Uno de los primeros signos muy claros de distensión mediática en el primer mes del gobierno de Enrique Peña Nieto es la ausencia en los discursos oficiales del tono bélico que caracterizó a su antecesor.
No hay “guerra”, no existen proclamas presidenciales reforzadas con uniforme militar, tampoco regaños desde el atril a los incrédulos de la “estrategia”, pero sí existen los muertos, los desaparecidos, los más de 15 mil cuerpos no identificados que fueron a parar a las fosas comunes de un sexenio, según información publicada este 2 de enero por La Jornada.
La ola de enfrentamientos prosigue. En diciembre de 2012, el primer mes del sexenio peñista, se registraron 982 ejecutados, según el recuento de Milenio Diario. El 2012 concluyó con un total de 12 mil 394 ejecuciones, 110 más que en 2011, pero 264 homicidios menos que en 2010, el año más violento del sexenio de Felipe Calderón, de acuerdo con el mismo registro.
Tan sólo en el mes de diciembre, la radiografía de las ejecuciones indica que el mayor número de casos se concentra en entidades del noreste del país, gobernadas por el PRI. Chihuahua repuntó con 122 ejecuciones, Coahuila tuvo 105 en la peor ola reciente de violencia en esta entidad, Sinaloa registró 79, Zacatecas 53 y el Estado de México, 47. El enfrentamiento en el penal de Gómez Palacio, Durango fue un hecho escasamente informado, pero provocó la muerte de 14 internos y 9 custodios. En los límites entre Michoacán y Jalisco se reavivaron los enfrentamientos entre los Caballeros Templarios y las otras fuerzas criminales.
No son reportes oficiales ni ministeriales. Son recuentos periodísticos. El único “certificado”, decretado durante el gobierno de Calderón, es que la mayoría de las ejecuciones se trató de enfrentamientos “entre criminales”. De antemano, al criminalizarlos se justificó la ola de muerte y violencia, como si no se trataran de ciudadanos.
En el primer mes del actual gobierno, la receta aplicada por los mercadólogos y asesores de Peña Nieto no es modificar de raíz la decisión adoptada en diciembre de 2006 de movilizar al ejército y realizar operativos especiales para “rescatar” las plazas dominadas por el narco. La estrategia es modificar la percepción de riesgo, violencia y vulnerabilidad que se generalizó en el país durante el último sexenio panista.
Para quienes privilegian las percepciones en lugar de las realidades, lo más importante no son los enfrentamientos, las muertes provocadas, la nula eficacia ministerial, las miles de desapariciones sino la sensación de fracaso, de que la estrategia fue fallida y que, en lugar de combatir al narcotráfico, la “guerra” fortaleció y expandió a los cárteles de la droga.
Hay parte de razón en esta lógica de realismo político de los priistas que retornan a la presidencia. Durante un sexenio, Calderón aplicó el método de autoafirmación e intoxicación informativa para convencernos que su decisión de enfrentar a los cárteles de la droga con los cuerpos militares y policiacos fue acertada.
En el colmo de la esquizofrenia, Calderón criticaba a los medios que informaban sobre las ejecuciones, levantones y desapariciones generadas por esta ola de enfrentamientos, pero él se dedicaba a recordarnos un día sí y otro también que este asunto era su prioridad. El único que podía hablar en términos bélicos era él, pero “no estábamos en una guerra”.
El fracaso de Calderón fue absoluto, en términos de realidades y de percepciones. No hubo ninguna victoria que presumir. No disminuyeron los índices de violencia e inseguridad. El crimen organizado multiplicó sus ganancias, se atraparon algunos capos, otros fueron ejecutados, pero no se desarticularon las estructuras criminales de los cárteles, quizá porque estaban enquistadas y vinculadas a las mismas instituciones dedicadas a combatirlos.
Hubo una “captura del discurso” y del Estado durante el sexenio de Calderón. La narcotización informativa no modificó la percepción, ni siquiera con todo el apoyo de las televisoras para reforzar la decisión presidencial, adoptada al margen del Congreso y consentida por las principales fuerzas políticas.
El resultado fue un sexenio de pesadilla. No se equivocó Calderón: su gobierno será señalado no por los festejos del Bicentenario sino por la guerra contra el narcotráfico. Y él no será recordado precisamente por valiente sino por indolente frente a la espiral de violencia e impunidad que generó su decisión de “limpiar la casa”. La cifra incierta que oscila entre 65 mil y más de 100 mil personas asesinadas durante su sexenio nos retrata el tamaño de la herida generacional que dejó este periodo.
El gobierno de Peña Nieto no ha roto con esa decisión, pero quiere evadir el déficit de opinión pública que generó la guerra de Calderón. Cuidadosos, los priistas de vuelta en Los Pinos no han condenado frontalmente la estrategia fallida o la falta de ésta durante un sexenio. Han optado por cambios administrativos. El más importante es la reincorporación de la Secretaría de Seguridad Pública a la estructura de la Secretaría de Gobernación y la promesa de crear una gendarmería nacional.
Es muy probable que pasemos de la intoxicación informativa que no permitió entender a cabalidad lo que estaba sucediendo en esta “guerra” sin cuartel a una especie de indiferencia oficial calculada, mientras la violencia sigue cobrando víctimas, y los expedientes de corrupción y negligencia estarán ahí, engrosándose.
La “guerra” ya no existe en el discurso oficial, pero tampoco la justicia para las víctimas, ni la sanción para los responsables. El tamaño de la herida social puede ser mayor porque no se trata de decretar un autoengaño colectivo sino de enfrentar los saldos de una violencia que llegó, como la humedad, hasta los espacios más insólitos de la sociedad mexicana.
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