Hace un par de semanas recibí la llamada de un joven colega. Rubén me preguntó cómo llevaba tantos años manejando el miedo, cómo se aprende a procesar una interminable cantidad de amenazas de muerte, unas veladas y otras claras y directas.
Para este joven foto reportero, corresponsal de la agencia noticiosa gráfica Cuartoscuro y de la revista Proceso, el insomnio, la falta de apetito, la depresión a que siempre quiso llamar tristeza para no invocar su dura presencia cotidiana, eran enemigos con los que había que acostumbrarse a vivir.
Lo recomendé con una terapeuta especializada en estrés postraumático, ese síndrome que se convierte en daño colateral de la labor de periodistas y de quienes defienden profesionalmente los derechos humanos.
El estrés postraumático es ese oscuro pasajero que se asienta en la vida de quienes viven formas intensas sistemáticas o instantáneas de violencia y que ponen en riesgo la integridad física y la salud emocional de la víctima.
Rubén había aprendido a entrenar a sus colegas en asuntos de seguridad: cómo documentar gráficamente las injusticias, las manifestaciones cívicas, haciendo estrategias de seguridad personal y de protección del material gráfico que se convierte en evidencia pura y dura de la realidad.
Rubén como otros colegas, hombres y mujeres, recibió ayuda de la organización Artículo 19 para huir de Veracruz a exilarse, y junto con valientes periodistas gráficos que se unieron en el grupo #FotoperiodistasMX, decidió no darse por vencido a pesar de las duras y reales amenazas de muerte que había recibido a lo largo de los últimos años por hacer un buen trabajo en Veracruz, todo está documentado.
Rubén, como otras colegas, se vio forzado a emigrar a Distrito Federal, allí convivía con amigas cercanas, como la activista, artista y antropóloga Nadia Vera, perteneciente al movimiento #YoSoy132 de Xalapa.
“Considérate enemigo del pueblo” le dijo alguna vez el vocero del gobierno de Veracruz al impedirle la entrada a una conferencia de prensa en que el gobernador Duarte hablaría.
Eso sucedió a partir de la publicación de una ya famosa portada de la revista Proceso en que Duarte aparece con un inquietante rostro que emana desprecio, portando una gorra policíaca. En esas fechas la gente se manifestaba en las calles de Veracruz contra las malas prácticas gubernamentales, la corrupción, la impunidad e inseguridad. Lo hacían con frases ahora famosas que según el propio Espinosa indignaban al equipo de seguridad del gobernador, muchas de estas expresiones hacen alusión al sobrepeso del mandatario, a sutalante iracundo, violento, racista y sexista.
Lo cierto es que Rubén Espinosa, era un buen fotógrafo, hizo cientos de piezas importantes, logró hacer con una imagen lo que las palabras jamás hubieran logrado de manera seria en una página noticiosa: dejar que el propio personaje se mostrase sin filtros, su metalenguaje de puños cerrados, mirada rabiosa, con su nombre y puesto bordado en la camisa “Javier Duarte. Gobernador” dicen las letras rojas en su pecho, como para que nadie lo ponga en duda.
“Gobernador” anuncia su gorra con la insignia policíaca que es una estrella plateada a la vez que símbolo de poder y control social. Pero eso no fue lo que más le indignó, según el autor de la fotografía, para el gobernante la afrenta fue el close-up que muestra también una obesidad mórbida por la cual siempre se ha sentido inseguro y blanco de la mofa de propios y extraños. De allí que tenga fotógrafo oficial, responsable de tomarle siempre en ángulos favorables.
Parecería nimio o ridículo asegurar que muchos gobernantes se enconan de forma personal con ciertos periodistas (hombres o mujeres) que evidencian algo inocultable de su personalidad que pretenden esconder y que les genera inseguridad. No solamente hablamos de la estructura corporal, también de los gestos que delatan a todas las personas por más que intenten reservarlos.
Rubén me dijo que el vocero había comentado que al gobernador le enfurecía también ese otro famoso close-up de Cuartoscuro, en que a Duarte parecen brotarle los ojos como a una gárgola colérica, en que aventaba el cuerpo contra las periodistas que lo inquirían y a quienes mostraba los dientes en señal de rabioso ataque.
Una y otra vez le advirtieron a Rubén que ya no debía vivir en Veracruz, que estaba en la lista negra de los enemigos.
Rubén no tuvo tiempo de acudir a terapia para sentirse aliviado de su angustia, ni para explorar la ansiedad que le causaba escuchar a tantos y tantas colegas expresar sus miedos y las amenazas que reciben a diario por ejercer periodismo o activismo derechohumanista. Fue asesinado junto con la defensora Nadia Vera, una joven valiente de voz sólida y mirada luminosa que confrontó al poder y las injusticias en Xalapa. Otras tres mujeres fueron victimadas con ellos con un arma 9mm de uso militar, con disparos limpios, firma característica de sicarios.
Sólo quien vive bajo amenazas sabe que el reloj marca las horas de forma diferente. No simplemente se vive el miedo propio, también acosa el duende de la autocensura que hace que nos preguntemos ¿de verdad valdrá la pena el riesgo por develar una tropelía más en un país de indignos gobernantes? Sólo para responder que siempre vale la pena decir la verdad, trabajar contra la ignominia, intentar construir un país en que valga la pena vivir, crecer, amar.
También está siempre presente la culpa de la y el sobreviviente, esa que se lleva como un tatuaje cuando las amenazas son compartidas, hasta que una mala noche nos enteramos de que le llegó la muerte largamente advertida a esa persona con la que apenas hablamos, que tenía fe, que creía en la ética, con quien nos repetimos como un mantra seguro que no se atreverán a matarte, no después de haberlo denunciado tanto, no después de haber señalado abiertamente a tu potencial asesino. Seguro que no te matarán.
Puedo escuchar la voz de Rubén como escuché la de otras tantas y tantos colegas canturrear en una marcha solidaria, codo a codo: No se mata la verdad matando periodistas.
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