Madres de desaparecidos protestan en el D.F. Foto: Benjamin Flores |
MÉXICO, D.F. (apro).- Las imágenes son las mismas que en una dictadura del siglo pasado: madres con cartelones con los nombres y fotos de sus hijos desaparecidos, con tapabocas y playeras preguntando dónde están, exigiendo justicia a un régimen sordo, cómplice.
Este 10 de mayo el escenario fue la Ciudad de México, hasta donde llegaron madres de 12 estados del país para recordarle al gobierno de Felipe Calderón que su “guerra contra las drogas”, lejos de acabar con el narcotráfico hizo del país un tétrico escenario, como ahora es identificado en el mundo.
Las escalinatas del Ángel de la Independencia, en Paseo de la Reforma, se llenaron con los nombres de algunos de los 10 mil desaparecidos en este sexenio de la violencia. Luego, esas listas se vieron por el Monumento a la Revolución.
Era la “Marcha por la Dignidad” de las madres que no volvieron a saber más de sus hijos en esta guerra unilateral declarada por un político con poder pero en busca de legitimidad.
Pero a diferencia de las dictaduras, donde los agentes del Estado o grupos paramilitares eran los claros responsables de esos crímenes de lesa humanidad, en México la situación es aún más difícil.
Un día llegaron unos soldados y se llevaron a sus hijos. Otro día fueron policías. Y muchos otros, hombres desconocidos fueron por ellos o los detuvieron en la calle sin que se sepa más de ellos.
Cuando la desaparición forzada es cometida por representantes del Estado, es claro en dónde buscar la responsabilidad. Pero cuando es cometida por particulares en un entorno tan violento como en México, la búsqueda de responsables se complica tanto como en una guerra sin reglas.
Aun en las guerras por odio racial hay protocolos para el trato de prisioneros y víctimas. Aquí, ni los cárteles que se disputan el lucrativo negocio de las drogas ni las fuerzas federales encargadas de combatirlos han respetado las convenciones internacionales. Unos y otros, literalmente, han desaparecido “al enemigo”, tengan o no que ver con esa guerra.
Si en la dictadura las madres les pedían a los jefes militares que les dijeran en dónde habían enterrado a sus hijos, “siquiera para llevarles una flor y derramar una lágrima” donde murieron víctimas de la represión, en México “la guerra a las drogas” ni siquiera permite eso, en muchos de los casos.
En las dictaduras, los jefes policiales y del aparato de seguridad engañaban sobre los detenidos. “Aquí no está. Por aquí no ha pasado”, les respondían a quienes buscaban a sus familiares. En México, el aparato de procuración de justicia hace lo mismo. O peor aún, simula que investiga. El peregrinaje por las procuradurías estatales y la General de la República es inacabable como las invenciones para fabricar acusaciones.
Y como en esos viejos regímenes donde el dictador decía que los muertos o desaparecidos eran “criminales que actuaban contra la seguridad nacional”, en México el presidente ha sido el primero en darle carácter de criminales a muchas víctimas. “Eran pandilleros”, dijo cuando un comando ejecutó a mansalva a un grupo de jóvenes que estaban en una fiesta en Villas de Salvárcar, en Ciudad Juárez, en enero de 2010.
El Estado mexicano no ha hecho nada para encontrar a los desaparecidos. Desde el momento en que los caracteriza como criminales, los condena al abandono, sin siquiera ofrecerle a los familiares la posibilidad de encontrarlos.
El tamaño del problema es tal que hasta en Estados Unidos, promotor de “la guerra a las drogas”, advierten sobre la gravedad de esas violaciones a los derechos humanos, cometidas tanto por particulares como por agentes estatales.
En el caso de los agentes estatales, la subsecretaria de Estado Adjunta para Asuntos de Seguridad Civil, Democracia y Derechos Humanos, Kathleen Fitzpatrick, declaró ante el Congreso estadounidense:
“Las denuncias de violaciones a los derechos humanos cometidas por militares han tenido un aumento increíble, así como las quejas de que funcionarios están involucrados en la desaparición de personas, torturas y detenciones extrajudiciales.”
