miércoles, 19 de mayo de 2010

La puta casta


Javier Sicilia



MÉXICO, D.F., 18 de mayo.- La Iglesia me duele tanto que hasta ahora me había prohibido escribir sobre su escándalo. Pero guardar silencio cuando se tiene una presencia pública es otorgar, y yo ya no quiero otorgar nada. Así que hablaré de ella, como sólo puede hablarse de lo que se ama profundamente en su imperfección: de manera dolorosa.

Es evidente que en su condición de cosa social, de institución, la Iglesia es –como lo señala una parte de la antigua fórmula que la define– una meretrix, una puta, y como tal ha sido la madre de las instituciones modernas: nada la distingue –a no ser que ella, desde su reconocimiento por el imperio romano en el siglo VI, fue la primera– de su hijo bastardo: el Estado y sus instituciones; nada distingue, en consecuencia –a no ser también que sus clérigos antecedieron a las clerecías políticas y profesionales que se forman en los partidos y en las universidades–, a sus clérigos, como Marcial Maciel, Norberto Rivera u Onésimo Cepeda, de políticos como Mario Marín, Ulises Ruiz y los encubridores de su partido; nada tampoco distingue la manera en que el cardenal Sodano defendió en la ceremonia del Viernes Santo a Benedicto XVI –“las 3 mil diócesis, los 400 mil sacerdotes estamos contigo”– de la política “del montón” con la que los partidos suelen defender a sus líderes cuando son atacados.

El rostro social de la Iglesia es, como digo, el modelo de las instituciones modernas de la laicidad, tan prostituidas como ella. Lo que, sin embargo, la hace aún más odiosa –de allí la dureza de los ataques– es que ha traicionado lo que siempre ha defendido: no sólo la más alta norma moral de Occidente, sino su rostro más acabado, la caridad. Dura hacia afuera, como los saduceos de la época de Jesús –sus posiciones frente al condón, el aborto, los matrimonios fracasados, las mujeres y los homosexuales–, ha sido laxa e hipócrita hacia adentro –encubrimientos, simulaciones, corrupciones, pactos con los poderes de los Estados y de la economía, perdones obtenidos con los dientes apretados, complicidades y faltas a la caridad–. La injusticia de su hipocresía ha sido tan atroz que nada en el orden de lo humano puede colmar el dolor y el escándalo que ha causado.

Sin embargo, hay en esa antigua fórmula que cité y que la define con la exactitud de la metáfora, otra condición que su rostro social debe atender para verdaderamente purificarse. Su condición de casta, que nace de la apertura a su Señor.

La Iglesia, no como cosa social, sino como realidad espiritual, se hace no por ella misma, como lo pretende parte de la jerarquía, sino por la gracia de su Señor (hay que recordar el poema 16 de Ezequiel). Ese Señor que la rescata no es, contra lo que piensa, un Sodano, un Norberto o un Onésimo, el rostro del César que tiene que movilizar a sus huestes para defenderse de su degradación, sino el del Cristo pobre y sometido a la intramundanidad. Ese Cristo –que, como una profecía cumplida, dijo: “Cuídense de la levadura de los fariseos. Nada hay encubierto que no se descubra, nada oculto que no se divulgue. Porque lo que digan de noche se escuchará en pleno día; lo que digan al oído en las bodegas se proclamará desde las azoteas” (Lucas 12, 1.2)– asumió todo el mal y, pobre, con la cruz a cuestas, se sometió al poder de los hombres. Ese Cristo no defendió nada. Asumió, en la pobreza de su caridad, todo el mal frente a la mundanidad de los poderes.

Lo que, por lo tanto, estamos esperando los católicos, que sólo desde allí amamos dolorosamente nuestro cuerpo prostituido, son signos de la presencia de ese Cristo. No nos basta que Benedicto XVI, quien eligió el ambiguo y lento camino de las reformas institucionales, vaya, arropado por el “montón” católico convocado por Sodano, a pedir perdón a las víctimas de país en país –ese gesto no lo distingue de lo que podría hacer cualquier hombre de institución–. Nos gustaría verlo –asumiendo uno de sus mayores epítetos: “el siervo de los siervos de Dios”– con la pobre y desgarrada túnica de Cristo, reuniendo a las víctimas en San Pedro, haciendo una misa de perdón y reconciliación y caminando con ellas hasta la plaza pública con el único testimonio de su pobreza y de su caridad. Nos gustaría ver a Norberto –que no dejó de encubrir a Maciel– y a una buena parte de la Legión haciendo lo mismo, y, después de renunciar, en el caso de Norberto, a su cardenalato, y, en el de los legionarios, a sus prerrogativas, caminar hacia un monasterio y someterse al rigor de esa vida. Nos gustaría ver en ellos el signo de Cristo y no el del César que se protege de sus miserias; ese signo que, en medio del cuerpo prostituido de la Iglesia, se hace presente en cada sacerdote, en cada monja(e), en cada laico(a), en cada no creyente que, renunciando al poder, sin encubrir sus miserias, está, con el perdón en los labios, en la cabecera de los agonizantes y de los despreciados, de las víctimas y de los olvidados del mundo; en cada hombre que, sabiéndolo o no, da testimonio, en el amor, la verdad y la humildad, de la dignidad de lo humano y de aquello que, por encima de los poderes del mundo y sus hipocresías, lo sobrepasa y hace posible la castidad que nunca nos pertenece por nosotros mismos. Sólo desde allí la Iglesia visible volverá a ser levadura.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.

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