Siempre me he preguntado qué lleva a alguien a apoyar algo que le perjudica. La respuesta simple es la que da Carlo Cipolla en su libro Allegro ma non troppo. Él distingue cuatro tipos de personas: los buenos, que actúan en beneficio de ellos y los demás; los incautos, cuyas acciones sólo benefician a los demás; los malos, que obtienen ganancias a costa de perjudicar a los demás; y los estúpidos, que se perjudican en la medida en que arruinan a los otros.
En el caso de quienes aplaudieron el asesinato de los maestros en Nochixtlán, Oaxaca –sí, como lo oyen, y abundaron–, anhelaría que la explicación fuera más compleja. Me ocupo no de los opinólogos que cobran como publicistas en las secretarías de Estado y los gobiernos de los estados, sino de los que no se benefician en nada de ese aplauso. Por un lado, reviven una vieja tradición autoritaria que clama por confundir autoridad con orden y éste con uso de la fuerza. La testosterona como política pública, la hombría como memorándum. Es la autoexculpación después de la masacre de 1968: “En lugar de estudiar, andaban metiéndose en política”. No sólo la víctima es culpable –y no los que ordenaron la matanza o los que taimadamente permitieron con su silencio que sucediera–, sino que también se refuerza la idea de que todos debemos estar en el lugar que nos corresponde, como en mural de Diego Rivera –los explotadores bebiéndose con putas sus ganancias, los explotados sufriendo, esclavos de la debilidad de sus propias rodillas–, donde lo inamovible es estable. Implica una sociedad de castas, colonial y de retablo: si todos hicieran lo que les corresponde, la armonía advendría. Por lo tanto, los que se mueven, desarreglan y –como diría el eterno líder obrero, Fidel El Nuestro– “no salen en la foto”. El discurso de lo estático también lo es de lo estoico. La ideología de la cultura priista no es, como se sabe, ni de izquierda ni de derecha, sino del saber acomodarse. Se mueve apenas lo necesario para perder lo mínimo. Sus súbditos son adiestrados en “lo mexicano”: el aguante del dolor, la resignación de ceja levantada, la contención que permite confiar en que todo va a empeorar; ese fatalismo. La cultura priista es una del miedo y sus súbditos aprenden a simular que no están aterrados. La carcajada en medio de la balacera: “Es que los mexicanos nos reímos de la muerte”. Como discurso de dominación, “lo mexicano” es paralizante. No por nada a los estudiantes masacrados en 1968 se les acusó de “extranjerizantes”, de tener “ideologías ajenas a la Revolución Mexicana”. Protestar no es de patriotas, según el panfleto de la mexicanidad. Es resistir la injusticia como una desgracia casi congénita y, luego, acomodarse sobre los despojos que dejó. “Que se pongan a trabajar”, dice la cultura priista ante toda protesta. Así, con las demandas convertidas en simples quejas, los que se mueven se buscan con ello su propio desenlace y su derrota final.
Pero existe un añadido novedoso al discurso de lo pasmado: un dudoso prestigio de acatar el estado de cosas, aunque no te beneficien. La idea de que votar a la derecha o justificarla es acercarse a los ricos. En la dinámica cortesana, el súbdito que alaba al más poderoso recibe a cambio algún beneficio. En el caso de nuestra sociedad de castas, el que apoya el inmovilismo aterrorizado no recibe más que su propio espejismo: si apoyo al poderoso, dejo de ser pobre, tengo buen gusto. La superioridad estriba sólo en querer creer que la propia situación no se parece a la de “los jodidos”. Que si estamos mal es porque –como dijo un cómico de la televisión– “no le chingamos” lo suficiente. Que, un día, en efecto, me veré como las Kardashians, con sus casas, sus viajes, sus implantes. El discurso por la igualdad es amenazante para quien cree que la vida lo recompensará algún día por su obediencia al poder. Los desesperados son “los de abajo” que necesitan protestar o disentir. Y, éstos, además son “pandrosos” –no siguen la moda–, “indígenas” –usado en términos despectivos por su pobreza, rasgos fenotípicos y sus lenguas– y, últimamente, “chairos” –la restauración de “naco”, ahora asimilada a la izquierda–. En la medida en que desprecio la realidad de mi propia pobreza, desdeño a los que protestan contra ella. Protestar, indignarse por la injusticia sería aceptar que la padezco. El chairo siempre es el otro.
Pero todavía hay una pieza más en lo publicado esta semana: gente aprobando una masacre. La cultura neo prestigia la insensibilidad y la distancia de un Narciso cuyo pobre reflejo es, si acaso, un iPhone. Desde el inicio –los cowboys–, lo cool es no mostrar las emociones ni los afectos, pero ahora, también, es ser antiintelectual. Lo superficial como celebración de la ligereza y el desdén a lo geek, esa fascinación por la información específica. Lo vano e insustancial como una vanidad prestigiosa: no informarse para no preocuparse, despreciar las búsquedas insaciables de saberes como casi patológicas lleva a lo insensible. Si nada es para tanto, hasta una masacre es celebrable. No es que los que aplaudieron los crímenes de los maestros tengan una postura a favor de la reforma educativa –no pueden porque eso sería faltar al prestigio de la superficialidad–, es que festejarlo es demostrar inclemencia, un valor de la cultura neoliberal. “You’re fired”, despedía Donald Trump a los concursantes de su show.
Y bien, quisiera que éstas fueran las explicaciones para definir a los que, sin pagos de por medio, apoyaron la represión al movimiento magisterial. Pero sospecho que sí, que la explicación de Cipolla puede ser la más acertada.
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