La reforma energética es una caja llena de misterios y sorpresas. ¿Será como la de Pandora? El gobierno la presenta como la llave que detonará el esperado crecimiento de la economía, mientras la oposición la mira como una claudicación de la soberanía nacional que conducirá a la destrucción de facto de Petróleos Mexicanos y de la Comisión Federal de Electricidad, con efectos desastrosos para el desarrollo del país. Unos esperan que la inversión privada nacional y extranjera saque a México del letargo económico en que se encuentra desde hace más de cuatro décadas, y los otros amenazan con revertir la contrarreforma mediante una consulta popular en 2015. La complejidad del tema me lleva a ceñirme a dos chascos de la reforma: el de los pasivos laborales de Pemex y CFE y, estrechamente ligado a ello, el de la corrupción triunfante.
Ahora nos enteramos de que la madre de todas las reformas tuvo un hijo que permaneció oculto durante siete décadas y que costará a los contribuyentes 2 billones 221 mil 512 millones de pesos, equivalentes a más de 10% del producto interno bruto (PIB). El desmesurado monto corresponde al pasivo laboral de Pemex (1 billón 700 mil millones de pesos) y al de la CFE (521 mil 512 millones), acumulados durante más de 70 años de un corporativismo sin límites promovido por la “política de masas” del Estado posrevolucionario que derivó en el paradigma de la podredumbre sindical personificado por Carlos Romero Deschamps, hijo predilecto del régimen priista y apapachado también por los gobiernos panistas.
Mihail Maniolesco, autor de El siglo del corporativismo (1934), considera al corporativismo como un sistema de dominación política para instituir un proceso de modernización nacionalista defensiva controlado por el Estado de partido único, como en la Italia fascista. Es clara la influencia de ese pensamiento en la estructura sectorial de la tríada PNR-PRM-PRI, concebida desde 1929 con fines de control político, estabilidad social y apoyo electoral. La “política de masas” del Estado posrevolucionario, promovida de manera especial por el general Lázaro Cárdenas con la creación del PRM y la formación de la CNC y la CTM, sirvió de base social para la institucionalización del presidencialismo autoritario, caracterizado por la centralización del poder en el Ejecutivo federal, prevaleciente hasta 2000. Ahora intenta resurgir con nuevos bríos.
Sin embargo, el corporativismo priista ha caído en excesos de simulación, despilfarro y corrupción que lo hacen inviable financiera y políticamente en el México de hoy. Por más que se pretenda disfrazar el escándalo del pasivo laboral de Pemex y CFE, resulta inocultable la complicidad entre un sindicalismo rapaz y una burocracia complaciente y cínica. El PRI no puede evadir su responsabilidad en la creación del régimen sustentado en un corporativismo y un clientelismo que han saqueado y quebrantado a las dos principales empresas públicas del país de forma tan absurda como evidente. Con desfachatez, el secretario de Hacienda declaró que “fue una buena idea absorber el pasivo laboral de Pemex para la empresa como para las finanzas nacionales”. Pero omitió lo esencial: explicar cómo se llegó a ese desfalco, en qué y cómo se gastaron esos 1.7 billones de pesos y qué impacto tendrá para las finanzas públicas y para los bolsillos de los contribuyentes el pago de esa monstruosa deuda.
La compra de estabilidad social y votos mediante la connivencia entre líderes sindicales y funcionarios corruptos resulta un espectáculo grotesco e insostenible. La irracionalidad financiera y la obsolescencia política del corporativismo tricolor deben enfrentarse con valor civil e inteligencia política. Es necesario juzgar y, en su caso, castigar a los culpables de ese descomunal atraco. Sus más ostentosos protagonistas son el senador Romero Deschamps y el diputado Ricardo Aldana, exculpados de su responsabilidad en el Pemexgate; sin excluir a algunos exdirectores y altas autoridades de la empresa petrolera, así como a los hijastros del expresidente Fox. Todos los responsables deben ser investigados, juzgados y castigados conforme a derecho.
Además de ofensiva, la impunidad obra en contra de la credibilidad de la reforma energética y de la legitimidad de sus artífices. La gran omisión de la reforma petrolera es haber excluido la prevención y el combate a la corrupción tanto en el proyecto del Ejecutivo como en las leyes secundarias que se discuten en el Congreso. ¿Aún es tiempo de introducir los 50 cambios que pretendían hacerse en el Senado a la propuesta del gobierno federal (Reforma, 8 de julio de 2014), con el fin de que tanto Pemex como CFE y todos los contratos con inversionistas y contratistas estén normados por la Ley Federal Anticorrupción y queden sujetos a la revisión de la Auditoría Superior de la Federación, para garantizar la transparencia y la prevención de la corrupción a gran escala que suele ocurrir en las operaciones multimillonarias del sector energético sin controles adecuados?
Resulta imperativo implantar un esquema de tolerancia cero a la corrupción, similar al de la empresa noruega Statoil, al que me referí en una colaboración anterior (La expoliación petrolera, Proceso 17/08/2013). Todos los deseables aciertos que pudiera contener la reforma se verían anulados si no se imponen las normas preventivas y las sanciones a los infractores. Es la única garantía de que la reforma petrolera beneficie a los ciudadanos y no sirva sólo para aumentar las utilidades de las empresas trasnacionales y para engrosar los bolsillos de un pequeño grupo de truhanes.
Junto al pasivo laboral de Pemex y CFE, el Fobaproa y el rescate carretero, a pesar de sus nocivas consecuencias, son pequeñeces. El asunto es de extrema gravedad y los responsables del atraco no deben quedar impunes. No es posible que el gobierno y su partido pretendan eludir su responsabilidad en la creación de esta aberración financiera y política. Los magnates del proletariado y sus cómplices burocráticos deben ser llevados a la justicia. Es tiempo de transitar de una “política de masas” y un corporativismo clientelar a una auténtica democracia ciudadana. La confianza en la gestión del presidente Enrique Peña Nieto y la efectividad de sus reformas están de por medio.
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