La mezcla racial de estadunidenses y mexicanos más los residentes de nacionalidad mexicana en Chicago, Los Ángeles, etcétera, no celebran el 15 de septiembre como el 5 de mayo. Esa fecha, pero de 1862, fue cuando los franchutes del monárquico ejército francés fueron derrotados en Puebla, más que por un ejército en forma, por los mexicanos que el valiente e inteligente general Ignacio Zaragoza logró medio organizar, con levas, voluntarios e indígenas (a los que odia la señora Rosario Robles, de la Secretaría de Desarrollo Social); y quien le rindió el parte al estadista Benito Juárez de que “las armas se han cubierto de gloria”.
Es la hazaña que celebran allende las fronteras del Norte, porque con la derrota de Puebla, entre otras, Napoleón III desistió de invadir también a los estadunidenses que estaban enfrascados en su Guerra de Secesión. Juárez fue un dirigente apoyado por la mayoría de los mexicanos porque tuvo credibilidad política. Y junto con el pueblo, Zaragoza, Mariano Escobedo y quienes lucharon por la democracia y la República contra Maximiliano –que nunca fue emperador de México “porque Juárez era el presidente” (Gastón García Cantú,Historia del pensamiento de la reacción mexicana)–, lograron expulsar a los invasores franceses, restaurar la República, crear la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos de 1857, someter a los conservadores nativos, implantar el liberalismo político y afianzar el nacionalismo patriótico.
Al estilo de los presidentes del montón que hemos padecido –con excepción de Lázaro Cárdenas–, como Carlos Salinas, Ernesto Zedillo (gestor a favor de Citigroup, de donde es consejero y pide la cabeza de Oceanografía), Vicente Fox y esa copia de Victoriano Huerta, el tal Felipe Calderón, Enrique Peña estuvo en Puebla acompañado del desgobernador y represor Moreno Valle, para rememorar el 152 aniversario de esa gesta de permanencia perenne en la biografía de la nación mexicana. Y pronunció un discurso para elogiar las libertades constitucionales conquistadas en 1810, 1854, 1857 y aquel 5 de mayo de 1862. Y confirmadas en el Cerro de las Campanas el 19 de junio de 1867, cortando de tajo la ambición imperialista y la traición conservadora, cuando a las 07:05 horas se cumplió la sentencia de pena de muerte contra Maximiliano de Habsburgo (con Miramón y Mejía).
Sólo que el peñismo no es consecuente con su discurso y mucho menos con el Manifiesto a la Nación del 17 de julio de 1867 (como el de Pericles-Tucídides en la Atenas del nacimiento de la democracia): “Ha cumplido –dijo Juárez– el gobierno el primero de sus deberes, no contrayendo ningún compromiso en el exterior ni en el interior, que pudiera perjudicar en nada la independencia y soberanía de la República, la integridad de su territorio o el respeto debido a la Constitución y a las leyes”. Párrafo que no podría hoy asumir Peña ni el peñismo; y mucho menos que: “En nuestras libres instituciones, el pueblo mexicano es el árbitro de su suerte”. Y es que Peña se niega a consultar al pueblo sobre sus contrarreformas, en particular la energética, queriendo llevar a cabo contra viento y marea la contraexpropiación petrolera, asumiendo una conducta antijuarista y anticonstitucional, al reformar los Artículos 25, 27 y 28 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos vigente, vetando la controversia constitucional contra ellas ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación como tribunal constitucional.
Juárez fue el pueblo, la nación y el estadista con la generación de la Reforma, el Estado laico y, según Daniel Cosío Villegas, la cabeza de “hombres sin el más remoto paralelo en nuestra historia por su capacidad intelectual y sus prendas morales; un equipo de hombres que por haberse forjado en la escuela de la adversidad y del rigor más agudos, por haber sido actores en el drama y artesanos en la obra de levantar de la ruina y la desolación la fábrica atrevida de un México moderno y occidental […]. No era, como lo pintan sus enemigos, un hombre con la sola virtud del temple; tampoco era, como lo quieren sus apologistas, sólo un gran estadista; mucho menos todavía un visionario, sino un hombre de principios, que no es lo mismo y es mejor; era, además, un estupendo, un consumado político. Tenía los ingredientes que hacen al gran político: una pasión devoradora por la política, como que ella, al fin, lo consumió, y una capacidad de lucha tal, que engendra placer y hace innecesario el reposo […] y Juárez tenía también otro ingrediente del político, sólo que la leyenda y el lugar común lo han desfigurado tanto al pobre, que han acabado por arrebatárselo: era flexible y conciliador” (Historia moderna de México. La República restaurada. La vida política, tomo I).
Sobre todo el panismo de Calderón dejó al país en ruinas. Y Peña no lo ha comprendido así. La docena derechista corrompió más. Permitió que la barbarie y los bárbaros del narcotráfico se reprodujeran como una delincuencia de 1 mil cabezas; pero el peñismo sigue esa “guerra fallida”, facilitando que todo el país se convierta en un Michoacán. Quienes buscan reivindicar a Maximiliano, aseguran que éste quería “salvar a México”, según notas de la reportera Silvia Isabel Gámez (Reforma, 3 de mayo de 2014). Y en una entrevista concedida a la revista Time –con su rostro en la portada y seguramente pagada como publicidad–, Peña se mostró como “salvador de México”. Así pues, no es Juárez –el estadista y el político– el modelo de Peña, sino Maximiliano, el pelele de los conservadores y antinacionalistas.
*Periodista
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