ACAPULCO, GRO.- El helicóptero aterriza en Omitlán después de sobrevolar lo que desde el cielo se ve como un laberinto de puentes destruidos, montes de arena descoyuntando carreteras, caminos chimuelos y gente como mulas cargando despensas, ropa, animales y botellas de agua en la espalda. La aeronave causa expectación en este pueblo de Tierra Caliente. Niños, jóvenes y adultos forman de inmediato dos filas encima de la arena para descargar el primer vehículo oficial que llega con comida, una semana después de la tragedia.
Están parados encima de un playón que cubre a su comunidad, pues ésta es ahora como una Atlántida hundida bajo la arena arrastrada por el río cuando creció como un mar. En una esquina se ve que se negó a ser enterrada la cruz verde de la cúpula de la iglesia. Se asoman también las greñas de varias palmeras con el tallo sepultado.
A pesar de la escasez de comida y de líquidos potables, el tesorero de la comunidad ofrece a los recién llegados un vaso de agua o “una tortillita”.
“La ayuda empezó a llegar desde el lunes”, relata el campesino Lucio Bailón, representante del pueblo en ausencia del comisario. “Nos la trajo la gente de la comunidad de Villa Guerrero; ha venido mucha gente caminando con cosas y las pasamos en pangas. En el Tepoguaje también nos brindan apoyo. Del gobierno no había venido nada”.
Este es el paisaje ahora en las comunidades rurales de Guerrero. Y en él, hombres y mujeres caminando días enteros, subiendo y bajando cerros, peleando con su remo contra la corriente de los ríos para llevar alimentos a los otros, a los doblemente damnificados: la primera vez por la pobreza añeja y, esta segunda, por la estampida del río que les arrebató de la boca lo poco que tenían.
Se organizan en cuadrillas para hacer reparaciones a la infraestructura o remendar un puente a base de ladrillos, alambres, cuerdas y tablones, como se vio en Coyuca de Benítez, o bien dividiéndose las tareas para la supervivencia.
También han suplantado al personal de Protección Civil que estuvo como desaparecido durante la desgracia. Les tocó a ellos alertar a los vecinos del peligro y rescatar a gente con canoas o en escaladas cerro arriba. Se les ha visto censando los daños en los rincones a donde la Secretaría de Desarrollo Social federal no llegó porque la secretaria de los pobres se enfocó primero en rescatar a la gente de Acapulco.
El diagnóstico en Omitlán es triste: 83 casas, como la mitad del pueblo, sepultadas; no hay luz ni teléfono porque los postes quedaron bajo toneladas de lodo; las carreteras desaparecieron y escasean las pangas que los ayudarían a salir a buscar comida.
Acusan de su desgracia a la criminal espera de la Comisión Federal de Electricidad, que no abrió a tiempo las compuertas de la presa La Venta para el desfogue y en su afán de retener el agua ahogó a tres comunidades. “Si las cortinas no se hubieran roto nos hubiéramos ahogado todos”, confía el hermano del tesorero.
Ahora los damnificados duermen hacinados en la cancha deportiva del pueblo, bajo un techo de lámina junto a los pocos electrodomésticos que lograron rescatar y la olla de comida atizada en el fogón.
“En los derrumbes se destrozó la manguera del agua, pero pronto la gente organizó una brigada para repararla. Ya nos organizamos en grupos”, dice el tesorero.
El lazo comunitario
En todos los rincones, bajo los escombros, en los lugares aparentemente perdidos florecieron estas historias de los pueblos acostumbrados al olvido de las instituciones y los cuales se alimentan entre todos con lo poco que les queda, parchan como pueden la carretera destruida, enmiendan puentes con sobras y cosen a retazos el futuro común para que no se les escape.
Durante el diluvio muchos pueblos dieron clases de “solidaridad desde abajo”, de comunitariedad, como dice el antropólogo Abel Barrera, director del Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan, enclavado en la región más pobre del país.
Ante la tragedia, Tlachinollan enroló a voluntarios para ir a las comunidades donde la Sedesol decía que no había podido llegar. Era necesario mapear los daños, recoger el sentir de la gente, decir “presente” por ellos.
