“¿En qué punto se torció el honor militar?”, se pregunta la periodista Ana Lilia Pérez al hacer un recuento de la violencia que las fuerzas castrenses mexicanas han desatado contra la población civil, revisión que empareja los regímenes de Gustavo Díaz Ordaz y Enrique Peña Nieto (y los intermedios) merced a los emblemáticos casos de Tlatelolco y Ayotzinapa. Con autorización de la autora, a continuación se publican fragmentos de Verdugos. Asesinatos brutales y otras historias secretas de militares, puesto en circulación por Grijalbo.
Cuando un militar comete un crimen, ¿lo hace por negligencia, por dolo o por mal desempeño? Los asesinatos de civiles a manos de miembros de las fuerzas armadas en México desmitifican la institucionalidad de los militares, la figura de heroicidad que a lo largo de varios regímenes se ha pretendido otorgarles para respaldar de manera indirecta el uso faccioso que los distintos presidentes han hecho del Ejército Mexicano. Son muestra palpable del enorme grado de vulnerabilidad de la sociedad civil frente a algunos miembros de la milicia, vulnerabilidad que se potencia cuando esos atroces crímenes se callan o incluso se ocultan.
¿Qué lleva a los militares a estallidos de violencia, ira u odio incontenibles? La disciplina militar tiene su propia lógica, una lógica por la que se preparan hombres para utilizar armas y matar.
La lógica de esa disciplina se inculca en los militares de carrera desde el Heroico Colegio Militar, el plantel más importante de educación castrense, dependiente de la Dirección General de Educación Militar y Rectoría de la Universidad del Ejército y Fuerza Aérea Mexicanos. En él, durante cuatro años se les educa bajo reglas tácitas de obediencia incuestionable desde la potrada, el bautismo no oficial que se ofrece a manera de bienvenida a los imberbes cachorros de primer ingreso, a quienes los superiores –oficiales, futuros colegas– harán ver su suerte como buenos para nada, malos para todo. La potrada durará hasta que se les temple el carácter. Se les enseña el “¡Sí, señor! ¡Sí, mi general! ¡Sí, sí, sí!”, y la única respuesta correcta: aguantar y obedecer, sin tener ninguna oportunidad de cuestionar.
Ubicadas en la zona sur del Distrito Federal, las aulas del Heroico Colegio Militar –inauguradas en septiembre de 1976–, con ese halo que supone misticismo, conforman un impresionante conjunto arquitectónico que simboliza el telpochcalli, el lugar en el cual los antiguos aztecas educaban a los jóvenes para la guerra. Su edificio de gobierno tiene como forma la de la máscara del dios Huitzilopochtli, el dios de la guerra, y las instalaciones que comienzan en el gimnasio y contienen la sala de historia y el área de dormitorios donde los aguiluchos (cadetes) reposan, simbolizan al dios Quetzalcóatl.
En esas aulas, en un ambiente que pretende celo en la vida dedicada a las armas, se curte el temple de los militares de carrera: un temple que al estilo draconiano se les seguirá forjando en batallones, campos, campamentos y cuarteles, como si el implacable sargento mayor Hartman (célebre personaje del filme Full Metal Jacket) saltara de la pantalla para meterse en la piel de los oficiales entrenadores. Ésa es la misma lógica bajo la que se educa, entrena y adiestra a todos los miembros de las fuerzas armadas, la que replican los oficiales en la tropa.
Lealtad, devoción, valor, honor, abnegación, se promueven como valores del instituto armado; pero los altos mandos los enseñan de manera absolutamente vertical según su visión. En los cuarteles, batallones y regimientos el mando aplica la disciplina y conforme a su criterio arresta, detiene y castiga a los subordinados.
Tal disciplina ciega desencadena como efecto negativo en lo que los militares definen como mala conducta, desobediencia, insubordinación, y ha llevado a más de uno a niveles de violencia exacerbada en el clímax de dicha “indisciplina” asesinando a sus “superiores”; a militares de alta jerarquía a asesinar a “sus inferiores”, o a los llamados delitos contra el honor militar, que es como la propia Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) define las imputaciones hechas a militares, las cuales pueden motivar su “baja forzada”.
Los crímenes de elementos castrenses ¿pueden haberse cometido por simple ira, o son consecuencia directa o indirecta de la manera de impartir la disciplina interna o incluso de la forma de organización en las filas del Ejército?
En junio de 2012 el periódico mexicano 24 Horas publicó –con base en una solicitud de acceso a la información– que cada año un promedio de 470 soldados en activo de todos los grados militares, exceptuando a generales, ingresan a hospitales castrenses por diagnóstico de enfermedades mentales, desglosadas en: 40% por estrés, 30% por problemas afectivos y 20% por el uso de sustancias psicotrópicas, y que tan sólo entre 2006 y 2011 los nosocomios habrían atendido a 2 mil 354 militares en tales circunstancias.
