La familia Reyes y con ella toda Ciudad Juárez acaba de recibir otra puñalada.
¿Hasta cuándo tendremos un gobierno que proteja a la gente y no sea para los altos burócratas que lo dirigen?
A fines del siglo XIX, Justo Sierra, a la sazón y hoy mismo uno de los intelectuales de mayor prestigio en México concluía que el país había tenido dos revoluciones: la de Independencia y la de Reforma, a las cuales consideraba “…dos etapas de una misma obra de creación en una persona nacional dueña de sí misma”. Para entonces, la tarea histórica de conformar a la nación se había cumplido en sus trazos fundamentales y ya no existía ningún antagonista ideológico que negara la tesis liberal-nacional al estilo de Lucas Alamán, el gran historiador y estadista del conservadurismo. Sierra hablaba pues desde la tribuna de los vencedores. Aún los hispanistas a ultranza –que nunca pudieron despojar a sus propuestas y explicaciones históricas de un criterio racista– se conformaron con cantar las glorias de España en América, pero ya no objetaron la existencia de la patria independiente. Ésta se había fijado sólidamente en el tablero interno y en el internacional, pero albergaba en su seno elementos discordantes que no alcanzaron a fraguar un sistema político y económico incluyente, en cuyo interior pudiesen dirimirse pacíficamente las contradicciones y diferencias.
En 1910, cuando los festejos del centenario de la independencia daban cuenta de una nación próspera y civilizada, que mantenía embajadas en casi todos los países del mundo, se inició un ciclo de guerras civiles que duraría una década. En esos años, se pusieron en pie los más numerosos ejércitos campesinos que ha conocido la historia latinoamericana y a los cuales se integraron los que formaron integrantes de la joven clase obrera industrial. Intelectuales inconformes, empresarios medianos y ocasionalmente dueños de grandes capitales como lo era el líder inicial Francisco I Madero, constituyeron con los primeros una fuerza que derrumbó a la dictadura del octogenario general Porfirio Díaz. Las aspiraciones populares y más sentidas eran la tierra para el que la trabaja, la eliminación de los privilegios de la clase política y de los grandes dueños, la distribución equitativa de la riqueza, la educación popular, laica y gratuita; el sufragio efectivo, la fortaleza de las libertades públicas, la defensa de los recursos naturales, la política exterior independiente y abierta, el aliento a la unidad con las naciones latinoamericanas, la promoción masiva de la cultura y de la educación superior: todas estas divisas fueron recogidas a lo largo del movimiento armado y en las décadas que le sucedieron.
Una de las derivaciones o efectos de mayor trascendencia que tuvo la Revolución Mexicana, se deben a su legado cultural y a su influencia en la construcción de las identidades nacionales. Entre los ilustrados que a la mitad de la centuria pasada mejor describió este significado de la revolución estaba Octavio Paz, en el famoso ensayo “El laberinto de la soledad”: “La Revolución fue un descubrimiento de nosotros mismos y un regreso a los orígenes,…nos hizo salir de nosotros mismos y nos puso frente a la Historia, planteándonos la necesidad de inventar nuestro futuro y nuestras instituciones”
Esta revolución contradictoria, que reflejó las diferencias y aún los antagonismos desplegados entre sus propios componentes, fue conservadora y emancipadora, restringió y ensanchó, reprimió y liberó. Paz con seguridad aludía al movimiento cultural que se generó inmediatamente después del triunfo revolucionario. De hecho, apenas se despidió el dictador de produjo una especie de ruptura de las amarras y emergieron todas las propuestas y todas las críticas. En el curso de los enfrentamientos armados, escritores, poetas, periodistas, pintores encontraron fuentes de inspiración como nunca antes, momentos que quizá pueden sólo compararse con los años de la guerra de reforma, entre 1857 y 1860.
Entre 1920 y 1940, se vivieron con mayor intensidad los cambios provocados por la Revolución Mexicana. En este período se produjo una efervescencia en todos los ámbitos de la vida colectiva, pero sobre todo en el de las realizaciones culturales. José Vasconcelos al frente de la Secretaría de Educación Pública, puso en marcha campañas de alfabetización y de difusión de la lectura sin precedentes en el país. Se formaron miles de bibliotecas rurales y se editaron millones de libros, sobre todo de los autores clásicos griegos y latinos. En esta etapa de su accidentado y discordante itinerario intelectual, el autor de “La Raza Cósmica”, estaba imbuido por la idea del indoamericanismo que le reservaba un futuro luminoso a las naciones latinoamericanas producto de la fundición de los elementos humanos nativos y de los agregados europeos y africanos.
En el México de los veintes del pasado siglo, se recuperaba así una concepción expuesta cien años antes por Simón Bolívar, quien en el apogeo de sus esperanzas unificadoras de las flamantes naciones proclamaba: “Somos un pequeño género humano”, para describir el universo de pueblos que formaban la América hispana y portuguesa. Tal complejidad existía antes de la llegada de los europeos y a la misma se le agregaron los nuevos componentes –pues tampoco fue uno solo– representados por los recién llegados. Con el encuentro de todos estos mundos, ocurrido a partir del siglo XVI, se comenzó a fundir el gran crisol multicolor de nuestros días. Esta era la Historia que Vasconcelos tenía en mente cuando acuñó el lema de la Universidad Nacional: “Por mi raza hablará el espíritu”, colocado en el escudo que contiene la silueta del mapa latinoamericano y que en los primeros años, también pertenecía a la Secretaría de Educación Pública y así se imprimía en sus libros.
Por su parte, los artistas de esa época heroica de la revolución mexicana asumieron a plenitud el mexicanismo y el latinoamericanismo, no sólo como visiones orientadoras de sus creaciones intelectuales, sino de su quehacer social vinculado a la difusión de la cultura entre las masas. Al unísono, se buscaba que los estudiantes-campesinos que se preparaban en las recién fundadas escuelas normales rurales, los niños en las escuelas primarias y los obreros, artesanos o campesinos reclutados para las alfabetizadoras escuelas nocturnas pudieran leer a Plutarco y a Cicerón.
También que visitaran las escalinatas, los vestíbulos, las cúpulas y techos de numerosos edificios públicos en donde David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco y Diego Rivera, los tres grandes de la pintura mexicana, recreaban a la historia patria. No en balde, el segundo de ellos, sin duda el más heterodoxo, se vanagloriaba con orgullo: “A nosotros nos tocó llevar la pintura a la calle, al muro, meterla en la vida nacional”. El muralismo fue la primera expresión del arte pictórico de estas tierras que fue reconocida universalmente. Ello, gracias a que sumó al genio de los pintores una temática social impuesta por la influencia de la revolución mexicana, la cual quizá como ningún otro movimiento similar en el mundo, generó un tipo de arte con distintivos sólidos y perdurables. Hipólito Taine, el gran historiador decimonónico del arte europeo, que se especializaba en descubrir las relaciones entre el medio geográfico, el contexto social y la obra artística, con seguridad se habría fascinado develando estos vínculos en el caso mexicano. Podía haber comprobado cómo las creaciones de los pintores fueron con el tiempo, un poderoso elemento para forjar el carácter de una persona nacional dueña de sí misma, como decía Sierra.
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