Lydia Cacho
Plan B
03 de mayo de 2010
La imagen de video lo dice todo. Están sentados entre la maleza, en lo que parece una hondonada junto al río Yerba Santa. David Cilia tiene una herida en el costado y una en la pierna. La mirada denota su agotamiento, el gesto revela su dolor y el miedo tiembla en su voz. Apenas en un susurro explica que mientras seguían a la caravana de la paz en Oaxaca un comando armado les atacó y ellos lograron correr hacia el monte. La cámara panea a la izquierda, el rostro de Érika Ramírez se revela pálido, aún con los destellos de la adrenalina en la mirada, pero hablando casi en secreto, esta joven reportera explica cómo lograron escapar de las balas. Ella y él son reporteros de la revista Contralínea, iban en la caravana para documentar la realidad de la comunidad indígena en la Mixteca. Por fin las autoridades logran rescatarles. El subprocurador Wilfrido Almaraz Santibáñez declara ante los medios que David tenía heridas y Érika salió ilesa, ¿en verdad salió ilesa? No lo creo.
Ni Érika ni la prensa mexicana salieron ilesos de este ataque armado, orquestado por un grupo paramilitar creado, hace años, por el propio gobierno priísta de Oaxaca para “controlar” la violencia étnica en la región. Ellos atestiguaron cómo se vive enfrentarse a un grupo de hombres armados, encapuchados. Escucharon la metralla y delante de ellos las balas alcanzaron a Beatriz Alberta Cariño, una extraordinaria activista por la paz que rescataba a víctimas de violencia y quien dedicó su vida a la construcción de relaciones equitativas entre indígenas de su propio estado. Junto a ella cayó muerto con una bala en la cabeza el activista Jyri Antero Jaakkola, un pacifista originario de Finlandia que les acompañaba para llevar víveres a las indígenas sitiadas, y colaborar al bienestar de esta población autónoma y aislada a fuerza de pugnas políticas.
David y Érika son parte de una nueva generación de reporteros que saben que para ser buen periodista se precisa un compromiso cívico que va más allá de simplemente documentar las tragedias. Su trabajo nos permite ponerle un rostro a las cifras de la Conapred, que muestran que en México 39.2% de la población indígena vive en pobreza extrema, que 75 de cada 100 personas hablantes de lengua indígena no son derechohabientes de servicios de salud, y que en la Mixteca preservar la dignidad indígena está penado con la muerte.
Cuando circuló la noticia creímos que esta dupla periodística había sido secuestrada; afortunadamente salieron con vida y su testimonio nos recuerda que en México documentar la realidad puede costarte la vida. Bety Cariño aseguraba que sin la presencia de los medios hace mucho que ya habrían aniquilado a toda la población triqui, incluso ella estaba viva, decía, por el poder de su palabra y el eco de su voz en la radio comunitaria. La violencia en México es sistemática y perfectamente dirigida hacia quienes la revelan y contra quienes trabajan para erradicarla. Por quienes sobrevivieron y por quienes han muerto, la libertad de expresión se reivindica como un instrumento vital para rescatar nuestra humanidad de entre los escombros políticos. Creo que la cura contra el dolor de tanta muerte radica en hacer un mejor periodismo que documente los esfuerzos de la sociedad por reconstruir la paz y los derechos humanos.
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