En el recorrido encontraron comunidades que se habían organizado para desalojar personas, se habían turnado el pico y la pala para rescatar a sus difuntos y sin maquinaria y con instrumentos rudimentarios reabrieron brechas, construyeron campamentos en el cerro, crearon ollas comunitarias, enviaron emisarios para pedir ayuda y emisarias para formarse por todos para conseguir despensas.
“Es con corazón, con la fuerza que da la solidaridad, con sus manos. La potencia comunitaria es aleccionadora de cómo tejen esta solidaridad, tienden puentes entre ellos para ayudarse a pasar, reconstruyen puentes colgantes volviendo a las técnicas de los bejucos y las varas, improvisan cobertizos, llevan la cocina de la casa al cerro con braseros, hacen guardias de noches sin dormir para velar los sueños de sus hijos, a quienes cubren con náilons que los protejan un poco del viento de la noche”, dice el reconocido activista.
Barrera narra que la corriente del río se llevó a un niño de Chilistlahuaca, en el municipio de Metlatónoc, y se crearon cuadrillas de búsqueda las cuales no pararon hasta encontrarlo. Y una mujer embarazada fue cuidada por toda la comunidad mientras daba a luz en el cerro, bajo el diluvio.
El antropólogo dice que esta necesidad de supervivencia hizo a los indígenas mantenerse juntos, acuerparse para resistir los embates de la naturaleza y la indiferencia de las autoridades, las cuales comenzaron a llegar a las comunidades hasta seis días después del diluvio y las cuales todavía hoy, cuando se cumplen dos semanas, no han tocado base con todos. Dice que el olvido ha calado entre la gente.
Tlachinollan se encargó de hacer visibles las voces, los rostros de los indígenas más pobres del país antes de que cualquier funcionario de gobierno o televisora llegara hasta ellos. Su página en internet exhibe grabaciones donde los campesinos hablan de las pérdidas, el hambre, la soledad, la incertidumbre y sus miedos.
Estas poblaciones se encontraron también con que algunos de otras comunidades aprovecharon para subir los precios de los alimentos y cobrar a precios disparatados los traslados en pangas, a sabiendas de que era la única opción de traslado pues los caminos estaban destruidos.
Pero a la vez surgieron muestras de lo contrario. En la zona de la Costa Chica, en San José Guatemala, municipio de San Marcos, el pueblo se salvó del ahogamiento instalándose arriba de un cerro, comiendo mangos, compartiendo un pozole.
En ese lugar los pobladores narraron a esta reportera cómo se organizaron para sacar intacta a su gente de entre las garras del río crecido. Destacan el nombre de su vecino José Trinidad Carrillo, oriundo de Lomitas, quien en la triste y heroica jornada, con cuatro hijos y varios compadres, estuvo desde las seis de la mañana hasta las 10 de la noche acarreando almas en una panga, de cuatro en cuatro, hasta desalojar a la comunidad entera y dejarla a salvo en aquel monte.
“Vimos la crisis y… a ayudar. Pasábamos entre las casas (en la canoa), estaba hondo todo, estuvo duro el trabajo. Los recogíamos en sus casas y los llevábamos al cerro y de ahí se iban caminando. De a cuatro por viaje, con remo, a uno le echamos cinco. Cada niño con su mamá… y así lo hacíamos (…) Los trajimos seguros, no podíamos perder ni una criatura… Nos pusimos de acuerdo para que no se perdiera ni una familia. Sacamos como 400 personas… o 350”, dice el campesino.
Las autoridades municipales, Protección Civil y la Marina no acudieron al llamado de auxilio que lanzó la comunidad cuando crecía el río y amenazaba con ahogarlos a todos.
“Dijeron que venían pero nunca llegaron; tampoco de San Marcos (el municipio). No hicieron nada. Al día siguiente dijeron que iban a mandar a Protección Civil. Yo me puse medio grosero, les dije: ‘¿A qué vienen cuando bajó el río? ¡Hubieran venido a partirse la madre con nosotros! Ahora sí vienen a ayudar a abrir el camino, pero cuando los necesitábamos no llegaron’”, cuenta el hombre vía telefónica.
Del gobierno, indiferencia
En otros pueblos se repitió este simulacro del diluvio universal en el que, en lugar de un arca capitaneada por Noé para salvar a los elegidos, llegaron vecinos del pueblo en frágiles canoas para rescatar a poblaciones enteras.