El Estado mexicano ha estado marcado por la impunidad. En el régimen del PRI, los desaparecidos de “la guerra sucia” quedaron sin justicia con la complicidad del PAN. Los de la era de Calderón tienen a su favor una sociedad más organizada.
jcarrasco@proceso.com.mx
Este 10 de mayo el escenario fue la Ciudad de México, hasta donde llegaron madres de 12 estados del país para recordarle al gobierno de Felipe Calderón que su “guerra contra las drogas”, lejos de acabar con el narcotráfico hizo del país un tétrico escenario, como ahora es identificado en el mundo.
Las escalinatas del Ángel de la Independencia, en Paseo de la Reforma, se llenaron con los nombres de algunos de los 10 mil desaparecidos en este sexenio de la violencia. Luego, esas listas se vieron por el Monumento a la Revolución.
Era la “Marcha por la Dignidad” de las madres que no volvieron a saber más de sus hijos en esta guerra unilateral declarada por un político con poder pero en busca de legitimidad.
Pero a diferencia de las dictaduras, donde los agentes del Estado o grupos paramilitares eran los claros responsables de esos crímenes de lesa humanidad, en México la situación es aún más difícil.
Un día llegaron unos soldados y se llevaron a sus hijos. Otro día fueron policías. Y muchos otros, hombres desconocidos fueron por ellos o los detuvieron en la calle sin que se sepa más de ellos.
Cuando la desaparición forzada es cometida por representantes del Estado, es claro en dónde buscar la responsabilidad. Pero cuando es cometida por particulares en un entorno tan violento como en México, la búsqueda de responsables se complica tanto como en una guerra sin reglas.
Aun en las guerras por odio racial hay protocolos para el trato de prisioneros y víctimas. Aquí, ni los cárteles que se disputan el lucrativo negocio de las drogas ni las fuerzas federales encargadas de combatirlos han respetado las convenciones internacionales. Unos y otros, literalmente, han desaparecido “al enemigo”, tengan o no que ver con esa guerra.
Si en la dictadura las madres les pedían a los jefes militares que les dijeran en dónde habían enterrado a sus hijos, “siquiera para llevarles una flor y derramar una lágrima” donde murieron víctimas de la represión, en México “la guerra a las drogas” ni siquiera permite eso, en muchos de los casos.
En las dictaduras, los jefes policiales y del aparato de seguridad engañaban sobre los detenidos. “Aquí no está. Por aquí no ha pasado”, les respondían a quienes buscaban a sus familiares. En México, el aparato de procuración de justicia hace lo mismo. O peor aún, simula que investiga. El peregrinaje por las procuradurías estatales y la General de la República es inacabable como las invenciones para fabricar acusaciones.
Y como en esos viejos regímenes donde el dictador decía que los muertos o desaparecidos eran “criminales que actuaban contra la seguridad nacional”, en México el presidente ha sido el primero en darle carácter de criminales a muchas víctimas. “Eran pandilleros”, dijo cuando un comando ejecutó a mansalva a un grupo de jóvenes que estaban en una fiesta en Villas de Salvárcar, en Ciudad Juárez, en enero de 2010.
El Estado mexicano no ha hecho nada para encontrar a los desaparecidos. Desde el momento en que los caracteriza como criminales, los condena al abandono, sin siquiera ofrecerle a los familiares la posibilidad de encontrarlos.
El tamaño del problema es tal que hasta en Estados Unidos, promotor de “la guerra a las drogas”, advierten sobre la gravedad de esas violaciones a los derechos humanos, cometidas tanto por particulares como por agentes estatales.
En el caso de los agentes estatales, la subsecretaria de Estado Adjunta para Asuntos de Seguridad Civil, Democracia y Derechos Humanos, Kathleen Fitzpatrick, declaró ante el Congreso estadounidense:
“Las denuncias de violaciones a los derechos humanos cometidas por militares han tenido un aumento increíble, así como las quejas de que funcionarios están involucrados en la desaparición de personas, torturas y detenciones extrajudiciales.”
El Estado mexicano ha estado marcado por la impunidad. En el régimen del PRI, los desaparecidos de “la guerra sucia” quedaron sin justicia con la complicidad del PAN. Los de la era de Calderón tienen a su favor una sociedad más organizada.
jcarrasco@proceso.com.mx
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