y todavía me lo dicen. Los cubanos en Miami, enarbolando un muñeco con la forma de Donald Trump como si fuera héroe, gritaron y se emborracharon y bailaron diciendo que Fidel era un dictador y que qué bueno que se hubiera muerto.
Yo me pregunto, ¿qué clase de dictador es aquél que proporciona educación gratuita y de calidad a sus “sojuzgados”? ¿Qué clase de dictador hace todo lo posible para que, en su país, no haya pobreza ni analfabetismo, y que los sistemas de salud funcionen bien para todos? ¿Qué clase de dictador hace del deporte un bastión de desarrollo para sus “oprimidos”? ¿Qué clase de dictador defiende a su nación de la humillación, de los imperios que desean siempre colonias en lugar de naciones, que desean pobres en lugar de gente con dignidad? ¿Qué clase de dictador era Fidel Castro que siempre defendió a los desfavorecidos y atacó a los ladrones y poderosos asesinos?
Yo crecí cuando Fidel era ya hombre de estado. Una piedra en el zapato del imperio estadounidense. Y crecí pensándolo como ejemplo de dignidad: “Cuba sí yanquis no”. Crecí creyendo que esa pequeña isla había detenido a un imperio, al imperio más grande, poderoso y violento que ha visto la humanidad. Y el verlo ahí, siendo astuto, siendo dignidad, me proporcionó las ganas para pensar que un mundo y un país como México podrían ser distintos, que no debíamos apocarnos y dejar que unos cuantos decidan por todos, que se podía pensar en los demás, en los jodidos, en nosotros (porque somos los jodidos), y quizá un día, podíamos cambiar el mundo. Aunque sea un poquito. Aunque sea una cosa de nada.
Hoy que se nos murió Fidel me siento huérfano. No se muere un hombre querido-amado-admirado-detestado-odiado-vilipendiado. Se muere un ejemplo. Un camino a seguir. Una forma de mirar el mundo.
Ayer se murió Fidel, y hoy me siento huérfano. Y no soy, pienso, el único. Somos muchos. Cientos. Miles. Millones.
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