Rolando Cordera Campos
El presidente Calderón se declaró este viernes humanista político y democristiano y convencido de que la fórmula de economía social de mercado es la mejor para México. Sus correligionarios de fuera deben haberse complacido, pero los de dentro, los de a de veras, deben haber salido confundidos de la sede panista de la colonia Del Valle.
Ante los líderes de la Organización Demócrata Cristina de América, Calderón se soltó el pelo antipopulista, arrambló contra la Revolución Mexicana y relató cómo aprendió a hacer chistes sobre Marx, gracias al tutelaje de Carlos Castillo Peraza. Las enseñanzas del yucateco no parecen haber calado en la capacidad crítica del pupilo, quien abusó de las simplificaciones sobre la evolución del mundo moderno, así como de las evaluaciones mexicanas sobre la pobreza, con tal de hacer el punto sobre la gloriosa victoria de sus credos. Soslayar los datos duros de la realidad y sus tendencias y reducir al absurdo, parecen ser los instrumentos preferidos de Calderón cuando se despierta ideólogo.
La economía social de mercado adquirió notoriedad en la segunda posguerra, gracias al canciller Adenauer y su célebre ministro Erhard. Se trataba de salir al paso del impetuoso avance de la socialdemocracia en Occidente y de ofrecer una opción fuerte a las democracias que renacían en Europa y empezaban a vivir la imposición de una nueva “guerra civil”, ahora entre dos grandes polos de poder con capacidad de destrucción y autodestrucción inimaginables. Y no les fue mal, como sabrosamente lo cuenta en alguna de sus memorias Andreotti.
Inspiradas en la doctrina social de la Iglesia lanzada en la encíclica Rerum Novarum en el siglo XIX, las democracias cristianas se alinearon con elegancia del lado americano en el gran conflicto y pusieron en jaque a los viejos liberalismos, para poder competir en condiciones de igualdad con los socialistas democráticos y, sobre todo en Italia, con un gran Partido Comunista que pugnaba por hacer honor a la herencia de Gramsci. Sin asumir las implicaciones de su atlantismo americano, podían sin embargo presumir ser portadores de una auténtica “tercera vía”.
Más que un sistema o un modelo, la economía social de mercado puede verse como una hipótesis de trabajo, como dijera hace años un notable ideólogo chileno. El propósito, que pudo volverse un objetivo político y de gobierno en Alemania, Italia o el Chile del primer Frei, era someter al mercado a los dictados y necesidades de la sociedad, para así dar lugar a diversas formas mixtas de administración económica y distribución social. Era otra manera de llegar a combinatorias de mercado y Estado para asegurar estabilidad social y gobernanza.
Independientemente de sus resultados e interesante saga, la democracia cristiana europea aterrizó de mala manera en la hecatombe de la Primera República italiana y, sobre todo, en el golpe de Estado en Chile, del que sin querer queriendo fue en parte responsable. Lo demás vino por añadidura: corrupción y complicidades mafiosas, arreglos secretos y hasta conspiraciones de Estado, junto con el caso Moro, conforman un inventario poco venturoso para, sin más, insistir hoy en su carácter de alternativa histórica.
Hay, pues, toda una historia de complicidades y corrupción que acompaña los logros de la fórmula político-económica que exalta Calderón. Lo mismo ocurre, sin duda, con otras tentativas de combinar Estado con mercado, o eficiencia con equidad, que a lo largo del siglo pasado dieron lugar a los proyectos de liberalismo social, socialismo liberal, de los demócratas del New Deal o los laboristas históricos del estado de bienestar.
Al final de cuentas, la economía social de mercado se inscribe en la corriente de la sensatez histórica que busca domesticar al capitalismo, ponerle condiciones al lucro y redistribuir. También quisieron eso el gran Keynes –y antes Stuart Mill–, o Bobbio y muchos más que asumieron sin temor la complejidad del mundo y la economía moderna.
De aquí su interés histórico y su valor como referencia para la invención de formas de vivir la globalización que viene, dada la crisis profunda de la actual y los enormes daños que ha infligido a las sociedades más avanzadas de la tierra. Nada que desdeñar, pues.
Una nueva economía mixta que asuma la necesidad e inevitabilidad de los estados nacionales, parece ser la condición para una renovación efectiva de la globalización y de las economías nacionales que la conforman. Es en esta perspectiva que la economía social de mercado puede retomar pertinencia y actualidad.
En eso piensan, seguramente, los dirigentes históricos democristianos que queden y sus poco conocidos herederos. Y así lo harán quienes desde la fe buscan estar en los nuevos mundos que anuncia la crisis.
Nada fácil de conciliar con el dogma religioso, en un siglo secular y laico donde los creyentes se ponen en alerta cuando el Papa se inmiscuye en temas igualmente seculares como el del derecho a decidir, los muchos sin codificar de las mujeres, o los correspondientes a los millones de familias que el cambio económico, social y tecnológico ha traído consigo.
La fórmula de la economía social de mercado confluye en la búsqueda de una economía mixta actualizada. Ella sería el eje de una globalización “sana” como la ha calificado Dani Rodrik.
Mas la condición para incorporarse a esta excursión que podría mostrarse histórica, es la claridad en la crítica a la fórmula que se impuso en el mundo a finales del siglo XX y que en México quisieron perpetuar el priísmo tardío de Zedillo y asociados y el panismo renacido neoliberal, bajo el palio de Diego Fernández, Luis H. Álvarez y Carlos Castillo Peraza.
Este no es, así, un asunto de protocolo o de caerle bien a los cuates de las juventudes. Es, sobre todo, cuestión de Estado y de política, porque se trata de decidir sobre rumbos y estrategias y no sobre cómo maquillar las urnas.
La afiliación de Calderón y sus cohortes es al Partido Popular Europeo y, en especial, al que comanda el lamentable Aznar en España. Ni siquiera en su analfabeta iberoamericanismo tienen que ver estos contingentes con los que dieron lustre y, luego, mala fama, a la democracia cristiana italiana, venezolana o chilena.
Las exégesis y elegías de Calderón salen sobrando. Poco o nada tienen que ver con la urgente renovación del pensamiento y la acción cristianos para la democracia mexicana. Recato y prudencia, sería mejor.
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