El domingo pasado por la noche, soldados asignados a un retén en la carretera México-Nuevo Laredo, municipio de Apodaca, en el área urbana de Monterrey, dispararon contra un automóvil en que viajaban las familias De León Castellanos y Rodríguez De León. Murieron un menor y su padre, y resultaron heridos dos adultos y dos bebés. De acuerdo con las versiones disponibles, los viajeros no percibieron la señal de alto marcada por los uniformados, por lo que éstos los persiguieron en un vehículo y los acribillaron.
A diferencia de lo ocurrido en incidentes similares –en particular el que tuvo lugar en abril pasado en los alrededores de Matamoros, donde los uniformados mataron a los menores Martín y Bryan Almanza Salazar, de nueve y cinco años de edad, al atacar con granadas el vehículo en el que viajaban junto con sus padres–, los mandos castrenses reconocieron que la agresión del domingo fue producto de un lamentable error
, según dijo el secretario de Gobierno de Nuevo León, Javier Treviño Cantú. La Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) expresó sus condolencias a los sobrevivientes del ataque y anunció el inicio de una investigación a cargo de la Procuraduría General de Justicia Militar.
Sin poner en duda la pertinencia ni la obligatoriedad del esclarecimiento y de la imputación de las responsabilidades a que haya lugar, es claro que tragedias como la ocurrida el domingo en Apodaca, y que sólo en el noreste del país han causado ya una decena de muertes de civiles inocentes a manos de efectivos militares, resultan inevitables en el marco del recurso a las fuerzas armadas para hacer frente a la delincuencia, pues éstas carecen del entrenamiento necesario para hacer funciones de policía; su formación está orientada al combate, a la supervivencia en él y a la aniquilación del enemigo.
Las fuerzas armadas son el instrumento por medio del cual el Estado ejerce la violencia legítima: son, por su propia naturaleza –e independientemente de sus tareas secundarias, como el auxilio a la población en casos de desastre–, aparatos de guerra. No cabe sorprenderse, en consecuencia, de que la violencia se haya recrudecido en las regiones en las que los institutos armados ha sido desplegados: el noreste –incluidos Nuevo León y Tamaulipas, en donde los primeros operativos militares fueron lanzados en las postrimerías del sexenio foxista–, Michoacán o Ciudad Juárez.
Lo sorprendente es que la administración actual se empecine en defender el uso de la fuerza militar para hacer frente a un problema de seguridad pública y de legalidad, a sabiendas de que ese recurso se traduce, de manera inevitable, en violaciones a los derechos humanos, en impunidad y en el desprestigio de las fuerzas armadas a ojos de la población, fenómenos que debilitan aun más al gobierno y minan la de por sí desgastada credibilidad institucional.
Los soldados directamente involucrados en la masacre de Apodaca no son, ni de lejos, los culpables únicos, y ni siquiera los más importantes: la responsabilidad principal recae en los mandos civiles empeñados en usar al Ejército y a la Marina en tareas que son ajenas a su mandato constitucional y en involucrar a los institutos armados en una guerra que, hasta la fecha, carece de propósitos claros y de bandos definidos.
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