Rolando Cordera Campos
En el contexto de unas reuniones organizadas por la Fundación Colosio del PRI, el ex gobernador Enrique Peña Nieto decidió soltarse el pelo y abrir su juego en asuntos cruciales de la economía y la política mexicanas. Espoleado tal vez por el exitoso desempeño de Andrés Manuel López Obrador en Monterrey, Washington y Madrid, Peña dejó su estrategia del prudente y vago silencio y propuso abrir la industria petrolera a la inversión privada, redefinir el sistema electoral reduciendo el número de plurinominales y, por esa vía y otras astucias reformistas de la legislación respectiva, asegurar unas mayorías sin necesidad de ganarlas en las urnas.
El aspirante mexiquense no dijo cómo imagina la traída y llevada apertura de la industria estatal, creada a partir de la expropiación petrolera hecha por el presidente Cárdenas. Luego de una cátedra sobre el peso nefasto que según él tiene la ideología, llamó a liberarnos de telarañas nacionalistas y afrontar los hechos como son, realistamente, para ser modernos y estar a la altura de lo que el resto del mundo hace en esta y otras materias. Y en lo tocante a las ansiadas mayorías, luego de recular en su proposición original de la mal llamada cláusula de gobernabilidad, insistió en la que al parecer será su consigna maestra: sólo así, con mayorías seguras, podrá México contar con un Estado eficaz, que es lo que le hace falta para abandonar el marasmo que lo caracteriza.
En el futuro sabremos lo que el aspirante, respetuoso de la legislación electoral que según él le impide ir a los cómos, entiende por apertura de Pemex. Si ello quiere decir concurrencia en todos los planos de la actividad, asociaciones público-privadas a todo lo largo de la cadena productiva o la conversión del organismo paraestatal en una empresa capaz de flotar acciones y hacerle el día al entusiasta privatizador energético que hoy oficia como presidente de la Bolsa Mexicana de Valores. Lo que parece estar lejos del razonamiento de Peña, es la realidad y las perspectivas de la industria misma, aquejada de reumatismo y falta de reflejos después de décadas de extravíos en su dirección y, sobre todo, de renuncia a invertir en lo que conforma el corazón de su actividad: la exploración sistemática y la explotación sostenida de los frutos de la primera.
No sabemos si esta inopinada toma de partido de Peña Nieto constituye un hilo conductor de su estrategia económica, hasta ahora celosamente guardada en los closets de su cuartel general. De ser este el caso, sus sesudos asesores tendrán que arriesgar algo más que la elemental ingeniería financiera que le permitió al gobierno mexiquense aliviar el peso de sus deudas. Sin Pemex y su permanente auxilio a las finanzas públicas, que llega a representar 40 por ciento del gasto, el país no sólo se mantendría estancado como en lo fundamental ha estado en estos 11 años de alternancia sin alternativas, sino que entraría en un franco retroceso al verse obligado a convertir la austeridad fiscal en abierta contracción del gasto y la inversión pública, con la consiguiente retracción de los servicios del Estado y la todavía mayor erosión de la infraestructura física y humana con que a pesar de todo cuenta México.
Sin un Pemex conducido por el Estado, la eficacia prometida y buscada por Peña no tendría futuro. La reforma fiscal puede proponerse una y otra vez como indispensable y formar parte de la jaculatoria de las reformas que tanto necesitamos, pero aún si ocurriese el milagro de la multiplicación inmediata de los panes del fisco, es claro que sin el aporte fundamental proveniente de la renta petrolera el Estado se paralizaría y su proverbial ineficacia se convertiría en costumbre patria. Sin salida alguna.
Los escarceos del (pre) candidato priísta con el petróleo y la representación política formal, parecen más bien dirigirse a la conformación de una alianza política y social definida por el peligroso juego del amigo y el enemigo. De este lado, podría decirnos, quienes quieren la modernización que no puede sino provenir de la competencia que es propia de la empresa privada; del otro, los necios sometidos a la ideología que tanto ha trabado el progreso económico y la modernidad social.
No es así y nunca lo ha. La astucia del estado mayor mexiquense tendrá que afilarse y complicarse la vida, si en efecto quiere salir al paso de un reclamo multitudinario que, por más que les pese, hoy encabezan López Obrador y su movimiento.
Pemex puede y debe convertirse en una gran empresa del Estado para ser el eje de una industrialización que esté a la altura del reto global que al calor de la crisis se reconforma. Como demandante de múltiples bienes y servicios y como sostén de una industria energética nacional digna de tal nombre, puede constituir la gran palanca de la reconfiguración del sector privado cuyo concurso es crucial para restructurar la economía mixta y empezar a trazar un nuevo curso al crecimiento y el desarrollo de México. Nada de esto implica una privatización ni acudir a la inversión privada en el desempeño de sus tareas sustanciales de exploración, explotación y transformación del petróleo.
Es desde esta perspectiva, atada al futuro posible y deseable del país, y no a un pasado imaginado por asesores áulicos pero no por ello menos ignorantes de la historia nacional, que emerge la necesidad de un Estado dotado de auténticas capacidades de conducción e intervención para darle a la eficacia un contenido terrenal. Donde le fallan los silogismos al (pre) candidato es precisamente en este terreno.
No habrá eficacia del Estado sin un fisco que la sostenga, por su pujanza, flexibilidad y dinamismo. Esta es la verdadera hora del mundo que irrumpe: Estados fuertes y dispuestos a impulsar pero también a subsanar y llenar los enormes huecos dejados por un mercado enloquecido sometido a la especulación planetaria, que no deja campo para la inversión productiva y la innovación empresarial. Difícil de imaginar el despeje de esta ecuación, sin una efectiva participación popular articulada a la movilización y el reclamo, pero con cauces amplios en una política democrática que exige no menos sino más representación genuina.
Lo que surge, es una pluralidad que no va a reducirse sino a crecer y diversificarse a medida que la disputa política avance y, a pesar de su minusvalía, se dejen ver los grandes problemas agravados por más de una década de inepcia cupular y complicidad política.
El rechazo a esa ineptitud y al regodeo cómplice con el estancamiento estabilizador impuesto como forma de vida inercial por Hacienda, es lo que puede despertar sentimientos y voluntades para hacer del Estado el gran matraz de una renovación económica que para serlo tiene que ser también política. Los planes esbozados por el licenciado Peña Nieto van en sentido contrario de esta ruta. Así planteados, van en contra de una economía realmente moderna y de una democracia que dé seguridad y garantice el disfrute de los derechos sociales.
La democracia que prometen los malabaristas del cambio priísta no sólo carece de adjetivos: deja al Estado sin objetivos y lo despoja de cualquier eficacia.
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