martes, 27 de septiembre de 2011

Ramón Mercader o la redención por el tango


-Me llamo Ramón Mercader del Río y soy el asesino de Liev Davidovich Bronstein, conocido como Trotsky,  dijo un cajetilla que se encontraba sentado con los hombres sabios del café.
Julio Paredes, el poeta del barrio, preguntó: ¿-Cómo es que llegó hasta acá?
-Vivo en el cielo y quería dar  testimonio de mi redención a través del tango. Julio Jorge Nelson me dijo que hablase con el Espíritu Santo; éste aconsejó que conversara con ustedes para dar una prueba de mi pobre vida paria, y ver si puedo tener buenos amigos aunque me haya portado tan mal.
Debo apurarme porque  regreso a medianoche con el tren de Carapachay.
-Mercader lo escuchamos con suma atención, dijo el tordo Laferlita.
Escupió Ramón:-Yo era el más español de España. Nací en Barcelona con una sola idea en la cabeza: la revolución. Un fanático respetable, si es que pueden ser respetables los fanáticos.
En plena guerra civil española, Caridad, mi madre, me conectó con un agente Soviético que se hacía llamar Kotov.
Después de varios días de encuentros furtivos dejó de lado los eufemismos: yo había sido elegido por el genio del gran guía del proletariado mundial, el Camarada Stalin para asesinar a Liev Davidovich, el tristemente célebre León Trotsky.
-Tenés 48 horas para pensarlo, susurró Kotov.
-Cuando le dije que si, viajé con él a la Unión Soviética donde me convertí en el soldado 13. Recibí entrenamiento durante un año y me convertí en Jacques Mornard, belga, hijo de diplomáticos y empresario al cual la política no le interesaba.
Lev Davidovich se había radicado en México invitado por el Presidente Lázaro Cárdenas a instancias del pintor Diego Rivera, que luego lo traicionaría.
León venía rajando de Noruega con la poca familia que le quedaba, y una secretaria nacida en Estados Unidos llamada Silvia Ageloff.
Cuando pasaron por París Silvia se quedó con unos amigos. Uno de ellos era un infiltrado nuestro. Una noche que la secretaria y sus camaradas celebraban en un restaurante hice mi aparición.
Nuestro hombre dijo que yo era un conocido que hacía mucho no veía, y me hizo sentar con ellos.
Seducir a Silvia fue cuestión de minutos. Era una muchacha buena e inteligente, pero como dicen los porteños, un bagallo.
Dos días después vivíamos juntos; viajamos primero a Nueva York y después a Méjico. Ella me introdujo en el círculo íntimo de Liev.
La casa de la Avenida Viena parecía inexpugnable, pero me gané primero la confianza de Natalia Sedova, la mujer de Trotsky.
Me invitaba a tomar el té y recuerdo siempre la primera vez que vi al gran traidor. Quedé paralizado en la silla. Liev, si bien era un soberbio y no le temblaba el pulso cuando debía fusilar, emanaba una energía única. Además tenía un carisma extraordinario.
Yo me había hecho de un piolet, un pequeño pico que usan los alpinistas, y compré un impermeable en París, con grandes bolsillos donde podía esconderlo.
Una tarde, mientras tomábamos el té, le dije a Liev que había escrito un breve artículo para los refugiados en París, perseguidos por Stalin.
Agregué: -Quiero que usted me dé su visto bueno.
-Ven ya a mi escritorio y lo leo.
El se sentó y comenzó a leer, munido de un lápiz rojo.
-Esto es basura, dijo y cruzó la hoja con el lápiz. Fue como si me hubiese dado la orden. Levanté el brazo derecho, lo llevé arriba de mi cabeza y cerré los ojos. Justo en ese momento el muy guanaco volvió su rostro hacia mi, y vio como descargaba el golpe sobre su cráneo.
El grito de furia y dolor todavía lo escucho.
Cuando entraron los guardias él les dijo:-no lo maten para que confiese que es un esbirro de Stalin. Me entregaron a la Policía.
Trotsky murió un día después.
Luego de un juicio donde mi abogado, pagado por la KGB, me aconsejó que diera mi verdadera identidad, cosa que no hice, me condenaron a 20 años en la sórdida gayola de Lecumberri. Una sucursal del infierno.
Semana tras semana me interrogaban para que dijese quien era.
Nunca una palabra.
Y acá llega el comienzo de mi redención que se produce cuando empiezo a sentir el tango, y a darme cuenta que las tragedias personales también existen, y no solo los cambios  sociales y económicos.
Una tarde vino a la cárcel una delegación artística encabezada por Luis Buñuel, exiliado en México, y la actriz y cantante argentina Libertad Lamarque.
Habían filmado la película “Gran Casino”, donde ella canta varios tangos y pasaron el film en la prisión.
Me conmovió hasta las lágrimas.
Hablaron con los presos y Buñuel, que sabía que yo estaba entre ellos pidió conocerme.
Pudimos estar unos minutos a solas.
Dijo Buñuel:-insistes que la lucha de clases es el motor de la historia.
-Por supuesto, contesté.
-Debo decirte algo. El verdadero motor de la historia se llama Carlos Gardel. Luego me dio la mano y se fue.
A partir de ese día comencé a escuchar toda la obra grabada por el Zorzal, y a leer sobre su vida. Inclusive con los presos amigos cambiamos el sentido de varias letras.
Pensando en la pobre Silvia, a la que yo había engañado de una manera miserable, le dedicamos el tango “Fea de Alfredo Navarrine.
“Procurando que el mundo no la vea,
Ahí va la pobre fea camino del taller”.
Nosotros cantábamos:
“Procurando que el mundo no la vea,
ahí va la pobre Silvia del brazo de León.”
Cumplí la condena. A los 20 años y un día salí en libertad.
Eso fue en 1960. Pasé por Cuba y llegué a la Unión Soviética donde me condecoraron y me dieron un departamento. Lo primero que hice fue conseguir un pequeño tocadiscos para escuchar al Morocho y armar una peña tanguera.
Después me autorizaron a viajar a Cuba donde estaba a mis anchas. Podía ver cine argentino y escuchar tango hasta cansarme.
En 1978 se produjo mi deceso y elegí el cielo donde me encuentro a gusto. Frecuento “El Pensamiento” y comparto la mesa con Carlos Gardel, Julio Jorge Nelson y Don Osvaldo Pugliese.
El tango hizo de mí una bellísima persona.
-¿Y a Trotsky lo ve? Preguntó Paredes.
-Eligió infierno. Vive en un edificio que fue arrasado por las llamas.
Los otros pisos están habitados por Stalin, Hitler, Mussolini y varios criminales.
Tratan de matarse entre ellos sin resultado alguno porque ya están todos muertos.
Después de un silencio Ramón dijo:-Todavía llevo en mi corazón el alarido de Trotsky. Mirando por la ventana del café masculló:-debo irme para tomar el tren al Paraíso.
-Que tenga un buen viaje, dijo el vidente Locuco.
-Se agradece, contestó Ramón Mercader del Río y se perdió en la noche.

Fuente:
“El hombre que amaba a los perros”
Leonardo Padura.
Tusquets Editores. 2010.

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