En el trono de Pedro, cierto día,
rodeado de monjitas entusiastas,
una disculpa Ratzinger pedía
por los casos de curas pederastas.
“¡Ay, qué barbaridad! ¡No me di cuenta!”
exclama el alemán, todo abatido,
mas puede verse, con mirada atenta,
que no implora el perdón sino el olvido.
“¿Cómo pudo ocurrir? ¿En qué momento?”,
sigue haciéndose güey —porque él sabía
de cada violación y tocamiento
y además de saber, los encubría.
Lo imita con fervor la clerecía
y no sin cierto toque de efectismo,
en su peripatética homilía
Norberto se horroriza de sí mismo.
Cuestiona el cardenal a media misa:
“¡Jesús! ¿Cómo es posible tal vileza?”
Y aparece, de forma muy precisa,
Nicolás Aguilar en su cabeza.
Aguilar —precisemos— es el cura
abusador de niños que Norberto
protegió con cinismo y cara dura
y lo ayudó a llegar al aeropuerto.
Recuerde, Monseñor: por ese caso,
fue colosal el ruido y el borlote;
es más: en la ocasión estuvo a un paso
de acabar con sus huesos en el bote.
La súbita humildad que el clero ensalza,
adoptada en tardanza y en sigilo,
parece tan hipócrita y tan falsa
como las lágrimas de cocodrilo.
Cuando la horda clerical nefasta
se dice arrepentida y sale al ruedo,
su actitud se parece al pederasta
que retrató Francisco de Quevedo:
“De Herodes fue enemigo y de sus gentes,
no porque degolló los inocentes,
mas porque siendo niños y tan bellos,
quiso matarlos, no coger con ellos.”
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