En noviembre de 2013 La Jornada cuantificó –con base en datos obtenidos de la Sedena– en 20 mil 469 el número de miembros de las fuerzas armadas que entre 2006 y 2013 recibieron atención especializada por trastornos psicológicos.
¿Qué detona la ira en esos cuarteles donde lo primero que se enseña a los soldados es a cargar un arma y disparar? ¿Cuáles son las consecuencias? Los peores crímenes no requieren grandes motivos, concluyó hace 60 años la filósofa alemana Hannah Arendt en sus célebres ensayos sobre la banalidad del mal; no encuentro frase más adecuada para hablar de muchos de los crímenes ocurridos en contra de la sociedad mexicana con balas militares disparadas a mansalva.
En tiempos de paz, masacres de inocentes
¿En qué punto se torció el honor militar? De Gustavo Díaz Ordaz a Enrique Peña Nieto, los presidentes concedieron atribuciones extraordinarias al Ejército Mexicano para hacer de las fuerzas armadas un uso en los límites de la ley en contra de la disidencia política y social.
En el caso de Díaz Ordaz, para desarticular movimientos sociales críticos a su régimen fomentó una política de Estado conocida como guerra sucia donde la represión militar incluyó torturas y desapariciones forzadas, a la cual dio continuidad su sucesor, Luis Echeverría Álvarez.
La pertinaz memoria de los sobrevivientes de la noche de Tlatelolco aún se estremece al recordar el ruido de los pesados tanques al sitiar la plaza, el sonido de las botas al chocar contra el pavimento, las luces de bengala que precedieron al tiroteo, las carreras de los muchachos, las persecuciones, los golpes y suplicios: soldados asesinando a bachilleres aguerridos o ciudadanos que aquel fatídico 2 de octubre se hallaron en su camino. Todavía son heridas abiertas las que dejaron militares y también paramilitares o guardias blancas, responsables de la matanza de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas.
En 325 personas calculó las víctimas John Rodda, legendario reportero del rotativo británico The Guardian. Las cifras oficiales hablaron de 25 muertos y 36 heridos. Con base en documentos desclasificados de la CIA, la Agencia de Inteligencia de la Defensa (DIA) y la Oficina Federal de Investigaciones (FBI), la organización Archivos de Seguridad Nacional (NSA, por sus siglas en inglés) cifró entre 150 y 200 las personas que perecieron en la matanza, comparándola con la masacre de 1989 en la plaza de Tiananmen, en Pekín.
El número de muertos aún es tan incierto como lo fue la imposibilidad de identificarlos a todos, pero cada uno representó el inaceptable abuso castrense y de paramilitares contra ciudadanos comunes, según describen las autopsias practicadas a los cuerpos que quedaron en calidad de desconocidos…
Al cabo de los años, ese mismo Ejército es el que dispara a mansalva y altera escenas del crimen para encubrir que asesina extrajudicialmente. Son esas mismas balas de su uso exclusivo las que se descargan sin reglas de conflicto o códigos de guerra en sitios como Tlatlaya (Estado de México, junio de 2014), Ostula (julio de 2015) o cual sea el lugar donde, en nombre del supuesto combate al crimen, se exterminan testigos y se borran evidencias para ocultar las deficiencias propias, y que en las calles como en los cuarteles la manera usual de “combate” es el Código rojo.
Modelo de represión
La historia del uso faccioso de los cuerpos militares y las doctrinas aprendidas por altos mandos mexicanos en el modelo de la Escuela de las Américas no puede entenderse sin colocar la mirada en el estado de Guerrero, donde hombres como Arturo Acosta Chaparro y Francisco Humberto Quirós Hermosillo hicieron escuela en materia de represión y abusos contra los ciudadanos, un esbozo de lo que en años futuros se institucionalizaría en buena parte del país.
La Escuela de las Américas, el centro de adiestramiento militar más polémico del continente, se instaló en 1946 en Panamá para formar militares de élite expertos en técnicas de combate, tácticas de comando, inteligencia militar y contrainsurgencia; un modelo de soldado cuyo perfil fue definido por uno de los principales diarios panameños en cuatro palabras: “La Escuela de Asesinos”.
De sus cuadros egresaron muchos de los militares que, mediante golpes de Estado, gobernaron países de Centro y Sudamérica, otros que en las Fuerzas Armadas mexicanas ocuparon altos mandos y a quienes se les responzabiliza de desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales en diversas entidades del país.
Las fuertes críticas y acusaciones a sus egresados por graves violaciones a los derechos humanos obligaron a que la escuela cerrara en Panamá y se trasladara a bases y fuertes estadunidenses, en campus como el llamado Instituto de Cooperación para la Seguridad Hemisférica (SOA/WHINSEC), donde cada año militares mexicanos, al igual que de Centro y Sudamérica, son entrenados.
