Martí Batres Guadarrama
MÉXICO, D.F., 8 de diciembre.- Felipe Calderón libra una guerra que está perdida de antemano: es la guerra por su legitimidad.
En su campaña por la Presidencia de la República puso en el centro de su discurso la economía, incluso habló de las desigualdades, y por ello se propuso ser “el presidente del empleo”. También tocó el tema migratorio, y recogió demandas de los empresarios. Criticó el endeudamiento y enfatizó la conducción responsable de la economía. Pero nunca habló de una guerra contra el narcotráfico.
Esa agenda, que se ha convertido en el discurso monotemático de su administración, nació el 2 de julio del 2006.
Impuesto por un fraude electoral en el gobierno federal, Calderón se dio a la tarea de encontrar un tema que lograra cohesionar a todos a su alrededor, que lograra aislar a sus adversarios, que permitiera colocar las cosas en blanco y negro, en buenos y malos, en héroes y criminales, y que de paso le ayudara a resguardarse detrás del uso de la fuerza y de la intimidación hacia el resto de la sociedad. Por eso apareció de repente la guerra contra el narco. Fue el consejo de sus asesores, no la idea propia. Fue la respuesta de coyuntura, no la estrategia largamente pensada.
Improvisadamente, sin el personal preparado, sin la información adecuada, sin los instrumentos necesarios, se lanzó a una guerra. Lo importante era empezar, aparecer, salir a cuadro, hacer como que hacía. Lo importante no era, y no es, derrotar el narcotráfico y el consumo de drogas. Lo importante era lo político. Lo importante era legitimarse. Encontrar en una gran causa la legitimidad que no obtuvo en las urnas.
En los primeros dos años de guerra contra el narco, sin embargo, las adicciones se dispararon en 120%, de acuerdo con las cifras oficiales de su propio gobierno. Cerca de 30 mil personas han muerto en dicha guerra, sin que sepamos con precisión cuántos han sido narcos, cuántos soldados y policías y cuántos inocentes. Han sido acribilladas por las fuerzas del orden, los “héroes” que nos “protegen”, familias enteras, por rebasar un retén y aun sin rebasarlo. Jóvenes universitarios han muerto por aparecer en fuegos cruzados. Algunos han sido despojados de sus identificaciones para hacerlos parecer narcos. Otros jóvenes han sido acribillados en fiestas o reuniones familiares por sicarios que llegan a realizar masacres como forma de venganza contra actos de las autoridades. En el proceso de militarización se cometen abusos, se violan derechos, se violan personas, mueren mujeres indígenas. Pero los costos se minimizan. Son “daños colaterales”.
La guerra contra el narco desnudó la debilidad del Estado mexicano. El crimen organizado sabe ahora a ciencia cierta cuál es la fuerza y la capacidad real del poder público. Se ha perdido el efecto de disuasión. Le han tomado la medida al gobierno federal, a las policías y al Ejército. Y las mafias se han engallado. En ciudades como Nuevo León, en pleno día se realizan los narcobloqueos en las calles más céntricas. Han dejado de temerle al Estado.
Calderón no puede, pero aprovecha la situación. Sabe que no ganará la guerra contra el narco, pero se refugia en la confusión. Persigue a personajes cercanos de sus opositores. Detiene espectacularmente a alcaldes de su estado natal para generar un efecto electoral, aunque éstos sean liberados después. No importa si eran culpables o no. No importa si había solidez en las acusaciones en su contra. Lo importante era lo político, lo electoral. La guerra contra el narco es ahora el gran discurso para buscar hacer a su hermana gobernadora de su estado natal.
En dicha guerra caen algunos narcos, pero a otros, con todo y sus modernos instrumentos tecnológicos de inteligencia, el gobierno federal no los puede hallar.
Para el año 2011 se prevé un presupuesto de 50 mil millones de pesos para financiar la guerra contra el narco. Para el combate a las adicciones se destinarán 5 millones de pesos. En realidad, se ha perdido el horizonte original. No importa ya disminuir el consumo de drogas. Lo que importa es la guerra; es un fin en sí mismo.
Estamos obligados a preguntarnos: ¿Qué habría pasado si los cuantiosos recursos que se desvían a esa guerra se hubieran utilizado para el desarrollo del país? Es decir, si se hubieran construido las refinerías y las nuevas universidades por cada estado de la república; si se hubieran establecido la beca universal y la pensión universal; si se hubieran financiado el desarrollo comunitario, la empresa pública, la economía social y la pequeña industria; si se hubiera construido el tren bala… Se habría potenciado el desarrollo, la gente sería más feliz, y por supuesto, habría más seguridad.
Podrán detener a miles de narcos. Pero de las profundidades de la crisis saldrán miles más. Para algunos esta es su fuente de ingreso, su economía. Peor aún, para muchos jóvenes este es su verdadero “primer empleo”, en un país que decreció ocho puntos el año pasado y tiene la tasa más grande de desempleo en su historia. Sin empleo, sin ingresos, sin educación, sin crecimiento económico, sin garantías de existencia material para la población, la guerra contra el narco está condenada al fracaso, aunque dure 100 años. Como está destinada al fracaso la lucha inútil por la legitimidad de Calderón. Asaltó un gobierno, y así pasará a la historia, aunque finja hacerle la guerra a los malos.
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