Desde el albergue improvisado arriba de la iglesia del barrio Espinalillo, en Coyuca de Benítez, la señora Clementina Lucas Cipriano narra que cuando el río crecía en la precaria colonia San Diego los vecinos se dieron la alerta y quienes tenían pangas se dedicaron a salvar al resto.
“Primero sacamos a los niños, eran unos 75. Los mandábamos solos porque queríamos que se salvaran ellos. Uno de grande se puede salvar algo, ¿pero ellos?”, dice una mujer.
En el desalojo estuvo a punto de caer al agua por el trastabilleo borracho de la panga.
“No hemos recibido nada del gobierno, sólo de las personas que nos traen ropas, de la iglesia, de empresarios, que nos trajeron colchonetas y sarapitos”, dice rodeada de niños en ese albergue improvisado por el padre Hipólito, quien al ver la inundación invitó a los ribereños a subir al techo de la iglesia, una explanada donde duermen 180 personas. Él se encarga de conseguirles alimentos. “La ayuda es de la iglesia y de empresarios”, dice vía telefónica el sacerdote.
La tarde en la que esta reportera visitó el albergue encontró a un anciano casi inmóvil rodeado de puros niños, vigilados de reojo por la señora Clementina. Los infantes compartieron la pesadilla que aún llevan húmeda en la memoria:
“Cuando nos salimos ya estaba salido en la carretera, luego nos vinimos para acá porque el padre nos dijo que si queríamos vivir, arriba de la iglesia, como acá no llegaba el río… pero tumbó allá una casa, se salió e inundó la casa del padre, por eso le ayudamos a sacar el lodo”, dice Anselmo Claudio García, de 10 años, el platicador del grupo.
Tímido, su amigo Alexander Cerbero dice su vivencia: “Casi el río se llevó un pedazo del puente, casi nos caímos porque se estaba hundiendo. Después se empezó a hundir todo, nos venimos a un cuarto que nos prestaron pa’llá pero había muchos alacranes y nos venimos a la iglesia. Ya no salimos porque abajo estaban las olas grandes, se metían por la puerta, se estaba inundado abajo. Mi casa quedó tapada; el baño, todo, como es de palo se cayó porque estaba chueca. No pude salvar nada. Se llevó a mis animales, la gallina, la gata y los tres perros, sólo se salvó mi perro Beethoven porque nadó”.
Extraña sus juguetes, su casa, su ropa, dice.
Como el del padre Hipólito, en Guerrero han aparecido otros albergues improvisados por los ciudadanos para cuidar de sus iguales ahí donde el gobierno ni siquiera se presentó.
En los centros de acopio o de distribución de alimentos es común encontrarse a personas como el ingeniero Luis Enrique Serrano, oriundo de Corral Falso, Atoyac, quien hizo guardia en la base militar Pie de la Cuesta, de Acapulco, hasta lograr que alguno de los helicópteros subiera las 700 despensas reunidas entre sus paisanos regados por todo el país, gracias a una cadena promovida en Facebook en apoyo a su pueblo natal.
“A todos los que quieren y aman al pueblo de Corral Falso se les cita el domingo a las 9 y media de la mañana en el astabandera frente al Parque Papagayo”, era el mensaje. Lo difícil fue conseguir la aeronave.
“La gente, en su cultura, primero resuelve sus necesidades”, dice Barrera. “Cuando se desgajaban los cerros, las estructuras de gobierno comunitario empezaron a planear cómo remover el lodo para sacar cuerpos, cómo salir a flote para resolverlo como organización, con el corazón. La autoridad se traslada a la comunidad, que está preparada para salir al frente con fuerza y organización. Después de reordenar el caos tan violento, tan estrujante, logran alcanzar cierta tranquilidad y salen a pedir ayuda a las autoridades, que es intrascendente porque no resuelve de fondo el problema. De ellas hemos visto indiferencia y lentitud”.
Esta fortaleza comunitaria la presenciaron los primeros rescatistas en llegar a La Pintada, el pueblo sepultado bajo un alud el cual, se estima, acabó con unas 70 personas. Ahí los habitantes se organizaron para enviar a una comisión a avisar al municipio de la desgracia y buscaron parajes seguros para dormir juntos, hasta que el gobierno se diera cuenta y actuara. Al tercer día, cuando los rescatistas pisaron por primera vez ese pueblo arrasado, encontraron que la gente ya había rescatado y enterrado a cinco de sus difuntos.
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