Por Francisco Rodríguez
Dirán que “la marquesa no está para tafetanes”. Que por la guerra de Felipe Calderón no hay fecha cívica que amerite celebración de ninguna índole. Que por la crisis económica –desempleo, carestía, altos y cada vez más impuestos al fisco— en la que nos ha sumergido esta fallida Administración panista tampoco hay dinero que pueda distraerse en superficialidades…
El caso es que este septiembre de 2011 parece todo, menos un llamado mes patrio. Las banderas tricolores no se ven por ninguna parte. Ni en los vehículos, ni en las fachadas de los hogares. El ánimo está por los suelos.
“El Grito” en el Zócalo estuvo desangelado. Más policías y soldados disfrazados de “civiles”, que asistentes no “acarreados”. Y aún así, Felipe Calderón fue blanco fácil de quienes, armados con luces dizque láser, coreando improperios en su contra y vivas a El Chapo, lo convirtieron en objetivo para el desahogo de su desesperanza y desesperación.
La crisis moral que se vive en México se sintió la noche del 15 de septiembre más reciente. Y esta crisis moral es producto directo de la ausencia de ética entre los políticos, administradores públicos y sus socios los grandes empresarios cuyas relaciones retratan la falta de honestidad, responsabilidad, respeto, justicia, transparencia y solidaridad.
No hay banderas en las calles, ni en las casas que aún están habitadas en nuestro país –la fuga de mexicanos al extranjero es ya inconmensurable— y sí en cambio hay desánimo ¿y hasta vergüenza de ser mexicano?
Abone usted esto último a la cuenta de los panistas que mal han administrado al país durante los ya casi 11 años más recientes.
Como pueblo –o como sociedad, si usted así lo prefiere—, México está cada vez más lejos de la concepción de Octavio Paz quien, en su Laberinto de la Sociedad, nos definía cual “rituales”, amantes del alarido de la noche de fiesta, que goza de las reuniones públicas, porque solamente la fiesta puede inmovilizar la vida.
Decía Paz que esta pasión por las reuniones sociales tenía origen en los tiempos precortesianos. Los antiguos mexicanos se juntaban para tomar parte en los espectáculos sagrados de los sacrificios humanos. Las ofrendas en cuestión no eran simples actos de atrocidad, sino servían para sostener la existencia del cosmos y la continuidad de vida. Hoy en día, los mexicanos también se reúnen en el nombre de la religión. Cada pueblo tiene su patrón o incluso dos. Cada año se organizan fiestas para celebrar el día del santo de un pueblo o una ciudad. Además, hay celebraciones comunes para el país entero como las grandes fiestas populares del Día de los Muertos.
La fiesta como tiempo mágico ha desaparecido. También el hombre, que se sentía suspendido entre el cielo y la Tierra, entre la vida y la muerte, entre sus propias contradicciones internas, y que podía por un momento perderse en el fervor de las celebraciones.
¿Qué pasó con “la mexicana alegría”? ¿Cuándo fue que nos la raptaron los panistas encaramados –“haiga sido como haiga sido”— en el poder público?
Desapareció, seguro, en los fallidos festejos del bicentenario independentista, en el 2010. Primero fue desilusión. Pero también toma de conciencia de que desde hace por lo menos una década nada en el país funciona con normalidad. Que lo “atípico” se volvió regla.
Y de la desilusión dimos el salto a la desesperanza que incuba a la desesperación.
Calderón mismo lo ha reconocido desde hace meses. Recuérdese, por ejemplo, que ante los integrantes del Consejo de la Comunicación dijo en mayo de 2010 que hay “una población desesperanzada en muchas de sus vertientes fundamentales”.
Y una de esas vertientes, seguro, es la de la mexicanidad.
Secuestrada o robada… por ahora.
Índice Flamígero: Las encuestas perfilan a Luisa María Calderón, motejada “La Cocoa”, cual la gran perdedora en los comicios estatales de Michoacán, a celebrarse en noviembre venidero. De nada han valido hasta el momento las acciones desplegadas por los delegados de la fallida Administración Federal –coordinadas por su ex, en funciones de representante de Agricultura y bla, bla, bla—, pues todo indica que el fracaso de la hermana mayor del ocupante de Los Pinos se sumará a los que ya han sufrido ahí el propio Felipe y, en no pocas ocasiones, don Luis, el padre de ambos.
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