L
a austeridad, como conducta pública, provoca reacciones de distinto calibre e intensidad en ambientes normalmente afectados por prácticas contrarias. Mientras mayor la discrepancia, las reacciones subirán de intensidad hasta llegar al desatino, el desprecio, la ira o, incluso, la violencia. La austeridad es una rara avis que no suele congraciarse con las ambiciones desatadas y la lucha por la predominancia a cualquier precio:haiga sido como haiga sido, reverbera por ahí. Así como el poderoso tiende a rodearse de signos, instrumentos, rituales y símbolos que agranden su esfera de influencia, el austero choca, casi por necesidad, con tal parafernalia. Otros valores deben entonces acompasar a la austeridad para darle sentido, contenido y, sobre todo, ejemplaridad. La honestidad es uno de esos distintivos que se tornan necesarios, indispensables, podría decirse. Si, además de sujetar la conducta individual a patrones austeros, se acompaña con otros baluartes y principios, se obtienen ante los demás aires, rasgos dignos de atenta escucha, seguimiento o respeto.
Para aquellos regidos sólo por las apariencias y la ostentación, el austero se torna inaceptable, molesto, condenable al destierro. Si a esa formalidad del
deber serse le suman rasgos de frivolidad, derroche o lujos presumibles, entonces el austero se trasmuta en una suerte de ser despreciable, digno de persecución y escarnio. Mucho de lo que hoy acontece en el ámbito público tiene relación con lo dicho con anterioridad.
La declaración de 3 de 3 que presentó Andrés Manuel López Obrador se volvió, tan pronto como se hizo de conocimiento general, en punto nodal de rechazo y ataque por parte de los paladines, representativos y difusores del oficialismo predominante. Las reacciones al desplante del tabasqueño han sido sonoras, parecidas o, mejor dicho, idénticas en su irritación. Se le niega veracidad a su declaratoria con el sencillo argumento de así parecer a sus ajenos y chispeantes ojos. Lo que afirma no poseer, sostienen, es simplemente increíble; algo oculta, sospechan de inmediato y al unísono. Los 50 mil pesos que dice ganar mensualmente no le alcanzan a una persona como él, concluyen. Es, siempre ha sido López Obrador –adjuntan como argumento de peso final–, opaco en su quehacer, decir y pensar. Nadie sabe de dónde, en todo caso, provienen esos dineros que afirma recibir. Bien saben tales críticos que las fuentes suelen ser variadas y legales, pero dejar la sospecha hace su trabajo de zapa. Para un hombre que ha ocupado posiciones políticas o burocráticas de importancia, su capital y modo de vida no concuerdan, alegan, con su ingreso declarado. Menos todavía si, ahora, declara no poseer bienes. Le reclaman que lo que una vez tuvo (casa, terreno, departamento) lo haya donado a sus familiares: ¿acaso es Jesucristo?, llegan a preguntarse alarmados.
Algunos otros, menos evidentes en su crítica y ninguneo, cuestionan que cuando fue funcionario no creó instituciones que propiciaran la honestidad en el servicio público. Un asunto ciertamente debatible si el pasado se enfoca con criterios actuales o con exigencias colectivas hoy vigentes. Es sin duda válido argumentar que, en general, no es suficiente la honestidad en la cúpula para que el ejemplo se trasmine hacia abajo y se haga conducta general. Pero, en efecto, la austeridad honesta del líder busca la manera de asentarse en otros ámbitos, cercanos algunos, lejanos otros más. Hay, en la actualidad, que acompasar la rectitud de las acciones personales con ordenamientos, con creación de instituciones que puedan perdurar y ser eficaces. Bien se sabe que lo usual, por conocida práctica, es proceder a legislar con la mira puesta en hacer la ley y, al mismo tenor, hacer la trampa. Se prolonga así la impunidad como cemento de las abundantes complicidades que plagan el sistema mexicano.
Echar una ojeada a las propiedades presidenciales en México da una clara muestra de por qué López Obrador es tan irritante al oficialismo. Recordemos las casas de algunos de ellos. Las de Miguel Alemán, las de Carlos Salinas, las de Vicente Fox, Ernesto Zedillo o José López Portillo, Felipe Calderón y Luis Echeverría. Cualquiera de ellas cuadruplica o centuplica a todas las propiedades juntas que López Obrador había declarado como suyas. Heredarlas a sus hijos es, además, un acto reconocible, de ninguna forma criticable.
Tuve a bien recorrer, junto con Andrés Manuel, buena parte de los municipios de esta República. Puedo dar testimonio de su modo de vida, tanto personal como la que despliega al ser líder de un movimiento ahora partido político (Morena). No sólo es la austeridad su distintivo básico, estricto y sin presunciones. Su espartana honestidad, que no se agota en lo económico, sino que rebasa tan básico criterio para instalarse en la correspondencia de lo dicho con sus hechos o en el reconocimiento, sin paliativos, del mérito ajeno. Ver, sin tapujos que valgan, las carencias, miserias, incapacidades a las que se sujeta abusivamente a gran parte de los mexicanos, es parte consustancial de su honestidad. Decirlo sin velos y suavidades sin duda le acarrea reclamos, odios y enemigos al por mayor, pero, al mismo tiempo, sus ecos se escuchan, con claridad, por incontables lugares que pocos sospechan. López Obrador es un destructor de mitos anquilosados por el formalismo vigente. Descobijar a mustios, cínicos y mafiosos se vuelve obligado, patriótico, se podría decir con justicia. Por eso es tan peligroso para la continuidad de un tinglado plagado de complicidades.
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