Su modelo de adiestramiento es el que en México se vio desde los años setenta por mano de militares, como los generales Acosta Chaparro y Quirós Hermosillo, quienes lo aplicaron precisamente en entidades como el estado de Guerrero: desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, tortura y violaciones a manos de las tropas, siendo uno de los primeros estados prácticamente militarizados para apabullar movimientos sociales, como luego ocurriría en Chiapas y Oaxaca, y en años más recientes en otras entidades del resto del país.
En Guerrero ocurrieron casos de desapariciones forzadas que a la postre se definirían como emblemáticos. Uno de los más relevantes fue el de Rosendo Radilla Pacheco, detenido y posteriormente desaparecido en Atoyac de Álvarez en agosto de 1974 con la excusa de que aquel líder social, secretario general de la Confederación Nacional Campesina (CNC), componía corridos para Lucio Cabañas y música en la que reivindicaba la lucha del maestro rural. Empeñados en conocer el destino final de su padre, sus hijos impulsaron un proceso legal en el que sólo hasta tres décadas después lograron que la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) juzgara y condenara al Estado mexicano por su desaparición; fue uno de los primeros en que cortes internacionales juzgaron el actuar de las fuerzas armadas mexicanas, de ahí su trascendencia.
Desde aquellos años de guerra sucia, el gobierno federal desplegó en Guerrero a un Ejército desenfrenado por hacer sentir la dureza de su puño; a partir de 1994, año de su fundación por el antropólogo Abel Barrera Hernández, el Centro de Derechos Humanos de La Montaña, Tlachinollan, ha documentado habituales agravios de militares, particularmente en contra de las 120 comunidades de la región de La Montaña.
Se trata del mismo perfil de abusos que ocurren de La Montaña a La Sierra, de la Costa Chica a la Costa Grande, de Atoyac a Aguas Blancas; de la represión castrense contra el profesor normalista Lucio Cabañas o Genaro Vázquez en los años setenta, o la responsabilidad por colusión u omisión en el caso de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa en 2014.
La historia de las fuerzas armadas en esa entidad incluye graves casos que organismos internacionales de derechos humanos pusieron bajo su lupa, como la detención, tortura y encarcelamiento de los ecologistas Rodolfo Montiel Flores y Teodoro García Cabrera, y el asesinato en mayo de 1999 de Salomé Sánchez Ortiz en la comunidad de Pizotla, municipio de Ajuchitlán del Progreso, todos miembros de la Organización de Campesinos Ecologistas de la Sierra de Petatlán (OCESP). El segundo incidente ocurrió bajo una operación dirigida por el teniente coronel de infantería José Pedro Arciniega Gómez, acompañado del capitán Artemio Nazario Carballo y 43 elementos de tropa: el cuerpo de Salomé quedó tirado mientras los militares no permitían que nadie se acercara al tiempo que, sin orden alguna, cateaban casas y golpeaban a sus habitantes.
El caso de los ecologistas tenía mucho fondo: con su defensa de los bosques de Petatlán obstaculizaban los negocios ilegales de tráfico de madera de hombres como Rogaciano Alba Álvarez, quien fue alcalde del municipio de 1993 a 1996 y llegó a dirigir la Unión Ganadera Regional; era un hombre peligroso, pues además de la tala clandestina operaba negocios de narcotráfico. Por muchos años se le denunció reiteradamente, y en vez de que la autoridad hiciera cumplir la ley, sus detractores fueron detenidos, torturados, encarcelados, y en el peor de los casos asesinados. Fue hasta 2010 que el gobierno federal le imputó cargos de tráfico de drogas en conexión con los cárteles de Sinaloa y La Familia Michoacana. El Roga fue también identificado por organizaciones de derechos humanos como autor intelectual del asesinato de la abogada Digna Ochoa, defensora de Rodolfo Montiel y Teodoro García.
En Guerrero se registró una masacre el 8 de junio de 1998 en la comunidad mixteca de El Charco, municipio de Ayutla de los Libres: fueron asesinados 11 campesinos, supuestos miembros del Ejército Popular Revolucionario (EPR), que pernoctaban en la escuela del pueblo, además de resultar heridas cinco personas y detenidas otras 21, trasladadas al cuartel de la IX Región Militar en Acapulco a cargo del general Alfredo Oropeza Garnica. El hecho se denunció también ante instancias internacionales, y en junio de 2012 la CIDH le dio entrada para su investigación.
Si en los gobiernos de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría Álvarez los militares protagonizaron agravios tan significativos, en años posteriores su actuar se fue deteriorando aún más. Las fuerzas armadas se convirtieron en uno de los sectores gubernamentales que más han violentado los derechos humanos de los ciudadanos a juicio de la CNDH: desde su creación en 1990, y sobre todo en la década posterior, la CNDH hizo a la Sedena recomendaciones particulares y generales cada vez más frecuentes. l
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