lunes, 26 de marzo de 2012

A qué vino el Papa


Ayer, en una misa realizada en Silao, Benedicto XVI congregó cientos de miles de feligreses y a los más prominentes miembros de todas las vertientes de la clase política, incluidos los titulares de los tres poderes de la unión, los tres principales candidatos presidenciales, gobernadores, legisladores, secretarios de Estado y otros.

En su homilía, el pontífice hizo una enumeración incompleta y parcial de las expresiones de la catastrófica situación nacional: “la pobreza, la corrupción, la violencia doméstica, el narcotráfico, la crisis de valores y la criminalidad”, dijo, eludiendo el hecho de que esos fenómenos han sido exponenciados por el modelo neoliberal implantado en México y América Latina en décadas pasadas, sin que la Iglesia que él preside haya asumido una posición clara de rechazo a esa orientación económica devastadora. Por el contrario, en la mayoría de los casos las jerarquías eclesiales nacionales –es el caso de la mexicana– hicieron sólidas alianzas con las oligarquías políticas, económicas y mediáticas que impusieron el llamado Consenso de Washington.

El mismo Joseph Ratzinger se encargó, desde su puesto de prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe, de hostigar y perseguir a los religiosos católicos sensibles ante el sufrimiento social, que buscaron en la Teología de la Liberación una vía de resistencia al neoliberalismo y a sus expresiones concretas: la creciente desigualdad, el autoritarismo, la represión, la sobrexplotación de los trabajadores, el saqueo de tierras y de recursos naturales, entre otras.

Lejos de aliviar el sufrimiento de sus feligresías, sacrificadas en aras de un proyecto depredador y generador de pobreza y miseria, la Iglesia católica de Karol Wojtyla y de Joseph Ratzinger se ha atrincherado en la defensa de visiones medievales de la sociedad y de las personas, en una persistente colisión con la modernidad y en prédicas opresivas, oscurantistas y fóbicas contra los derechos de género y reproductivos, la soberanía de las personas sobre su propio cuerpo y las minorías sexuales.

El carácter elusivo del mensaje papal llegó el sábado a grados de burla, cuando llamó a “cuidar a los niños” del abandono, la violencia y el hambre, pero omitió cualquier mención a agresiones sexuales protagonizadas por religiosos católicos contra menores, fenómeno que tiene en México una de sus simas más oprobiosas: la trayectoria criminal del finado Marcial Maciel, fundador de la Legión de Cristo, cuyos delitos fueron del conocimiento del propio Ratzinger desde hace mucho tiempo. Sin embargo, el actual pontífice no hizo nada para procurar que cesaran los abusos, y menos aun para buscar el esclarecimiento y la sanción de los ya cometidos.
Otro motivo de desaliento, paralelo la cerrazón papal ante las circunstancias dramáticas y el sufrimiento social del México contemporáneo, es la obsecuencia de la clase política en su conjunto ante el poder fáctico del catolicismo institucional y su desembozado afán por recuperar, en nombre de una supuesta “libertad religiosa”, fueros y potestades nefastos para el país y abolidos hace mucho tiempo. Como han señalado diversos analistas, la presencia de Ratzinger tiene el propósito concreto de acelerar el desmantelamiento del Estado laico –proceso iniciado durante el gobierno de Carlos Salinas mediante diversas reformas constitucionales– y de respaldar las nunca negadas pretensiones clericales de expandir su presencia política, mediática y educativa forzando a nuevas modificaciones legales.

Lo que realmente reclama la Iglesia católica cuando reivindica el “derecho a la libertad religiosa” es el derecho a oprimir. Prueba son los casos de hostigamiento contra comunidades evangélicas en diversas poblaciones, los empeños clericales por privar a las mujeres de su potestad de decisión sobre su cuerpo, imponer maneras y estilos de vida basados en una moral antediluviana o remplazar la difusión de preceptos médicos y científicos por supersticiones y dogmas bíblicos. Y es deplorable y desalentador, por donde se le vea, que una clase política que debiera ser garante del Estado laico convalide, con su presencia en un acto religioso, semejantes pretensiones.

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