Justo Sierra Méndez. |
Arnaldo Córdova
El maestro Justo Sierra Méndez (nacido en Campeche el 26 de enero de 1848 y fallecido en Madrid el 13 de septiembre de 1912) es el principal héroe intelectual de nuestra máxima casa de estudios, la Universidad Nacional. El nos dio, al fundarla, la perspectiva clara de su desarrollo futuro, con su programa de vida como institución educativa en la vida social de México; con sus tareas a cumplir en el porvenir y su razón de ser en el entramado político y social de la sociedad mexicana. El 22 de septiembre de 1910 fue aprobada por el Congreso una iniciativa de ley que presentó el maestro para crear la Universidad Nacional. Desde 1929, la Universidad Nacional fue declarada autónoma y se convirtió en la Universidad Nacional Autónoma de México.
Sierra era poseedor de un profundo espíritu laico y como tal concebía la educación. Para él el laicismo no sólo tenía que ver con la religión o con la actitud frente a las iglesias y los credos religiosos. Atañía también a la misión del Estado en la vida social: preservar la libertad de todos para creer y actuar. En su discurso inaugural de la Universidad, Sierra pronunció estas palabras: “… un espíritu laico reina en nuestras escuelas; aquí, por circunstancias peculiares de nuestra historia y de nuestras instituciones, el Estado no podría, sin traicionar su encargo, imponer credo alguno: deja a todos en absoluta libertad para profesar el que imponga o la razón o la fe” (Discurso en el acto de inauguración de la Universidad Nacional, en Obras completas del maestro Justo Sierra, UNAM, México, 1948, t. V, p. 459).
El maestro debió haber sentido una enorme desconfianza de la educación privada, porque le parecía que ésta no podía no identificarse con la educación religiosa que acostumbra impartir la Iglesia. Si se mira al conjunto de las escuelas privadas de hoy, todavía tiene bastante razón. En este sentido, era tan radical su forma de ver las cosas que sentía que la educación primaria debía correr sólo a cargo del Estado. Para él, había un acuerdo entre el pueblo y el Estado para reservar a éste cuanto a la primera educación se refiere. Todos los medios sociales, escribía, así el familiar como el religioso o el colectivo y el económico y el cultural difuso de la sociedad coadyuvan a la formación del individuo; pero ninguno como el público, del Estado, “… prepara sistemáticamente en el niño al ciudadano, iniciándolo en la religión de la patria, en el culto del deber cívico; esta escuela [la primaria] forma parte integrante del Estado, corresponde a una obligación capital suya, la considera como un servicio público, es el Estado mismo en función del porvenir” (Discurso, p. 457).
Otra función muy diferente veía Sierra en la Universidad Nacional que estaba creando. En ella el Estado no tenía nada que hacer ni era responsabilidad suya otra que no fuera cuidar su institucionalidad y hacerla sobrevivir. La Universidad era un universo aparte, pero no separado de la sociedad. Debía regirse como una república de la libertad de pensamiento y, al mismo tiempo, asumir su responsabilidad para con la sociedad y la patria. La Universidad de Justo Sierra se define de múltiples maneras, pero es ante todo el ámbito de la libertad. Él decía que “la inteligencia está condenada a eclipses y catalepsias cuando no respira su oxígeno, que es la libertad” (p. 461).
Sierra pudo muy bien haber definido ya en su tiempo la autonomía universitaria, porque entendía que la libertad de pensar y de enseñar son consustanciales a esa casa de estudios. El pensaba en fundar una escuela de altos estudios en la que se enseñara al máximo nivel en los marcos de la Universidad. Luego los ateneístas, encabezados por don Antonio Caso, lo harían en plena violencia revolucionaria. Para él, allí debía enseñarse la historia de todo el pensamiento filosófico y científico sin discriminaciones sectarias. “Y dejaremos libre –decía–, completamente libre el campo de la metafísica negativa o afirmativa, al monismo por manera igual que al pluralismo, para que nos hagan pensar y sentir, mientras perseguimos la visión pura de esas ideas eternas que aparecen y desaparecen sin cesar en la corriente de la vida mental: un Dios distinto del universo, un Dios inmanente [consustancial] en el universo, un universo sin Dios” (p. 460).
La misma ciencia, a diferencia del dogmatismo positivista que el maestro campechano profesaba, debía ser concebida en la Universidad de otra manera, como el conocimiento que busca abarcarlo todo, pero que, siempre impotente para alcanzar semejante meta, se decide a marchar siempre sobre la misma ruta sin fijarse fines fatales que, de todas maneras, jamás podrá alcanzar. Conocemos sobre el camino todo lo que podemos conocer, pero seguros de que nunca podremos conocerlo todo. “… pedimos a la ciencia –escribía– la última palabra de lo real, y nos contesta y nos contestará siempre con la penúltima palabra, dejando entre ella y la verdad absoluta que pensamos vislumbrar, toda la inmensidad de lo relativo” (p 453). Sólo podemos conocer lo relativo, jamás lo absoluto que, después de todo, ni siquiera existe, porque en la realidad no lo hay.
Para Sierra el papel social y “coordinador” de la vida social (así lo dice) de la Universidad es esencial en su definición. Es de tal importancia que ni siquiera la creación del conocimiento le iguala. Por un lado, para él, “cuando el joven sea hombre, es preciso que la Universidad o lo lance a la lucha por la existencia en un campo social superior, o lo levante a las excelsitudes de la investigación científica; pero sin olvidar nunca que toda contemplación debe ser el preámbulo de la acción; que no es lícito al universitario pensar exclusivamente para sí mismo, y que si se pueden olvidar en las puertas del laboratorio al espíritu y a la materia… no podremos moralmente olvidarnos nunca ni de la humanidad ni de la patria” (p. 452).
Por otro lado, empero, ahí no acaba la función de la Universidad (Sierra también habla de la misión de la Universidad, como años después lo haría en un luminoso ensayo José Ortega y Gasset). Partiendo, justamente, de lo anterior, la Universidad “tendrá la potencia suficiente para coordinar las líneas directrices del carácter nacional, y delante de la naciente conciencia del pueblo mexicano mantendrá siempre alto, para que pueda proyectar sus rayos en todas las tinieblas, el faro del ideal, de un ideal de salud, de verdad, de bondad y de belleza; esa es la antorcha de vida de que habla el poeta latino [Agripa d’Aubigné], la que se transmiten en su carrera las generaciones” (mismo lugar).
Creo que todos los universitarios de todas las universidades del país, públicas o privadas que sean, deberían meditar, en este centenario de la UNAM, sobre su papel en la tierra y las responsabilidades que les tocan en el torrente de la vida social, tal y como el maestro Justo Sierra nos invitaba a hacer hace 100 años. Sería bueno para todos (los universitarios) y también para la nación.
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