Distrito Federal– Aunque el relevo en la dirección panista se saldó con sobresaltos llevaderos, la reunión del Consejo Nacional que eligió a Gustavo Madero y algunos hechos previos y posteriores dan cuenta de una crisis profunda, la que, hace muchos años, antes de que se propusiera ser a como diera lugar presidente de México, Felipe Calderón implicó que ocurriría si al ganar el gobierno los panistas perdían su partido. En los hechos el dilema se resolvió con una doble pérdida, pues no ejercen el gobierno ni mantienen la esencia de su organización.
Enorgullecíó al PAN durante largo tiempo la convicción, no lejana del fariseismo (el que da gracias a Dios por no ser como los otros), de su diferencia ética con el PRI, que fue su referente, el modo de ser al que no querían asemejarse de ninguna manera. El manejo del Revolucionario Institucional por el Presidente de la República, por ejemplo, la sujeción del partido oficial al jefe del Estado era inadmisible. Y sin embargo, el PAN es dirigido hoy desde Los Pinos, como siempre.
Calderón nombró sin embozo a dos presidentes de su partido, a dedo, como en los viejos tiempos. Lo hizo también el sábado cuatro en la figura de Gustavo Madero, aunque en este caso jugó con dos cartas, para simular una contienda cuya mera apariencia quedó clara apenas se percibió que los consejeros adheridos al Presidente forman una amplia mayoría (los 129 que votaron por el triunfador y los 121 que lo hicieron por el candidato alterno, Roberto Gil). Se consolidó así la subordinación del partido a una sola voluntad, la del Presidente, cuya esposa quedó a cargo de supervisar en los hechos la consumación del designio.
A Manuel Espino le fue impedida la entrada a la reunión del Consejo Nacional, y se le puso en la deplorable situación de que lo echaran de la sede partidista empleados que hasta hace apenas tres años estuvieron a sus órdenes. No es el primer dirigente nacional que sale del PAN. Sí es el primero en ser expulsado. Su caso no estaba cerrado el sábado cuando sufrió esa vejación, pero se le obligó a asumir un hecho consumado, allí, en el partido de los abogados que todo los remitían al cumplimiento estricto de la ley. El partido, que poseía una notable capacidad de reflexión y discusión, no ha practicado una introspección que le permita averiguar por qué José González Torres, Efraín González Morfín, Manuel González Hinojosa, Pablo Emilio Madero y Carlos Castillo Peraza, que lo encabezaron (y tres de ellos fueron candidatos presidenciales) decidieron salir de sus filas. Algo debe haber perdido una organización que resulta repudiada al grado del abandono por quienes le dieron rumbo en por lo menos una cuarta parte de su existencia.
Esa fuga de corazones (órgano en este caso más sensible que el cerebro) quizá resulte de que el patrimonio ético del PAN ha sido dilapidado en el afán de llegar a la Presidencia de la República y mantenerse en ella. El primero de diciembre corroboró esa pérdida el ex presidente Vicente Fox, quien sin ambages reconoció que puso el peso de su cargo para hacer que su partido se mantuviera en la Presidencia. El conductor del programa noticioso principal del Instituto Mexicano de la Radio, Mario Campos, entrevistó a Fox con motivo del décimo aniversario de su ingreso a Los Pinos. El periodista propuso explícitamente al ex presidente si había cargado los dados a favor de Calderón, y Fox admitió campanudamente haberlo hecho.
Se sabe que lo hizo. Lo expuso la timorata declaratoria de presidente electo extendida a Calderón por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Los magistrados de la sala superior se refirieron sólo a declaraciones de Fox, no a otros hechos sustantivos, y concluyeron que sus palabras “se constituyeron en un riesgo para la validez de los comicios”, pero no las descalificaron por entero, ya que en su opinión “no fueron determinantes para el resultado final”.
Otro es el juicio que el propio Fox mantiene sobre su intervención ilegal e ilegítima en los comicios de 2006. Apenas dos meses después de entregar la presidencia a Calderón, en febrero de 2007, Fox reconoció que había intentado descarrilar la candidatura de Andrés Manuel López Obrador mediante el desafuero, momento en que reconoce haber perdido, pero “18 meses después me desquité cuando ganó mi candidato”. En uno y otro momento Fox actuó al margen de la ley.
No es insólito que lo hiciera y además se ufane de ello.
Él mismo llegó a la Presidencia de la República en amplia medida a través de una colosal infracción a las reglas electorales. No se ha puesto atención a esa grave circunstancia, porque afea la prodigiosa hazaña de haber derrotado al PRI por primera vez en una elección presidencial. La verdad es que, si no existiera en la legislación electoral una incomprensible desconexión entre los medios y el fin, Fox no debía haber llegado a Los Pinos.
O debió irse cuando el Instituto Federal Electoral y el tribunal correspondiente probaron que su campaña se alimentó con un abundante financiamiento irregular, el que provino de los Amigos de Fox. El PAN y su entonces aliado el Partido Verde tuvieron que pagar una multimillonaria multa por haber faltado a la legalidad, pero fue una erogación que al menos los panistas pagaron con satisfacción porque no puso en cuestión el poder presidencial mismo. El fin justifica los medios, se ha llegado a decir para racionalizar esa trampa. Ese comportamiento, contrario a la ética humanista y cristiana del PAN es componente de su crisis.
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