La asombrosa y deplorable decisión de un poder del Estado de desembarazarse de una facultad conferida por la Constitución, decisión admitida en la reforma sobre derechos humanos que la Cámara de Diputados aprobó anteayer antes de entrar en receso, fue un mal paso que, como suele ocurrir, condujo a otro de mayor gravedad.
A la mayoría de los ministros de la Suprema Corte de Justicia les pesaba como una losa una atribución que les permitía investigar las violaciones graves a garantías individuales. Mostraban renuencia cada vez que se invocaba el artículo 97 constitucional que le asignaba esta facultad excepcional, más cercana al papel de un indagador ministerial que al estrictamente jurisdiccional, su razón de ser. Por esas reticencias, a lo largo del siglo XX sólo se produjeron dos aplicaciones de esa norma excepcional, y cuatro más en la primera década de este siglo. Independientemente de su resultado, las indagaciones mostraban la posibilidad de que un poder del Estado desplegara su señorío en beneficio de los derechos humanos.
La voluntaria renuncia de la Corte a una atribución señera condujo al Congreso a llevar esa facultad a la Comisión Nacional de Derechos Humanos o más exactamente, a su Consejo Consultivo, un órgano creado en la ley orgánica de la CNDH con un propósito por entero diferente, y al que habría que habilitar, luego de desnaturalizarlo, para que pueda encargarse de “desarrollar y desahogar” investigaciones constitucionales que por el sólo hecho de ser efectuadas por un apéndice de un órgano constitucional autónomo pierden la prestancia y el peso institucional que les confería su realización por el tribunal constitucional. Si un valor tenían las indagaciones realizadas conforme al artículo 97 constitucional, ello se debía a la fuerza ética de los juzgadores del más alto nivel institucional. Ejercida en un lugar distinto de la Corte, más valiera que la facultad desaparezca o sea parte de las atribuciones propias de la CNDH, no de su Consejo Consultivo, o de un ministerio público reforzado cuando dependa de una fiscalía general autónoma cuyo titular sea nombrado por el Congreso, no por el Ejecutivo.
Como su nombre lo indica, el Consejo Consultivo de la CNDH es una decena de ciudadanas y ciudadanos que cuentan con prestigio en el ámbito de su actividad y gozan de reputación, que les permite opinar con amplitud y solidez de criterio en casos a los que discrecionalmente los convoca el ombudsman, que puede atender o no las opiniones del Consejo. El carácter ornamental que en situación extrema llega a tener el Consejo se mostró hace dos años, cuando el presidente de la CNDH, José Luis Soberanes, no juzgó oportuno consultarlo antes de presentar una acción de inconstitucionalidad sobre legislación del Distrito Federal que afectaba positivamente los derechos humanos de los capitalinos.
Si no se corrige la flamante reforma, que tiene que ser aprobada aun por el Senado, los miembros del consejo consultivo quedarán investidos de un carácter legal que quizá no les cuadre, y requeridos de competencias profesionales distintas de las que las condujeron a ese encargo ad honorem. Su nueva función demanda un conocimiento y experiencia en el ámbito jurídico, y si bien es cierto que en la actual integración del consejo hay abogados, algunos de ellos merecedores de gran consideración social como Patricia Kurczyn Villalobos, Miguel Carbonell, Rafael Estrada Michel y Ricardo Sepúlveda, también es cierto que hay consejeras que profesan disciplinas ajenas al derecho, como la doctora en sicología Graciela Rodríguez (que encabezó la facultad correspondiente en la UNAM) y la actuaria Eugenia del Carmen Díez Hidalgo, que aunque dirigió la unidad de derechos humanos en la secretaría de Gobernación carece de formación jurídica. No le hacía falta para pertenecer al consejo en su actual configuración. Es de dudarse que no la requiera la diversa índole que ahora asumirá ese órgano.
Cuando la Corte desplegó la facultad que le confería el 97, encabezaron las indagaciones directamente miembros del pleno, ministros del propio tribunal, o éste las confió a magistrados, expertos en todos los casos en derecho penal, y los más de ellos con experiencia en actividades ministeriales o en la justicia ordinaria. Con la atribución a que nos referimos se despoja a la indagación mencionada no sólo de prestancia social sino también de certidumbre profesional.
Ya antes la Corte había logrado que se la librara de otro fardo, a juicio de algunos de sus integrantes, o de una facultad indispensable para asegurar la libertad de sufragio. Sobre el razonamiento (o el pretexto) de que el Instituto y el Tribunal federales electorales se encargan ya de esa tarea a partir de 1996, se suprimió la posibilidad de que la Corte investigara violaciones graves al voto público, Ahora el propio tribunal, con el auxilio de un poder legislativo que probablemente no se percató del paso que daba, abdicó de un deber, se cercenó una atribución que le daba majestad.
La errática y accidentada reforma en materia de derechos humanos de que forma parte esta aberración es rica en avances y logros, aun respecto a la propia CNDH. Pero la afea, es más que una verruga en su rostro dotar a un cuerpo no preparado para ese efecto una misión exigida hasta que se establezca un régimen de plena legalidad y de confianza social en las investigaciones del ministerio público, que de ser eficaz y respetable haría innecesarios los órganos de derechos humanos.
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